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– ¿Qué hora es?

– Pasan unos minutos de las diez.

– ¿Las diez?

– Has dormido desde ayer por la tarde. ¿No te acuerdas?

– Apenas. ¿Desde cuándo esperas?

– Desde hace un rato.

Vio que vestía las mismas ropas que llevaba en Nanrunnel, que no se había afeitado, que grandes ojeras de cansancio aparecían bajo sus ojos. La visión le provocó un dolor inmenso.

– Has estado conmigo toda la noche.

Él no contestó. Se quedó junto a la ventana, lejos del lecho. Deborah vio un fragmento de cielo. El sol teñía de oro los cabellos de Lynley.

– He pensado que te llevaré de vuelta a Londres en avión. Cuando estés dispuesta. -Indicó la bandeja-. La han traído a las ocho y media. ¿Quieres que te consiga algo más?

– Tommy, ¿querrías…? ¿Puedo…?

Intentó examinar su rostro, pero su expresión era inescrutable, y las palabras no llegaron a salir de su boca.

Lynley hundió las manos en los bolsillos y volvió a mirar por la ventana.

– John Penellin ha vuelto a casa.

Ella le siguió la corriente.

– ¿Se sabe algo de Mark?

– Boscowan sabe que robó la Daze. En cuanto a la cocaína… – Suspiró-. En lo que a mí concierne, la decisión corresponde a John. Yo no la tomaré por él. No sé qué hará. Es posible que aún no esté preparado para denunciar a Mark. No lo sé.

– Tú podrías denunciarle.

– Podría.

– Pero no lo harás.

– Es mejor que lo haga John. -Continuó mirando por la ventana y levantó la cabeza hacia el cielo-. Hace un día precioso. Un día estupendo para volar.

– ¿Y Peter? ¿Han retirado los cargos? ¿Qué sabéis de Sidney?

– St. James opina que Brooke debió conseguir la ergotamina de un farmacéutico de Penzance. Es necesaria receta médica, pero no es la primera vez que un farmacéutico vende algo a un cliente por las buenas. Debió considerarlo inofensivo. Jaquecas repetidas, las aspirinas no servían de nada, los sábados están cerrados los consultorios médicos…

– ¿No cree que Justin cogió alguna de sus tabletas?

– Opina que Brooke ignoraba que las tomaba. Le dije que, a estas alturas, ya no importa, pero quiere exonerar a Sidney por completo, y a Peter. Se ha ido a Penzance.

Guardó silencio. Su relato había concluido.

Deborah notó que la garganta le dolía. La postura de Lynley indicaba una tensión insoportable.

– Tommy -dijo-, te vi en el porche. Supe que estabas a salvo. Pero cuando vi el cadáver…

– Mamá se ha llevado la peor parte -la interrumpió-. Fue horrible contárselo a mamá. Ver su cara y saber que todas mis palabras la estaban destruyendo. No lloró. Al menos, delante de mí, no. Porque los dos sabemos que el culpable de todo esto soy yo.

– ¡No!

– Si se hubieran casado hace años, si les hubiera dejado casarse…

– Tommy, no.

– Por eso no expresará dolor delante de mí. No permitirá que la ayude.

– Tommy, querido…

– Fue horrible. -Recorrió con los dedos el travesaño de la ventana-. Por un momento, pensé que iba a disparar sobre St. James, pero se introdujo el arma en la boca. -Carraspeó-. ¿Por qué será que nunca estamos preparados para una escena semejante?

– Tommy, le conozco desde siempre. Es como de mi familia. Cuando pensé que había muerto…

– La sangre. Las ventanas quedaron manchadas de tejido cerebral. Creo que lo veré hasta el fin de mis días. Eso y todo lo demás. Como una maldita película, proyectándose durante toda la eternidad cuando cierre los ojos.

– Oh, Tommy, por favor -dijo con voz entrecortada-. Por favor. Ven aquí.

Los ojos pardos de Lynley se clavaron en ella.

– No es suficiente, Deb.

Eligió sus palabras con mucho cuidado. Ella se asustó.

– ¿A qué te refieres?

– No es suficiente que yo te quiera, que yo te desee. Pensaba que St. James era mil veces idiota por no haberse casado con Helen en todos estos años. Nunca lo comprendí. Supongo que siempre he sabido el motivo, pero no quería reconocerlo.

Deborah hizo caso omiso de sus palabras.

– ¿Elegiremos la iglesia del pueblo, Tommy, o prefieres Londres? ¿Qué opinas?

– ¿Iglesia?

– Para la boda, querido. ¿Qué opinas?

Lynley agitó la cabeza.

– No quiero sacrificios, Deborah. No lo quiero así. No lo aceptaré.

– Pero yo te quiero -susurró Deborah-. Yo te amo, Tommy.

– Sé que quieres creerlo. Bien sabe Dios que yo también quiero creerlo. Si te hubieras quedado en Estados Unidos, si nunca hubieras vuelto a casa, si yo me hubiera reunido contigo allí, habríamos tenido una oportunidad. Pero, tal como está la situación…

Seguía de pie en el otro extremo de la habitación. Ella no podía soportar la distancia. Extendió una mano.

– Tommy, Tommy. Por favor.

Lynley continuó expresando sus pensamientos.

– Toda tu vida pertenece a Simon, no a mí. Lo sabes. Los dos lo sabemos.

– No, yo…

No pudo terminar la frase. Deseaba rebatir y negar lo que había dicho, pero Lynley había llegado al corazón de una verdad de la que ella había huido durante mucho tiempo.

Él contempló su rostro unos instantes antes de volver a hablar.

– ¿Te concedo una hora antes de marcharnos?

Deborah abrió la boca para suplicar, para negar, pero, en ese momento crucial, no pudo hacerlo.

– Sí. Una hora -respondió.

SEXTA PARTE. EPÍLOGO

28

Lady Helen suspiró.

– Esto transforma mi definición del tedio como jamás había soñado. Repíteme qué va a probar.

St. James ejecutó un tercero y cuidadoso pliegue en la chaqueta del pijama.

– El acusado afirma que fue atacado mientras dormía. Recibió una sola herida en el costado, pero tenemos tres agujeros, cada uno manchado con su sangre. ¿Cómo crees que ocurrió?

Lady Helen se inclinó sobre la prenda. Estaba doblada de manera extraña para que coincidieran los tres agujeros.

– ¿Es contorsionista cuando duerme?

St. James rió.

– Un mentiroso cuando está despierto, mejor. Se hirió él mismo e hizo los tres agujeros después. -La sorprendió bostezando-. ¿Te estoy aburriendo, Helen?

– En absoluto.

– ¿Has pasado la noche en compañía de un hombre agradable?

– Ojalá fuera cierto. Temo que fue en compañía de mis abuelos, querido. Mi abuelo roncaba sonoramente durante la marcha triunfal de Aída. Tendría que haberle imitado. No me extraña que esté tan despejado esta mañana.

– Una reverencia a la cultura de vez en cuando es buena para el espíritu.

– Detesto la ópera. Si al menos cantaran en inglés. ¿Es demasiado pedir? Siempre es en italiano o francés. O en alemán. En alemán es todavía peor. Cuando corren por el escenario con aquellos divertidos cascos con cuernos…

– Eres una filistea, Helen.

– Fanático.

– Bueno, si te portas bien durante otra media hora, te llevaré a comer. He descubierto una nueva brasserie en Brompton Road.

El rostro de Helen se iluminó.

– ¡Querido Simon, justo lo que necesito! ¿Qué hago ahora?

Paseó la mirada por el laboratorio como si buscara una nueva ocupación, intención que St. James ignoró cuando la puerta principal retumbó y una voz gritó su nombre.

St. James se apartó de un salto de la mesa de trabajo.

– Sidney -exclamó, y se dirigió a la puerta, mientras su hermana subía los peldaños de tres en tres-. ¿Dónde demonios has estado?

Sidney entró en el laboratorio. -Primero, en Surrey. Después, en Southampton -contestó, como si fueran los destinos más lógicos del mundo. Tiró la chaqueta de armiño sobre un taburete-. Me obligaron a presentar una nueva línea de pieles. Si no encuentro pronto un trabajo diferente, no sé qué haré. Pasar modelos de pieles de animales muertos se encuentra a medio camino entre lo absolutamente repugnante y lo completamente desagradable. Siguen insistiendo en que no lleve nada debajo. -Se inclinó sobre la mesa y examinó la chaqueta del pijama-. ¿Otra vez sangre? ¿Cómo puedes soportarlo, tan cerca de la hora de comer? No me he perdido la comida, ¿verdad? Apenas es mediodía. -Abrió el bolso y empezó a rebuscar en su interior-. Bueno, ¿dónde está…? Claro, ya entiendo por qué insisten tanto en la piel desnuda, pero no tengo estómago para ello. Es la insinuación de la sensualidad, me dicen. La promesa, la fantasía. Basura. Ah, aquí está.