Bird escuchó el suspiro profundo y grave de su suegra, como queriendo insinuarle algo. Si no hubiera tenido la boca bajo la manga del kimono, el suspiro habría sonado tan grotesco como el de un borracho y atemorizado a todos los presentes. O la mujer estaba por completo agotada o, caso contrario, había querido indicarle cuan profundamente era la ciénaga de la calamidad en que él y su esposa estaban metidos. Una de dos.
– Pues bien, ¿quiere usted ver la cosa?
El doctor situado a la derecha del director se puso de pie. Era un hombre joven, alto y delgado, con un rostro de pómulos salientes y ojos que en cierta forma desequilibraban su simetría horizontaclass="underline" un ojo era móvil y de mirar tímido; el otro, sereno e inmóvil. Bird, que también se había puesto de pie, se derrumbó en la silla al darse cuenta que un ojo era de vidrio.
– ¿Podría informarme antes, por favor? -dijo Bird con voz cada vez más atemorizada. En su mente, las palabras del director le inspiraban repulsión: «¡la cosa!».
– Quizá tenga usted razón. Cuando se lo ve por primera vez, resulta chocante. Yo mismo me sorprendí cuando salió.
Inesperadamente, los gruesos párpados del director enrojecieron y prorrumpió en una risita infantil. Bird había intuido algo peligroso bajo la piel peluda, y ahora supo que era esa risita que, antes de manifestarse, se revelaba como una sonrisa vaga. Lanzó al sonriente doctor una mirada airada, pero se dio cuenta de que reía porque se sentía incómodo: había extraído de entre las piernas de la mujer de otro hombre una especie de monstruo inclasificable. Tal vez se trataba de un monstruo con cabeza de gato y cuerpo hinchado como un globo. Aparte lo que fuera la criatura, el doctor se sentía avergonzado por haberla traído al mundo. Por eso reía de esa manera. Su comportamiento no era propio de la dignidad profesional de un obstetra experimentado y director de un hospital, sino más bien de un comediante barato y avergonzado.
Inmóvil, Bird esperó a que el director se recuperara de su ataque de risa. Un monstruo. Pero ¿de qué tipo? La palabra empleada, «la cosa», se asociaba en Bird a «el monstruo»; las espinas de semejante palabra le rasguñaban el plexo solar. Al presentarse había dicho: «Soy el padre», y los doctores habían hecho una mueca. Porque en sus oídos quizá sonó algo muy diferente: Soy el padre del monstruo.
Enseguida el director dominó la risita y recuperó su dignidad melancólica. Pero conservó el tono rosáceo en los párpados y mejillas. Bird apartó la mirada, luchando contra un repentino torbellino de rabia y miedo. Luego dijo:
– ¿Qué es lo que resulta tan sorprendente?
– ¿Se refiere a la apariencia, al aspecto que tiene? Pues, verá usted…, parece que tuviera dos cabezas. ¿Conoce la obra de Josef Wagner Bajo la doble águila?… De todos modos, impresiona.
El director estuvo a punto de comenzar otra vez con su risita, pero se contuvo justo a tiempo.
– Entonces ¿es algo así como los siameses? -preguntó Bird con timidez.
– En absoluto. Tan sólo parece que tuviera dos cabezas… ¿Quiere verle ahora?
– Pero, en términos médicos… -titubeó Bird.
– Lo llamamos hernia cerebral. El cerebro asoma por una abertura en el cráneo. Fundé este hospital cuando me casé y desde entonces nunca había visto un caso semejante. Es sumamente raro. Puedo asegurarle que me ha sorprendido.
Hernia cerebral. Bird buscó mentalmente una imagen concreta, algo, pero no encontró nada.
– ¿Hay alguna esperanza de que se desarrolle con normalidad? -preguntó aturdido.
– ¡Con normalidad! -La voz del director se elevó como si se hubiera enfadado-. ¡Estamos hablando de una hernia cerebral! Se podría abrir el cráneo y meter dentro el cerebro, pero incluso así, y con suerte, sólo conseguiríamos una especie de ser humano vegetal. ¿A qué se refiere usted al decir «normalidad»?
El director movió la cabeza y miró a los doctores jóvenes como consternado ante la insensatez de Bird. El doctor del ojo de vidrio en seguida asintió con la cabeza. Lo mismo hizo el otro, un hombre taciturno, recubierto desde la frente ancha hasta la garganta por la misma piel cetrina e inexpresiva. Ambos miraron severamente a Bird, como catedráticos que desaprueban el bajo rendimiento de un examinado en una prueba oral.
– ¿Morirá en seguida? -preguntó Bird.
– No apresure los acontecimientos. Tal vez mañana, o quizá no tan pronto. Es un crío muy vigoroso -observó el director desde un punto de vista clínico-. Pues bien, ¿qué quiere usted hacer?
Desconcertado, Bird permaneció en silencio. ¿Qué demonios podía hacer? Primero te llevan a un callejón sin salida y luego te preguntan qué quieres hacer. Ese hombre parecía un ajedrecista malvado. ¿Qué debería hacer? ¿Hincarse de rodillas y llorar a gritos?
– Si usted lo acepta, puedo hacer que trasladen al bebé al hospital de la Universidad Nacional… Si usted lo acepta.
El ofrecimiento sonó como un acertijo con trampa incorporada. Se esforzó por ver más allá del laberinto, pero no lo consiguió. Sólo se reservó una vana cautela.
– Si no hay otra alternativa…
– Ninguna otra -cortó el director-. Pero le quedará la satisfacción de saber que hizo todo lo posible.
– ¿No podríamos dejarle aquí?
Todos se volvieron hacia quien había formulado la abrupta pregunta: la suegra de Bird permanecía sentada e inmóvil, como la ventrílocua más fúnebre del mundo. El director la observó como el tasador que fija un precio. Cuando habló, fue tan evidente que intentaba protegerse a sí mismo, que resultó casi grotesco:
– ¡Imposible! Se trata de una hernia cerebral. ¡Completamente descartado!
La mujer escuchó, sin moverse y con la boca todavía oculta bajo la manga del kimono.
– Lo llevaremos al otro hospital -afirmó Bird.
El director aprovechó la decisión de Bird para desplegar sus numerosos y complicados conocimientos administrativos. Cuando los dos subalternos se marcharon con órdenes de establecer contactos con el hospital universitario y disponer lo necesario para conseguir una ambulancia, el director volvió a llenar su pipa y, como si se hubiera librado de un fatigoso peso, dijo aliviado:
– Haré que un miembro del equipo vaya en la ambulancia. Así estará usted tranquilo de que el bebé llegará sano.
– Gracias.
– Sería mejor que su suegra permaneciera aquí con su esposa. Y usted, ¿por qué no vuelve a casa y se cambia de ropa? La ambulancia no estará preparada hasta dentro de veinte minutos.
– Eso haré -dijo Bird.
El director se le acercó y, con excesiva confianza, le susurró como contándole un chiste verde:
– Por supuesto, usted puede negarse a que le operen, si así lo prefiere.
Pobrecillo, pensó Bird, la primera persona que mi bebé encontró en el mundo tuvo que ser este doctor peludo y rechoncho como un cerdo.
Pero Bird seguía aturdido: su ira y su tristeza estallaron como una burbuja en el instante mismo de su cristalización.
Bird, su suegra y el director caminaron en grupo hasta la sala de espera, al lado de la entrada del hospital, en silencio y evitando mirarse a la cara. En la entrada, Bird se volvió para despedirse. Su suegra le devolvió la mirada con ojos tan parecidos a los de su esposa que bien podían haber sido hermanas. La mujer intentaba decirle algo. Bird esperó. Pero ella no hacía más que mirarle en silencio, contrayendo los ojos oscuros hasta vaciarlos de toda expresión. Bird percibía su desconcierto: como si estuviera de pie, desnuda y avergonzada, en una calle pública. Pero ¿qué podía hacerla sentir tan avergonzada como para apagarle los ojos e incluso la piel del rostro? Bird apartó la mirada antes que ella, y preguntó al director:
– ¿Es niño o niña?
La pregunta le cogió desprevenido y nuevamente se le escapó aquella risita curiosa.
– Vamos a ver… No lo recuerdo exactamente, pero tengo la impresión de que lo vi, claro que sí… Tiene pene -dijo como si fuera un joven interno.
Bird salió solo. Ya no llovía y el viento empezaba a amainar. Las nubes aparecían brillantes y secas. El capullo de penumbras de la madrugada se había convertido en una mañana radiante, y en el aire se notaba un olor agradable, típico de comienzos de verano. Todos los músculos y órganos de su cuerpo se distendieron. En el hospital se mantenía una suavidad nocturna, pero ahora, la luz matinal reflejada en el pavimento húmedo y en los árboles frondosos se clavaba como carámbanos en sus ojos desprevenidos. Pedalear en bicicleta hacia la luz era como estar suspendido en un trampolín: Bird se sentía separado de la certidumbre de la tierra, aislado, entumecido, como un indefenso insecto atrapado por una araña.