Sonó el teléfono. Bird despertó. Era de madrugada y continuaba lloviendo. Se levantó y, descalzo, fue saltando como un conejo hasta el teléfono. El suelo estaba húmedo. Levantó el auricular y una voz masculina, sin más, le preguntó su nombre. Luego dijo:
– Venga inmediatamente al hospital. Hay ciertas anomalías en el bebé… Tenemos que hablar con usted.
Bird se sintió desamparado. Tuvo ganas de regresar a la meseta nigeriana para saborear el residuo del sueño, a pesar de que había sido una pesadilla como un erizo de mar, llena de espinas de miedo. Pero se contuvo y, con voz neutra y desprovista de sentimientos, preguntó:
– ¿La madre está bien?
Tuvo la impresión de haberse escuchado formular esa pregunta miles de veces, dirigida a sí mismo y con idéntica voz.
– Su esposa está bien. Pero usted debe venir en seguida.
Bird colgó el auricular y corrió hacia el dormitorio, como un cangrejo que regresa a su agujero. Cerró los ojos con fuerza e intentó sumergirse en la tibieza de su cama, como si negando la realidad pudiera desterrarla instantáneamente, como la meseta nigeriana del sueño. Pero nada cambió. Sacudió la cabeza con resignación y recogió la camisa y los pantalones del borde de la cama. El dolor del cuerpo al agacharse le recordó la pelea de la noche anterior. Había dado la talla. ¡Qué orgulloso se había sentido! Intentó experimentar aquella sensación de orgullo nuevamente pero, desde luego, no lo consiguió. Mientras se abotonaba la camisa, dirigió la mirada al mapa de África occidental. La meseta del sueño estaba situada en un lugar llamado Deifa. Encima había una ilustración: un suido africano lanzándose a la carga. Un suido africano. El phacochoerus era un suido africano. Y la línea azul oblicua trazada en el mapa significaba que allí había un coto de caza. Es decir, que no hubiera estado a salvo ni aunque hubiese logrado llegar a la valla inclinada que aparecía en el sueño.
Bird volvió a sacudir la cabeza, se puso la chaqueta y bajó las escaleras de puntillas. Su anciana casera vivía en el primer piso. Si despertaba y se asomaba a saludarle, Bird tendría que responder a sus preguntas afiladas de curiosidad y buena voluntad. En ese caso, ¿qué le diría? Sólo sabía lo que le habían comunicado por teléfono: ¡que el bebé era anormal! Probablemente se trataba de lo peor. A tientas, buscó sus zapatos en el suelo de tierra del vestíbulo, abrió la puerta principal haciendo el menor ruido posible y salió a la claridad del amanecer.
La bicicleta estaba de lado sobre la gravilla, debajo de un seto. Bird la enderezó y con la manga de su chaqueta secó la lluvia pertinaz del sillín de cuero corroído… Antes de que estuviera suficientemente seco, montó de un salto y, haciendo saltar la gravilla, pasó junto a los setos como un caballo enfurecido y salió a la calle pavimentada. En seguida sintió frío y humedad en las nalgas. Llovía otra vez, y el viento hacía que las gotas le golpearan en la cara. Se mantuvo vigilante, para no caer en los baches ocultos en los charcos de la calle. Las gotas se le metían en los ojos. Torció a la izquierda y enfiló una calle más ancha y luminosa. Ahora la lluvia le golpeaba el flanco derecho y el andar se hacía más soportable. Bird se inclinó contra el viento para mantener el equilibrio de la bicicleta. Las ruedas agitaban la capa de agua sobre la calle asfaltada y la dispersaban en una fina niebla. Viendo cómo el agua se alejaba en ondas de los neumáticos, Bird comenzó a marearse. Levantó la mirada: en la calle no había nadie, hasta donde alcanzaba a divisar. Era el amanecer. Los árboles de gingco a ambos lados estaban tupidos de hojas oscuras, cada una hinchada por toda el agua absorbida. Troncos negros que sostenían profundos océanos de verde. Si todos se desplomaran a la vez, Bird y su bicicleta sucumbirían bajo un diluvio con olor a verde fresco. Tuvo la sensación de que los árboles le amenazaban. Muy por encima de su cabeza, las hojas apiñadas en las ramas superiores gemían al viento. Bird miró hacia arriba y, a través de las frondas, divisó un trozo de cielo por el este. Todo era color gris negruzco, sólo al fondo se filtraba un débil atisbo de luz rosácea. Un cielo humilde, con aspecto avergonzado, que las nubes perturbaban con violencia, como perros lanudos a todo correr. Una bandada de urracas pasó como una flecha frente a Bird, tan descaradas como los gatos callejeros, y casi lo derribaron. Vio gotas de agua plateada arracimadas como piojos sobre sus colas azul celeste. Bird tomó conciencia de que cualquier cosa le sobresaltaba y que sus ojos, oídos y olfato se habían agudizado en exceso. Tuvo la vaga sensación de que ello era un mal presagio: lo mismo le había sucedido durante la época de interminables borracheras.
Agachó la cabeza, se puso de pie sobre los pedales y cogió velocidad. Revivió la inútil impresión de huida que lo había acompañado en su sueño. Pero igual continuó pedaleando. Una rama delgada de gingco se le enganchó en el hombro y le rasguñó la oreja. Tampoco esto le hizo disminuir la velocidad. Sintió que las gotas, silbantes como balas debido al viento, le rozaban la oreja palpitante.
Bird dio un patinazo a la entrada del hospital y se detuvo con un chirrido de frenos como salido de su propia garganta. Estaba calado hasta los huesos y temblaba como un perro después de nadar. Mientras se sacudía el agua, le pareció que acababa de recorrer un largo trayecto, inmensamente largo, a toda velocidad.
Se detuvo frente a la sala de consulta y recuperó el aliento. Luego se asomó y se dirigió a los desdibujados rostros que le esperaban en la penumbra.
– Soy el padre -dijo con voz ronca, y se preguntó por qué estarían sentados en una habitación a oscuras.
Entonces reconoció a su suegra, con la cara medio escondida en la manga de su kimono, como esforzándose por no vomitar. Bird se sentó en una silla a su lado y sintió que la ropa se le pegaba a la espalda y el trasero. Empezó a temblar, no con la intensidad de cuando había aparcado la bicicleta en la entrada, sino con la desvalidez de un polluelo. Poco a poco, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad de la habitación. Descubrió el tribunal de tres médicos que lo observaban en silencio desde que se instalara en la silla. Al igual que la bandera nacional en la sala de un juzgado, el diagrama anatómico colgado en la pared a sus espaldas constituía un símbolo de sus prerrogativas.
– Soy el padre -repitió Bird, irritado. La voz denotaba que se sentía amenazado.
– Desde luego que sí -replicó un poco a la defensiva el doctor que permanecía en el centro, flanqueado por sus colegas, como si hubiera notado cierta desmesura en la voz de Bird.
Era el director del hospital; Bird recordó haberlo visto restregándose las manos junto a su mujer. Le miró, esperando que dijera algo. Pero en vez de comenzar las explicaciones, el director sacó una pipa de su arrugada bata de cirujano y la llenó de tabaco. Era un hombre bajo, con aspecto de tonel, obeso en extremo, lo que le daba un aire melancólico, pesado y de pretenciosa pompa. Tenía la bata sucia y abierta a la altura del pecho, tan peludo como el lomo de un camello. Las mejillas, el labio superior y el buche de grasa que le colgaba hasta la garganta estaban cubiertos de barba. Quizá no había tenido tiempo de afeitarse esta mañana: desde ayer por la tarde luchaba por salvarle la vida al bebé. Bird se sintió agradecido, por supuesto, pero algo sospechoso en ese doctor peludo y de mediana edad le impedía bajar la guardia. Como si, por debajo de su piel hirsuta, se ocultara algo peligroso.
Finalmente, el director se quitó la pipa de sus gruesos labios y, sosteniéndola con una mano regordeta, enfrentó de pronto la mirada firme de Bird y preguntó:
– ¿Quiere ver la cosa antes? -La voz sonó excesivamente alta para las circunstancias.
– ¿El bebé está muerto? -preguntó Bird.
Durante un segundo, el director lo miró con extrañeza, pero en seguida borró la expresión con una sonrisa ambigua.
– Claro que no -dijo-. De momento, tiene voz fuerte y movimientos vigorosos.