Hablaron sin dejar de vigilar la puerta de la habitación donde yacía la mujer de Bird. Cuando la suegra se enteró de que el bebé todavía no había muerto, dijo en tono de reproche:
– ¿No puedes hacer que se solucione más rápido? Si mi hija llegase a verlo se volvería loca.
Bird permaneció en silencio.
– Si al menos hubiera un médico en la familia -agregó la mujer y suspiró con melancolía.
Somos un hato de canallas, pensó Bird, una despreciable liga de defensores de nosotros mismos. No obstante, presentó su informe en voz baja, temiendo que alguien más le escuchara:
– Le están reduciendo la medida de leche. En su lugar le dan agua azucarada. El doctor que lleva el asunto dijo que obtendría resultados en pocos días.
Mientras escuchaba a Bird, la suegra fue como perdiendo las fuerzas y finalmente hizo un lento gesto afirmativo con la cabeza. Como si tuviera sueño, dijo con un hilo de voz:
– Comprendo… Cuando todo haya acabado, lo del bebé será un secreto entre nosotros dos.
– Sí -prometió Bird, sin mencionar que ya había hablado con su suegro.
– Si mi pequeña se enterase no querría tener más bebés. ¿Lo entiendes, Bird?
Bird asintió. Pero la aversión que sentía por su suegra se incrementó. Ella entró a la cocina y Bird regresó a reunirse con su esposa. ¿Acaso no le resultaría muy fácil descubrir un engaño tan simple? Todo era teatro y los personajes de la obra sólo eran un hatajo de hipócritas.
Cuando entró en la habitación, su mujer le recibió con expresión tranquila. La histeria de los pomelos ya había pasado. Bird se sentó en el borde de la cama.
– Estás agotado -dijo ella, extendiendo de pronto una mano afectuosa y tocando la mejilla de su esposo.
– Lo estoy…
– Comienzas a parecerte a una rata de alcantarilla que pretende escurrirse por un agujero.
La bofetada lo cogió totalmente desprevenido.
– ¿Sí? -preguntó para darse tiempo-. ¿Como una rata de alcantarilla?
– Mamá teme que empieces a beber de nuevo. Como antes, día y noche.
Bird recordó aquella borrachera interminable: la cabeza encendida y la garganta reseca, el estómago dolorido, el cuerpo de plomo, los dedos entumecidos y el cerebro atontado y lleno de whisky. Varias semanas viviendo como un cavernícola, encerrado entre grutas de whisky.
– Si lo hicieras, acabarías no sirviendo para nada, Bird. Y ahora nuestro bebé te necesita.
– Nunca volveré a beber de esa manera -aseguró Bird.
De la reciente resaca había podido escapar sin recurrir otra vez al alcohol. Pero ¿qué hubiera ocurrido si Himiko no le hubiese echado una mano? ¿Hubiera recaído en ese mar oscuro y agonizante, de una anchura equivalente a innumerables horas? No estaba seguro y, como no podía mencionar a Himiko, resultaba difícil convencer a su mujer sobre su supuesta entereza para resistir la tentación alcohólica.
– Realmente espero que estés bien, Bird. A veces pienso que en cada ocasión crucial que se presente, tú estarás borracho o dominado por algún sueño fantástico, y que te irás flotando por el cielo como un pájaro.
– Después de tanto tiempo casados, ¿todavía piensas eso de tu esposo?
Bird habló en tono jocoso, pero su esposa no picó el anzuelo. Por el contrario, le dio la vuelta y dijo:
– Ya sabes, a menudo sueñas con irte a África y gritas cosas en lengua swahili. No te lo había mencionado, pero yo sé que no tienes ninguna gana de llevar una vida tranquila y decorosa con tu mujer y tu hijo. ¿Verdad, Bird?
Contempló en silencio la mano de su esposa, sucia y débil, que descansaba sobre su rodilla. Entonces, como la protesta de un niño ante una reprimenda que considera justa, replicó:
– Dices que grito en swahili. ¿Y qué digo, si puede saberse?
– No lo recuerdo, Bird. Lo oigo sin despertar del todo. Además, no entiendo el swahili.
– ¿Entonces cómo estás tan segura de que es swahili?
– Palabras tan similares a los aullidos de bestias salvajes no pueden proceder de un lenguaje civilizado.
Bird reflexionó sobre la falsa idea que su mujer tenía sobre el swahili.
– Cuando mamá me dijo que estabas en el otro hospital, sospeché que te habías emborrachado o te habías ido a cualquier sitio. Tuve mis dudas, Bird.
– ¿Piensas que tenía ánimo para una cosa así?
– ¡Pero te ruborizas!
– Porque me enfado -replicó Bird con brusquedad-. Con el bebé recién nacido, ¿por qué querría escapar a cualquier sitio?
– Pero cuando te dije que estaba embarazada, ¿acaso las hormigas de la paranoia no recorrieron tu cuerpo? Bird, ¿querías tener un hijo? Dime la verdad…
– Eso… eso puede esperar hasta que el bebé se reponga. Es lo único importante en estas circunstancias -dijo Bird, escabulléndose como mejor pudo.
– Por supuesto que es lo único importante. Y que se reponga o no dependerá de tus esfuerzos y del hospital que hayas elegido. Yo no puedo levantarme; ni siquiera sé qué parte del bebé está mala. Dependo de ti para todo, Bird.
– Muy bien. Entonces confía en mí.
– Precisamente intentaba pensar en ello, en si puedo confiar en que te ocupes del bebé y… creo que no te conozco tan bien como suponía, Bird. ¿Eres el tipo de persona que asumiría esa responsabilidad incluso a costa de sacrificios personales? -preguntó-. ¿Eres responsable y valiente?
Con frecuencia Bird pensaba que de haber ido a la guerra sabría con certeza si era valiente o no. Era una idea que albergaba desde antes de casarse. Y siempre lamentaba no poder dar una respuesta definitiva. Hasta su anhelo de ponerse a prueba en la selva africana, un medio totalmente opuesto al vivir cotidiano, surgía de la sensación de que al mismo tiempo podría descubrir y librar su propia guerra personal. Pero en este momento Bird tuvo la certeza, sin necesidad de guerras ni expediciones africanas, de que en verdad era un pusilánime, alguien en quien no se podía confiar.
La mujer apretó la mano sobre la rodilla de Bird, una mano que quemaba de tanta hostilidad que desprendía.
– Bird, me pregunto si no serás la clase de persona que abandona al débil cuando más te necesita… ¿No abandonaste así a Kikuhiko? -Abrió bien los ojos para observar la reacción de su esposo
¿Kikuhiko?, pensó Bird. Sí, lo recordaba muy bien. Un amigo suyo durante la etapa de joven pendenciero en una ciudad de provincias, más joven que Bird. Kikuhiko le seguía los pasos dondequiera que fuese Bird. En cierta ocasión tuvieron una experiencia extraña en una ciudad vecina. Habían aceptado el trabajo de atrapar a un loco fugado de un manicomio, y debían recorrer en bicicleta la ciudad toda la noche. Pero Kikuhiko se fatigó pronto, comenzó a hacer el payaso y acabó extraviando la bicicleta, que era del hospital. En cambio, la fascinación de Bird por el loco aumentaba y aumentaba, y prosiguió su búsqueda ardorosamente durante el resto de la noche. El loco creía que el mundo real era el Infierno y temía a los perros porque los consideraba demonios disfrazados. Al amanecer se proyectaba soltar una jauría de perros pastores tras el rastro del enfermo. Por ello Bird no cejaba en su búsqueda, antes del amanecer. Pero cuando Kikuhiko insistió en que abandonaran y retornaran a su ciudad, Bird, enfadado, le humilló recordándole que conocía la aventura que había tenido con un homosexual norteamericano. Más tarde, cuando Kikuhiko regresaba a casa en el último tren, vio a Bird pedaleando en medio de la noche y desde una ventanilla le gritó:
– ¡Bird! ¡Tenía miedo! -La voz resonó a llanto.
Pero Bird no le hizo caso y prosiguió la búsqueda. Finalmente encontró al loco ahorcado en una colina en medio de la ciudad. Fue una etapa crucial en su vida. En efecto, en la siguiente primavera ingresó en la universidad de Tokio y se despidió de su vida de gamberro pueril. ¿Qué había sido de Kikuhiko después de aquella noche? El fantasma de su viejo amigo había surgido de la oscuridad para saludarlo.
– ¿Por qué me atacas ahora con algo perteneciente a un pasado tan lejano? Ni siquiera lo recordaba.
– Si teníamos un niño pensaba llamarlo Kikuhiko -dijo ella.
Bird se estremeció. No se imaginaba al bebé monstruo con un nombre propio.
– Si abandonas a nuestro bebé me divorciaré de ti -remachó la mujer, mientras miraba el follaje más allá de la ventana, en una aptitud sin duda previamente ensayada.