Extrajo un arrugado sobre que entregó a su hermano.
– ¿Qué es?
– Lo que me he pasado casi diez días arrancando a mamá. Hasta tuve que arrastrarme detrás de David durante una semana para que ella se diera cuenta de lo muy decidida que estaba yo.
– ¿Has estado con mamá? -preguntó St. James, incrédulo-. ¿Has ido a casa de David, a Southampton? Helen, ¿sabías…?
– Telefoneé una vez a Surrey, pero no contestaron. Entonces, dijiste que no la preocupara, ¿te acuerdas?
– ¿Preocupar a mamá? -preguntó Sidney-. ¿Preocuparla por qué?
– Por ti.
– ¿Por qué iba a preocuparse mamá por mí? -No esperó la respuesta-. De hecho, al principio ella pensó que la idea era absurda.
– ¿Qué idea?
– Ahora ya sé de quién has heredado tu escasa inteligencia, Simon, pero yo la convencí poco a poco. Sabía que lo haría. Adelante, ábrela. Léela en voz alta. A Helen también le gustará oírlo.
– Maldita sea, Sidney. Quiero saber…
Ella le agarró la muñeca y le agitó el brazo.
– Lee.
St. James abrió el sobre con mal disimulada irritación y empezó a leer en voz alta:
Querido Simon. Por lo visto, Sidney no me dejará en paz hasta que me disculpe, así que lo haré cuanto antes, aunque tu hermana no se conformará con unas simples líneas.
– ¿Qué es esto, Sid?
Su hermana rió.
– Sigue leyendo.
St. James siguió leyendo lo escrito en el papel de su madre, estampado con intensos relieves.
Siempre creí que fue idea de Sidney abrir las ventanas del cuarto de los niños, Simon, pero, como no dijiste nada cuando te acusé, me sentí obligada a descargar sobre ti todo el peso del castigo. Castigar a los hijos constituye el deber más duro de los padres. Es aún peor si sospechas que estás castigando al que no debes. Sidney ha aclarado este punto, pues sólo ella podía hacerlo, y aunque ha insistido en que le dé una paliza por haber permitido que recibieras el castigo en su lugar hace tantos años, me niego a zurrar a una mujer de veinticinco años. Por lo tanto, te ruego me disculpes por haber cargado la culpa sobre tus pequeños hombros. ¿Tenías diez años? Lo he olvidado. En todo caso, le haré pagar su culpa de una manera apropiada. La visita de Sidney me resultó muy agradable. Pasamos algún rato con David y los niños. Confío en que pronto te veremos por Surrey. Trae a Deborah, si vienes. Cotter me telefoneó para contarme punto por punto lo sucedido. Pobre criatura. No estaría mal que la tomaras bajo tu protección hasta que se recupere. Tu madre, que te quiere.
Sidney, los brazos en jarras, echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada, complacida de haberse apuntado un tanto.
– ¿A que es genial? Lo que me costó obligarla a escribir eso. Si no hubiera querido hablar contigo acerca de Deborah… Ya sabes cómo es, siempre temerosa de que nos convirtamos en bárbaros y no hagamos lo correcto en estas situaciones. Si no hubiera sido por eso, no sé si habría podido obligarla a escribir la carta.
St. James notó que lady Helen le estaba mirando. Sabía lo que ella esperaba que preguntara. No lo hizo. Desde hacía diez días sabía que algo había pasado entre ellos. La conducta de Cotter bastaba para confirmarlo, incluso si Deborah no se hubiera marchado de Howenstow nada más volver de Penzance, la noche posterior a la muerte de Trenarrow. Sin embargo, aparte de decir que la había traído en avión a Londres, Lynley no añadió nada más. St. James no quería perturbar la sombría reserva de Cotter. Por tanto, no dijo nada.
Lady Helen, sin embargo, no tuvo sus escrúpulos.
– ¿Qué le ha pasado a Deborah?
– Tommy rompió su compromiso -contestó Sidney-. ¿No te lo ha dicho Cotter? A juzgar por cómo lo cuenta la cocinera de mamá, echaba sapos y culebras por el teléfono. Como una fiera. Casi esperaba que retara a duelo a Tommy para exigir satisfacción. «Pistolas o cuchillos», casi le oía gritar. «En Speaker's Córner al alba.» ¿No te lo ha contado Tommy? Decididamente peculiar. A menos, por supuesto, que tema que seas tú quien le exija satisfacción, Simon. -Rió y luego adoptó un aire pensativo-. No pensarás que sea un problema de clases, ¿verdad? Considerando que Peter vive con Sasha, dudo que los Lynley sean clasistas.
Mientras su hermana hablaba, St. James comprendió que Sidney no tenía ni idea de lo sucedido desde su amarga partida de Howenstow aquel domingo por la mañana. Abrió el cajón inferior de su mesa de trabajo y sacó el frasco de perfume.
– ¿Has perdido esto? -preguntó.
Sidney lo cogió, muy contenta.
– ¿Dónde lo has encontrado? No me digas que fue en el ropero de Howenstow. Acepto lo de los zapatos, pero de ahí no paso.
– Justin lo cogió de tu habitación, Sidney.
Una frase muy sencilla, seis palabras, ni una más. El efecto que produjo en su hermana fue instantáneo. Su sonrisa se desvaneció. Intentó mantenerla, pero sus labios temblaron del esfuerzo. La alegría la abandonó. Su cuerpo pareció encogerse. El rápido fin de su desenvoltura reveló a St. James el precario control sobre sus emociones, cómo enmascaraba un dolor que aún no había estallado mediante su actual comportamiento despreocupado.
– ¿Justin? -preguntó-. ¿Por qué?
No era sencillo decírselo. Sabía que sólo contribuiría a aumentar su dolor. Sin embargo, quizá era la única forma de que por fin enterrara su muerto.
– Para acusarte del asesinato -respondió.
– Eso es ridículo.
– Quería asesinar a Peter Lynley. En cambio, mató a Sasha Nifford.
– No entiendo.
Dio vueltas y vueltas al frasco de perfume. Inclinó la cabeza. Se acarició las mejillas.
– Estaba lleno de droga que ella confundió con heroína.
Entonces, Sidney levantó la vista. St. James se fijó en la expresión de su rostro. La utilización de una droga como medio de cometer un asesinato dejaba la verdad al desnudo.
– Lo siento, cariño.
– Pero Peter… Justin me dijo que Peter estuvo en casa de Cambrey. Dijo que se pelearon, y que Mick Cambrey murió después. Dijo que Peter quería matarle… No entiendo. Peter debió averiguar que Justin os había hablado a ti y a Peter del asunto. Él lo sabía. Lo sabía.
– Peter no mató a Justin, Sid. Ni siquiera estaba en Howenstow cuando Justin murió.
– Entonces, ¿por qué?
– Peter oyó algo que no debía oír. Podía utilizarlo contra Justin en algún momento, sobre todo después del asesinato de Mick Cambrey. Justin se puso nervioso. Sabía que Peter iba desesperado por conseguir dinero y cocaína. Sabía que era inestable. No podía predecir su comportamiento, de modo que necesitaba deshacerse de él.
St. James y lady Helen completaron el relato. Islington, el oncomet, Trenarrow, Cambrey. La clínica y el cáncer. La sustitución de un placebo que causó la muerte de Mick.
– Brooke estaba en peligro -dijo St. James-. Tomó medidas para eliminarlo.
– ¿Y yo? -preguntó Sidney-. El frasco es mío. ¿Acaso no sabía que la gente me creería implicada?
Agarró el frasco con tanta fuerza, que sus dedos se pusieron blancos.
– Aquel día en la playa, Sidney -dijo lady Helen-, recibió una fuerte humillación.
– Quería castigarte -añadió St. James.