Pero no sólo los hombros alzados, como alas plegadas, le asemejaban a un pájaro. La nariz, bronceada y lisa, sobresalía de su cara como un pico y se encorvaba hacia abajo. Sus ojos despedían un brillo indefinido y casi nunca expresaban emoción alguna, salvo en las raras ocasiones en que se abrían manifestando una leve sorpresa. Los labios, delgados y duros, estaban siempre tensos sobre los dientes. Las líneas desde sus altos pómulos hasta el mentón eran afiladas. Y su cabello rojizo se elevaba al cielo como lenguas de fuego. Tal aspecto, aproximadamente, presentaba Bird a los quince años. A los veintisiete no había cambiado en absoluto. ¿Cuánto tiempo más seguiría pareciéndose a un pájaro? ¿Sería el tipo de persona que no tiene más alternativa que vivir con la misma cara y la misma postura desde los quince a los sesenta años? De serlo, la imagen que le devolvía el escaparate compendiaba toda su vida. Bird se estremeció y experimentó un disgusto tan visceral que le vinieron ganas de vomitar. ¡Qué revelación! Un Bird agotado, con un montón de hijos, viejo, senil…
De pronto, una extraña mujer surgió del lado oscuro del escaparate y avanzó lentamente hacia él. Era una mujer grande, de hombros anchos, tan alta que superaba el reflejo de la cabeza de Bird en el cristal. Con la sensación de que un monstruo lo atacaba por la espalda, Bird se giró e instintivamente adoptó una postura defensiva. La mujer se detuvo frente a él y escudriñó su rostro con gravedad. Bird le devolvió la mirada. Un segundo después, la urgencia dura y afilada de los ojos de ella se transformó en indiferencia afligida: como si la mujer hubiera intentado establecer una posible relación, y luego hubiese advertido que Bird no era la persona adecuada para ello. Entonces Bird percibió lo anormal de su cara que, enmarcada en un cabello rizado y abundante, le recordaba a un ángel de Fra Angélico; en particular, observó el vello rubio que había escapado al afeitado en el labio superior: atravesaba la gruesa capa de maquillaje y temblaba.
– ¡Hola! -exclamó la mujer con una resonante voz masculina ya sin esperanzas.
– ¡Hola! -Bird sonrió y saludó con su voz ronca y chillona, otro de sus atributos de pájaro.
El travesti dio media vuelta sobre sus tacones altos y se alejó lentamente calle abajo. Bird lo contempló durante un instante y luego tomó la dirección contraria. Atravesó un callejón estrecho y luego, con precaución, una ancha calle surcada por tranvías. Hasta la misma cautela histérica que de tanto en tanto se apoderaba de él con la violencia de un espasmo, evocaba a un pajarillo enloquecido de miedo. El apodo le sentaba a la perfección.
El travesti había visto que Bird observaba su propio reflejo en el escaparate, como esperando a alguien, y le había tomado por un pervertido. Un error humillante, pero como lo advirtió en cuanto Bird se dio la vuelta, su honor había sido redimido. Ahora gozaba lo cómico de la situación. Ningún saludo hubiese sido más adecuado en tales circunstancias que ese «¡Hola!» informal. El travesti debía de tener las cosas claras. Bird experimentó una sensación de afecto hacia el joven travestido de mujer. ¿Lograría embaucar a alguien esta noche y convertirlo en su cliente? Tal vez Bird hubiese debido tener el valor suficiente para acompañarlo.
Alcanzó la acera opuesta y se metió en una calle de bares y restaurantes baratos. Seguía imaginándose lo que habría ocurrido de haber seguido al joven hasta algún sórdido rincón de la ciudad. Probablemente nos hubiéramos acostado juntos, tan cerca como hermanos, y hablado. Yo también me hubiese desnudado para que no se sintiera turbado. Quizá le hubiera dicho que mi mujer dará a luz esta noche, y también que durante años he querido ir a África, y que mi mayor ambición consiste en escribir una crónica de mis aventuras que titularé El cielo en África. Incluso hasta le hubiese dicho que el viaje a África será imposible si cuando nazca el bebé me encierro en la jaula que significa una familia. (Desde que me casé he estado en la jaula, pero hasta ahora siempre me pareció que la puerta permanecía abierta; el bebé a punto de llegar bien podría cerrarla definitivamente.) Hubiera hablado sobre montones de cosas, y el travesti se habría esforzado por recoger las semillas de la neurosis que me acecha, juntarlas una a una hasta comprenderme. Porque un joven que, fiel a lo retorcido que hay en él, termina buscando pervertidos en las calles, un joven así tiene que poseer unos ojos, unos oídos y un corazón exquisitamente sensibles al terror que habita en lo más profundo de su subconsciente. Mañana por la mañana podríamos habernos afeitado juntos, escuchando las noticias de la radio, compartiendo la misma jabonera. El travesti era joven pero su barba parecía dura y… Bird interrumpió sus divagaciones y sonrió. Pasar la noche con un travesti hubiera significado ir demasiado lejos, pero por lo menos hubiera debido invitarlo a una copa.
Se encontraba en la calle de los bares baratos. Entre la multitud que desfilaba a su lado había muchos borrachos. Tenía la garganta seca y necesitaba un trago, aunque tuviese que beberlo solo. Giró la cabeza sobre su largo cuello delgado e inspeccionó los bares a ambos lados de la calle. En realidad, no tenía la menor intención de detenerse en ninguno de ellos. Podía imaginar la reacción de su suegra en caso de que llegara apestando a whisky junto a la cama de su mujer y su hijo recién nacido. No quería que sus suegros lo vieran borracho; nunca más.
El suegro de Bird daba clases en una pequeña universidad privada, pero hasta su retiro había sido director del departamento de inglés de la universidad a la que asistía Bird. No tanto gracias a su suerte como a la buena voluntad de su suegro, Bird pudo conseguir, a su edad, un puesto de profesor en una academia preuniversitaria. Estimaba al anciano y le temía reverencialmente. Nunca había conocido a una persona mayor tan noble como su suegro. No quería volver a decepcionarlo.
Bird se casó en mayo, a la edad de veinticinco años, y durante ese primer verano permaneció borracho cuatro semanas seguidas. De pronto, como un Robinson Crusoe embrutecido, había comenzado a ir a la deriva por un mar de alcohol. Descuidó sus obligaciones como licenciado, su trabajo, sus estudios de posgrado. Lo abandonó todo sin pensar, y pasaba el día entero, e incluso hasta bastante tarde por la noche, sentado en la cocina de su departamento, a oscuras, escuchando música y bebiendo whisky. Ahora recordaba esos terribles días y le parecía que, a excepción de escuchar música, beber y sumirse en un sueño alcoholizado, no había realizado ninguna actividad propia de un ser humano. Cuatro semanas más tarde, Bird se recuperó de una dolorosa borrachera de setecientas horas y descubrió en sí mismo, desgraciadamente sobrio, la desolación de una ciudad destrozada por la guerra. Era como un débil mental al que sólo le quedara una mínima oportunidad de recuperarse, pero tenía que volver a ordenarlo todo, no sólo a sí mismo sino también sus relaciones con el mundo exterior. Dejó los seminarios universitarios y pidió ayuda a su suegro para conseguir un puesto de profesor. Ahora, dos años después, su esposa estaba a punto de tener su primer hijo. Si llegaba a presentarse en el hospital tras envenenar nuevamente su sangre con alcohol, su suegra huiría de allí presa de una histeria frenética, llevándose consigo a su hija y a su nieto.
A Bird le preocupaba el deseo, oculto pero arraigado en lo más profundo de sí, que todavía le atraía hacia el alcohol. Tras cuatro semanas sumido en el infierno del whisky, muchas veces se preguntó cómo pudo permanecer borracho durante setecientas horas. Pero nunca llegó a una respuesta definitiva. Y mientras su descenso a los abismos del whisky constituyera un enigma, cabía un riesgo constante de recaída repentina.
En uno de los libros sobre África que leía tan ávidamente, había encontrado el siguiente pasaje: «Los exploradores coinciden invariablemente en que las celebraciones con abundante alcohol siguen siendo frecuentes en las aldeas africanas. Ello permite suponer que la vida en este hermoso país todavía carece de algo fundamental. Profundas insatisfacciones llevan a sus habitantes a la desesperación y el abandono de sí mismos». Releyendo este trozo, referido a las pequeñas aldeas de Sudán, Bird comprendió que se negaba a reconocer y analizar las carencias e insatisfacciones existentes en su propia vida. Pero como estaba seguro de que las había, se cuidaba de no volver a recaer en el alcohol.
Bird llegó a la plaza situada en el centro del barrio del placer, donde todo el bullicio y la actividad de las calles aledañas parecían concentrarse como los radios de una rueda. El reloj de bombillas eléctricas del teatro situado en medio de la plaza marcaba las siete de la tarde: era hora de averiguar cómo estaba su esposa. Desde las tres de la tarde Bird había telefoneado cada hora a su suegra, que permanecía en el hospital. Echó un vistazo a la plaza. Había varias cabinas telefónicas, pero todas ocupadas. Más que en el parto de su mujer, pensó en los nervios de su suegra rondando el teléfono reservado para los pacientes internos. Esto le irritó. Desde que había llegado al hospital con su hija, la mujer estaba obsesionada con la idea de que el personal hospitalario intentaba humillarla. Si por lo menos el teléfono estuviera ocupado por los familiares de otros pacientes… Con una débil esperanza, Bird volvió sobre sus pasos y miró en bares y cafeterías. Había tiendas de tallarines chinos, restaurantes que servían cerdo rebozado y camiserías. Podía entrar en algún sitio y telefonear. Pero en lo posible no quería entrar en un bar, y ya había cenado. ¿Y si compraba polvos de bicarbonato para apaciguar su estómago?