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– ¿Liga antialcohólica?

– Hágalo pasar por indigestión… Está de moda culpar de todo a los alimentos en mal estado.

– Una resaca no es algo tan grave como para mentir. Y no quiero que nadie mienta por mí.

Bird decidió olvidarse de todo esto. No tenía ganas de involucrarse en ningún otro complot. Su ánimo estaba bastante decaído.

– Probablemente usted no necesite trabajar en una academia de tres al cuarto. Menudo tonto se sentirá el director cuando despida a un profesor que conduce un M G escarlata.

Bird se alejó de la risa divertida de su alumno y entró en la sala de profesores. En el armario donde guardaba el libro de lectura y la caja de tizas, encontró un sobre. Se trataba de una carta del amigo que patrocinaba el grupo de estudio; seguramente ya habían decidido qué hacer en el asunto del señor Delchef. Iba a leerla cuando de pronto recordó una máxima de su época de estudiante: si uno se enfrenta a dos acontecimientos desconocidos al mismo tiempo, uno resultará calamitoso y otro afortunado. Entonces se metió la carta en el bolsillo sin leerla. Si la entrevista con el director salía muy mal, tendría motivos para esperar lo mejor de esa carta.

Apenas vio la cara del director, en cuanto éste levantó la mirada de su escritorio, Bird supo que la entrevista sería desastrosa. Se resignó.

– Tenemos un pequeño problema, Bird. A decir verdad, también es una situación delicada para mí.

El director parecía un magnate entusiasta, pragmático y austero, en un novelón sobre imperios comerciales. Este hombre, de no más de treinta y cinco años, había transformado un servicio normal de tutoría en toda una academia preuniversitaria, y ahora planeaba organizar una escuela universitaria. Se rasuraba por completo la cabeza voluminosa y malformada, llevaba gafas gruesas que ocultaban sus ojos culpables y, pese a todo, tenía algo que nunca dejaba de inspirar cierto afecto hacia él.

– Sé a lo que se refiere. Fue por mi culpa.

– El alumno que se ha quejado es colaborador habitual en una revista estudiantil. Un joven desagradable, por cierto. Al acecho de pruebas para montar un escándalo…

– Comprendo. Recibirá mi renuncia inmediatamente -dijo Bird, tomando la iniciativa y aliviando al director.

– Naturalmente, al profesor habrá que darle explicaciones… -dijo como insinuando que de ese engorro se encargase Bird. Al fin y al cabo, el profesor era su suegro.

Bird asintió. Pensó que comenzaría a irritarse si no abandonaba el despacho enseguida.

– Una cosa más, Bird. Algunos alumnos insisten en que sólo fue una indigestión, pero el chico que le ha denunciado afirma que usted les instiga. Supongo que no será así…

Bird se puso serio y sacudió la cabeza.

– Comprendo. Ahora debo irme -dijo.

– Siento mucho todo esto, Bird -dijo el director con bastante sinceridad-. Usted siempre me ha caído bien. Tiene carácter. ¿Fue de verdad una resaca?

– Sí, una resaca -contestó Bird y abandonó el despacho.

Sin pasar por la sala de profesores, Bird decidió cortar camino por la habitación del conserje y atravesar el patio hasta el coche. Ahora sentía cierta melancolía, como si se le hubiera humillado sin ningún motivo.

– Profesor, ¿nos abandona? Lamento mucho lo sucedido -dijo el conserje.

De modo que la noticia ya había corrido. Lo sabía incluso el viejo conserje.

– Todavía pasaré por aquí hasta fin de curso -contestó.

El indomable aliado de Bird esperaba junto al MG, a pleno sol. La inesperada aparición de Bird por la puerta trasera de la habitación del conserje le cogió desprevenido. Se puso en pie torpemente. Bird subió al coche.

– ¿Cómo ha ido? ¿Defendió sus derechos, profesor?

– Ya te he dicho que fue una resaca.

– ¡Fantástico! ¡Eso es fantástico! -se burló el joven-. ¡Está despedido!

Bird encendió el motor. La atmósfera dentro del coche era como un baño de vapor. Incluso el volante estaba tan caliente que realmente quemaba.

– ¿Qué hará a partir de ahora, profesor?

¿Que qué haré? ¡Dios, todavía quedan facturas por pagar en dos hospitales!, pensó. Pero su cabeza se freía al sol y era incapaz de trazar ningún plan viable. Sudaba a chorros. Nuevamente se hallaba al borde de la apatía.

– ¿Por qué no lo intenta de guía? ¡Podría ganar muchos dólares exprimiendo a los turistas! -dijo el muchacho, riendo jovialmente.

– ¿Sabes dónde hay una agencia de guías?

– Eh… Preguntaré. ¿Dónde puedo contactar con usted?

– Tal vez será mejor que nos reunamos después de clase, la próxima semana.

– ¡Déjelo de mi cuenta! -exclamó el alumno, entusiasmado.

Bird condujo el coche lentamente hasta la calle. Había querido librarse del muchacho para leer la carta. Pero, mientras aceleraba, sintió cierto agradecimiento hacia él. De no ser por su espontaneidad juvenil, qué mal se hubiera sentido Bird en aquellos momentos. Era verdad: estaba destinado a sortear situaciones difíciles con ayuda de jóvenes admiradores.

Mientras aguardaba que le llenaran el depósito en una gasolinera, extrajo la carta del bolsillo. Delchef había ignorado la llamada de su legación diplomática y continuaba viviendo en Shinjuku con una joven depravada. No era que abominara de su propio país, ni que planeara actividades de espionaje o simplemente asilarse. Sólo ocurría que se sentía incapaz de abandonar a esa chica japonesa. Por supuesto, las autoridades de su país temían que el asunto Delchef pudiera utilizarse políticamente. Si los gobiernos occidentales lanzaran una campaña de propaganda basada en la fuga de Delchef, tendría amplias repercusiones políticas. Sin embargo, pese a que querían recuperar a Delchef y enviarlo a casa, no deseaban que interviniera la policía japonesa por temor a la publicidad que el incidente adquiriría. Y si la legación intentaba utilizar la fuerza por su cuenta y riesgo, seguramente Delchef, un experimentado partisano durante la última guerra, presentaría dura batalla, y la policía japonesa acabaría interviniendo. Así las cosas, la legación había pedido a los miembros del grupo de estudio de lenguas eslavas, que gozaban de la confianza de Delchef, que intentaran con el mayor sigilo disuadirlo de su insensatez. El sábado por la tarde, a la una, se llevaría a cabo otra reunión en el restaurante situado frente a la universidad. Como Bird era el más allegado al señor Delchef, todos tenían interés en que asistiera.

Sábado, pasado mañana. Desde luego que asistiría. Bird pagó la gasolina. Suponiendo que la llamada telefónica anunciando la muerte del bebé se postergara, el hecho de ocupar la angustiosa espera en un quehacer externo era, sin duda, un golpe de suerte. Después de todo, había resultado una buena carta.

Camino de casa, Bird compró cerveza y salmón enlatado. Cuando por fin llegó, aparcó y se dirigió a la puerta principal. Pero estaba cerrada. ¿Himiko habría salido? La ira le invadió: casi podía oír el teléfono sonando, sin que nadie cogiera el auricular. Sin embargo, cuando se asomó por la ventana de la habitación, Himiko estaba tras las cortinas mirándole. Suspiró y, sudando en abundancia, regresó a la puerta principal.

– ¿Alguna noticia del hospital? -preguntó, todavía tenso.

– Nada, Bird.

Tuvo la sensación de haber despilfarrado energías a lo largo de un enorme perímetro, dando vueltas por Tokio en un coche escarlata a pleno sol. Sintió una demoledora fatiga. Con voz áspera, dijo:

– ¿Por qué cierras la puerta con llave durante el día?

– Supongo que por miedo. Tengo la extraña, sensación de que afuera acecha un repugnante gnomo de la desgracia.

– ¿Que hay un gnomo? -dijo Bird perplejo-. Me parece que en este momento no hay ninguna desgracia que te aceche.

– No hace mucho del suicidio de mi esposo. Bird, ¿acaso eres tan arrogante que te crees el único ser acechado por los gnomos de la desgracia?

Bird acusó el impacto. Y tuvo la suerte de que Himiko se dirigiera enseguida al dormitorio, sin propinarle un segundo puñetazo.

Mirando los hombros desnudos de Himiko, Bird atravesó cansinamente la sala de estar en penumbra y, al entrar en la habitación, quedó paralizado: una muchacha voluminosa, más o menos de la edad de Himiko, estaba repantigada a sus anchas sobre la cama, bajo la niebla de humo que flotaba en la atmósfera del dormitorio. Tenía los brazos y los hombros desnudos.

– ¿Qué tal te va, Bird? -La muchacha habló lenta y ásperamente.

– Hola -contestó Bird desconcertado.

– Le he pedido que viniera, Bird. No me agradaba estar sola cuando sonara el teléfono.