1976 puede ser la fecha de irrupción de una nueva generación literaria en Japón: en 1976 se publicó Azul casi transparente, de Ryu Murakami. Kenzaburo Oé, en la encrucijada de la nueva narrativa japonesa, ha señalado que la nueva generación, nacida después de la Segunda Guerra Mundial y educada bajo una fuerte influencia estadounidense, supone una nueva aptitud frente a las cosas y la cultura. Pero las técnicas de dislocación de Oé están muy presentes en los nuevos escritores: pienso en Kenji Nakagami, en Michitsuna Takahashi, en el propio Ryu Murakami. No es una casualidad que un personaje de La caza del carnero salvaje, de Haruki Murakami, otro de los nuevos narradores, lea a Mickey Spillane, Kenzaburo Oé y Alien Ginsberg, todos revueltos, mientras oye música de los Doors en la emisora de las fuerzas de ocupación norteamericanas.
Justo Navarro
CAPÍTULO PRIMERO
Mientras miraba el mapa de África, desplegado en el escaparate como un ciervo altivo y elegante, Bird apenas consiguió reprimir un suspiro. Las dependientas no le prestaron atención. Tenían de carne de gallina la piel de sus cuellos y brazos. La tarde caía y la fiebre de comienzos del verano había abandonado el ambiente, al igual que la temperatura abandona a un gigante muerto. La gente parecía buscar en la penumbra del subconsciente el recuerdo del calor de mediodía, cuya ligera reminiscencia aún permanecía en la piel. Respiraban pesadamente y suspiraban de modo ambiguo. Junio, seis y media: ya nadie sudaba en la ciudad. Sin embargo, en ese momento la esposa de Bird rezumaba sudor por todos los poros del cuerpo mientras gimoteaba de dolor, ansiedad y esperanza, desnuda y acostada en un colchón de caucho, con los ojos cerrados como los de un faisán abatido del cielo por un disparo.
Estremecido, Bird miró con atención los detalles del mapa. El océano en torno de África estaba coloreado con el azul desgarrado de un amanecer invernal. Los paralelos y meridianos no eran líneas mecánicas trazadas a compás, sino gruesos trazos negros, que evocaban, en su irregularidad y soltura, la sensibilidad del dibujante. El continente parecía el cráneo distorsionado de un hombre gigantesco que, con ojos melancólicos y entrecerrados, mirase hacia Australia, el país del koala, el ornitorrinco y el canguro. El África en miniatura que, en una esquina del mapa, mostraba la densidad de población, parecía una cabeza muerta en proceso de descomposición; la otra, que mostraba las vías de comunicación, parecía una cabeza despellejada con las venas y arterias al descubierto. Ambas Áfricas diminutas sugerían la idea de una muerte brutal, violenta.
– ¿Quiere consultar el mapa, señor?
– No, no se moleste -dijo Bird-. Lo que busco son mapas de carreteras Michelin de África Occidental y Central, y de África del Sur.
La muchacha empezó a rebuscar en un cajón lleno de mapas Michelin.
– Son los números 182 y 185 -especificó Bird, con tono de experto en viajes por África.
El mapa que Bird había contemplado entre suspiros era una página de un pesado atlas encuadernado en piel, no tanto un atlas propiamente dicho como un objeto decorativo para una sala. Ya sabía su precio. Unas semanas antes había calculado que le costaría cinco meses de sueldo en la academia preuniversitaria [Academias privadas de preparación para los exámenes de ingreso en las universidades. Muy numerosas en Japón. (N. de la T.)] donde dictaba clases. Si añadía, además, lo que pudiera conseguir haciendo de intérprete, seguramente lograría reunir el dinero en tres meses. Pero Bird tenía que mantenerse a sí mismo y a su esposa, y ahora, también al niño que estaba a punto de nacer. Muy pronto Bird sería cabeza de familia.
La dependienta cogió dos mapas de tapas rojas y los puso sobre el mostrador. Tenía manos pequeñas y sucias, de dedos flacos, como las patas de un camaleón agarrándose a un arbusto. Bird atisbó bajo aquellos dedos la marca característica de Michelin. El inflado hombre de goma que hace rodar un neumático por la carretera le hizo pensar que aquella compra era una tontería. Sin embargo, estos mapas tendrían gran importancia para él.
– ¿Por qué está abierto el atlas en la página de África? -preguntó Bird pensativo.
La dependienta, algo suspicaz, no contestó. ¿Por qué estaría siempre abierto por la página de África? ¿Acaso al gerente esa página le parecía la más bella del libro? Pero África estaba experimentando un proceso de cambios vertiginosos que pronto harían obsoleto cualquier mapa. Y, puesto que la corrosión iniciada en África alcanzaría a todo el atlas, abrirlo por esa página implicaba aumentar la inminente caducidad del resto. Habría sido más conveniente un mapa inmutable al paso del tiempo, en el que las fronteras políticas estuvieran definitivamente establecidas. ¿Había que escoger, así pues, América? ¿Norteamérica, en particular?
Bird pagó los dos mapas y se dirigió hacia las escaleras. Pasó, mirando al suelo, entre un arbusto plantado en un tiesto y un corpulento desnudo cuyo vientre de bronce tenía el brillo aceitoso y húmedo, como la nariz de un perro, provocado por el contacto de muchas palmas nostálgicas. En su época de estudiante, él mismo solía recorrer con los dedos ese vientre; ahora ni siquiera se atrevía a mirar la cara de la estatua. Bird recordó al doctor y a las enfermeras frotándose los brazos con desinfectante, junto a la mesa donde yacía su esposa desnuda. Los antebrazos del doctor estaban cubiertos de vello.
Bird deslizó los mapas dentro del bolsillo de la chaqueta y, apretándolos contra su costado, se abrió paso hacia la puerta. Eran los primeros mapas de África que compraba con intención de usarlos en el propio lugar. Se preguntó con inquietud si alguna vez llegaría a pisar suelo africano y a mirar su cielo a través de unas gafas oscuras. ¿O en ese preciso instante estaba perdiendo de una vez para siempre toda oportunidad de emprender el viaje a África? ¿Se vería obligado, muy a su pesar, a despedirse de la última ocasión de experimentar su única y obsesiva tentación de juventud? Pero si fuese así, ¿qué podía hacer para evitarlo?
Molesto, Bird empujó bruscamente la puerta y salió a la calle. Era el final de una tarde de principios de verano. La acera parecía envuelta en niebla a causa de la polución atmosférica y las penumbras del atardecer. De pronto, un electricista que cambiaba las bombillas del escaparate donde se exhibían las novedades en libros extranjeros, salió de él delante mismo de Bird. Sorprendido, Bird retrocedió y permaneció inmóvil. Se contempló en el amplio escaparate ensombrecido. Envejecía con la rapidez de un corredor de corta distancia. Tenía veintisiete años y cuatro meses. A los quince años le habían apodado «Bird» y desde entonces se le conocía con ese nombre. Su figura parecía flotar torpemente, como el cadáver de un ahogado, en el oscuro lago de los escaparates, y seguía pareciéndose a un pájaro. Era pequeño y delgado. Sus amigos habían comenzado a engordar en cuanto acabaron los estudios y empezaron a trabajar; incluso los que habían mantenido la línea aumentaron de peso cuando se casaron. Pero Bird, salvo la pequeña prominencia del vientre, siguió tan flaco como siempre. De pie o andando, adoptaba la misma postura: los hombros alzados y la frente inclinada. Parecía un anciano atleta demacrado.