Los labios de Sidney apenas se movieron cuando dijo:
– Él me quería. Lo sé. Me quería.
St. James se sintió aplastado por el terrible peso de aquellas palabras, sintió la necesidad de confirmar a su hermana lo mucho que ella valía. Quería decir algo, pero no se le ocurrían palabras para consolarla.
Lady Helen intervino.
– Lo que Justin Brooke era no dice nada sobre Sidney. Ni Justin Brooke, ni lo que sentía, o no sentís te definen.
Sidney lanzó un sollozo entrecortado. St. James se acercó a ella.
– Lo siento, cariño -dijo, rodeándola con su brazo-. Quizá no debería decírtelo, pero soy incapaz de mentirte, Sidney. No lamento su muerte.
La joven tosió y le miró. Una sonrisa fragmentada se abrió paso entre sus lágrimas.
– Dios mío, qué hambre tengo -susurró-. ¿Vamos a comer?
En Eaton Terrace, lady Helen cerró con estrépito la puerta de su Mini. Lo hizo más para infundirse valor (como si ese acto diera cuenta de la rectitud de su comportamiento) que para asegurarse de cerrar bien la puerta del coche. Contempló la fachada oscurecida de la casa de Lynley y alzó la muñeca a la luz de la farola. Eran casi las once, una hora poco apropiada para una visita de cortesía. Sin embargo, lo intempestivo de la hora le proporcionaba una ventaja que no pensaba desaprovechar. Subió los peldaños de mármol hasta la puerta.
Había intentado ponerse en contacto con él durante las dos últimas semanas. Cada esfuerzo se veía frustrado. Ocupado en un caso, trabajando dos turnos seguidos, retenido por una entrevista, prestando declaración en un juicio. Había escuchado toda clase de excusas relacionadas con el trabajo, pronunciadas por una serie de indiscutiblemente educados secretarios, ayudantes y oficiales. El mensaje implícito siempre era el mismo: estaba ocupado, solo, y prefería que así fuera.
Pero esta noche no. Tocó el timbre. Sonó al fondo de la casa y rebotó hasta la puerta, como si el edificio estuviera vacío. Por un fugaz momento, pensó que había marchado de Londres, huyendo de todo de una vez por todas, pero entonces el abanico situado sobre la puerta reveló un repentino resplandor en el vestíbulo inferior. Se descorrió el cerrojo, la puerta se abrió y el criado de Lynley la miró, parpadeando como un buho. Calzaba zapatillas y un albornoz de franela sobre el pijama a rayas. Su rostro reflejó de forma espontánea sorpresa y comprensión. Las reprimió enseguida, pero lady Helen leyó su significado. Las chicas bien educadas no debían visitar a caballeros a altas horas de la noche, por más avanzado que estuviera el siglo veinte.
– Gracias, Dentón -dijo lady Helen con determinación. Entró en el vestíbulo como si el hombre se lo hubiera pedido con efusivas muestras de bienvenida-. Dile a lord Asherton que deseo verle al instante, por favor.
Se quitó la chaqueta y la dejó con el bolso sobre una silla.
Todavía inmóvil junto a la puerta abierta, Dentón desvió la vista de ella a la calle, como si intentara recordar si la había invitado a entrar. No apartó la mano del pomo y removió los pies, como atrapado entre la necesidad de protestar por lo intempestivo de esta visita y el temor a desencadenar la ira de alguien si procedía de esta manera.
– Su señoría ha pedido…
– Lo sé -dijo lady Helen.
Experimentó una leve punzada de culpabilidad por abusar de Dentón, sabiendo que su determinación de proteger a Lynley se basaba en una lealtad que se remontaba a casi una década.
– Lo comprendo. Ha pedido que no se le moleste, que no se le interrumpa. No ha contestado a ninguna de mis llamadas desde hace dos semanas, Dentón, de modo que he comprendido muy bien que no desea ser molestado. Ahora que hemos aclarado la situación, haz el favor de decirle que quiero verle.
– Pero…
– Si es necesario, subiré directamente a su habitación.
Denton expresó su rendición cerrando la puerta.
– Está en la biblioteca. Iré a buscarle.
– No hace falta. Conozco el camino.
Dejó a Denton en el vestíbulo, boquiabierto, y subió a toda prisa hasta la primera planta, recorrió un pasillo alfombrado, pasó frente a una impresionante colección de objetos de peltre antiguos y guiñó el ojo a media docena de Asherton muertos mucho tiempo atrás. Oyó que el criado de Lynley murmuraba, no lejos de ella.
– Señora… Lady Helen…
La puerta de la biblioteca estaba cerrada. Golpeó con los nudillos una vez, oyó la voz de Lynley y entró.
Estaba sentado ante su escritorio, la cabeza apoyada en una mano y varias carpetas desplegadas frente a él. Lo primero que pensó lady Helen, con gran sorpresa por su parte, fue que utilizaba gafas para leer, cosa que ignoraba por completo. Lynley se las quitó y se puso en pie. Sin hablar, miró a Denton, que compuso una expresión afligida.
– Lo siento -dijo-. Lo intenté.
– No le eches la culpa -dijo lady Helen-. Me colé sin pedir permiso.
Vio que Denton avanzaba un paso. Uno más y se acercaría lo bastante para cogerla del brazo y acompañarla de vuelta a la calle. Era inimaginable que lo hiciera sin órdenes de Lynley, pero, si éste había acariciado la posibilidad, lady Helen procuró disuadirle.
– Gracias, Denton. Déjanos solos, por favor. Si no te importa.
Denton se quedó perplejo. Miró a Lynley, que cabeceó una sola vez. El criado abandonó la habitación.
– ¿Por qué no has contestado a mis llamadas, Tommy? -preguntó lady Helen en cuanto estuvieron solos-. He telefoneado aquí y al Yard en repetidas ocasiones. He venido cuatro veces. Me tenías preocupadísima.
– Lo siento, querida -confesó él con desenvoltura-. Últimamente, el trabajo se acumula. Estoy hundido hasta las cejas. ¿Te apetece una copa?
Se acercó a una mesa de palo de rosa sobre la que estaban dispuestas varias botellas y un juego de copas.
– No, gracias.
Lynley se sirvió un whisky, pero no bebió enseguida.
– Siéntate, por favor.
– No tengo ganas.
– Claro. Como gustes.
Le dirigió una sonrisa poco convincente y bebió buena parte de la copa. Entonces, tal vez cansado de fingir, apartó la vista.
– Lo lamento, Helen. Quise contestar a tus llamadas, pero me fue imposible. Pura cobardía, imagino.
La ira de lady Helen se esfumó de inmediato.
– No soporto verte así. Atrincherado en tu biblioteca. Incomunicado en el trabajo. No puedo soportarlo, Tommy.
Por un momento, sólo se oyó la respiración irregular de Lynley.
– Sólo puedo apartarla de mi mente cuando trabajo -dijo por fin-. Eso es lo que he hecho, lo único que he hecho. Si no he estado ocupado en un caso, he empleado el tiempo en repetirme que algún día lo superaré. Dentro de unas semanas, o de unos meses. -Lanzó una carcajada trémula-. Cuesta creerlo.
– Lo sé. Te comprendo.
– Dios, sí. ¿Quién podría saberlo mejor que tú?
– Entonces, ¿por qué no me has telefoneado?
Lynley caminó inquieto hacia la chimenea. Como no ardía ningún fuego, dedicó su atención a una colección de platos de porcelana Meissen alineados sobre la repisa. Cogió uno y le dio vueltas entre las manos. Lady Helen quiso decirle que tuviera cuidado, que el plato podía romperse porque lo apretaba mucho, pero calló. Lynley devolvió el plato a su sitio. Ella repitió la pregunta.
– Sabes que quería hablar contigo. ¿Por qué no me has telefoneado?
– No he podido. Estoy fatal. No puedo ocultártelo.
– ¿Por qué diablos has de ocultármelo?
– Me siento como un idiota. Debería ser más fuerte, no preocuparme por lo ocurrido. Debería olvidarlo y seguir adelante.
– ¿ Seguir adelante?
Lady Helen experimentó un arrebato de cólera. Su sangre hirvió ante esta actitud altiva, que siempre había considerado despreciable en los hombres que conocía, como si la educación, la cultura y las generaciones condenaran a una vida carente de sentimientos.
– ¿Te atreves a decirme que no tienes derecho a tu pena porque eres un hombre? No lo creo. No quiero creerlo.