– ¿Ya has cenado, muchacha?
Volvió a la cocina, de la que surgía un delicioso aroma a carne asada.
Deborah le siguió.
– Sí, en el apartamento.
Comprobó que su padre estaba trabajando en la mesa, pues había alineado cuatro pares de zapatos para lustrarlos. Observó que eran muy fuertes, a fin de que la pieza transversal de la abrazadera encajara en el tacón izquierdo. Por algún motivo, la visión le resultó desagradable. Apartó la vista.
– ¿Cómo va el trabajo? -preguntó Cotter.
– Bien. Utilizo mis cámaras antiguas, la Nikon y la Hasselblad. Me van muy bien. Me dan mayor confianza, porque conozco la técnica. Eso me gusta.
Cotter asintió y aplicó betún a la superficie de un zapato. A él no podía engañarle.
– Está olvidado, Deb -prosiguió su padre-. De cabo a rabo. Haz lo que creas más conveniente.
Experimentó una oleada de gratitud contemplando con afecto las blancas paredes de ladrillo, la vieja cocina sobre la que descansaban tres ollas tapadas, la desgastada encimera, las vitrinas, el suelo de baldosas irregular. Había una pequeña cesta vacía junto a la cocina.
– ¿Dónde está Peach? -preguntó.
– El señor St. James la ha sacado a pasear. -Cotter echó un vistazo al reloj de pared-. Distraído, como siempre. Hace quince minutos que la cena está preparada.
– ¿Adonde ha ido?
– Al terraplén, supongo.
– ¿Voy a buscarle?
Su respuesta fue completamente indiferente.
– Si te apetece dar un paseo… Si no, da igual. La cena puede esperar.
– Voy a ver si le encuentro.
Cuando ya estaba en el vestíbulo, se volvió hacia la puerta de la cocina. La atención de su padre estaba concentrada en los zapatos.
– No he vuelto a casa, papá. Lo sabes, ¿verdad?
– Sé lo que sé -fue la respuesta de Cotter, mientras la joven salía de la casa.
La niebla rodeaba todas las farolas de una corona ámbar, y la brisa empezaba a soplar desde el Támesis. Deborah se subió el cuello de la chaqueta. La gente se había sentado a cenar en sus casas, mientras los clientes del King's Head y el Eight Bells, en la esquina de Cheyne Row, se habían congregado para conversar y beber. Deborah sonrió al ver a este último grupo. Conocía a casi todos. Eran clientes de la taberna desde hacía años. La invadió una infinita melancolía, que calificó mentalmente de absurda, mientras iba hacia Cheyne Walk.
La circulación era fluida y rápida. Cruzó hacia el río y le vio a cierta distancia, los codos apoyados en el muro del terraplén, estudiando la encantadora extravagancia del Albert Bridge. Con frecuencia, en los veranos de su niñez, lo habían recorrido para llegar a Battery Park. Se preguntó si él lo recordaría. Ella había sido una acompañante torpe y desgarbada. El le había ofrecido su amistad paciente y cordial.
Se detuvo un momento para observarle sin que se diera cuenta. Una sonrisa se dibujaba en sus labios. A sus pies, sin moverse, Peach mordisqueaba plácidamente su correa. Mientras Deborah los miraba, Peach la vio y se alejó de St. James. Describió un rápido círculo, trabada por la correa, se desplomó y lanzó un alegre ladrido.
St. James dejó de admirar uno de los monumentos más peculiares de Londres y contempló a la perra, como si quisiera localizar el motivo de sus deseos de escapar. Cuando vio a Deborah, soltó la correa y dejó que la perra corriera hacia ella, lo cual hizo al instante Peach, agitando las orejas frenéticamente, casi con las patas traseras por delante. Se lanzó sobre Deborah con escandalosos ladridos y meneó la cola.
Deborah rió, abrazó a la perra, dejó que le lamiera la nariz. Se entregaron sin temor ni interrogantes. No esperaban nada. El amor surgía espontáneamente. Si la gente fuera así, pensó la joven, nadie sufriría nunca. Nadie necesitaría aprender a perdonar.
St. James la miró mientras caminaba hacia él bajo la luz de las farolas, mientras Peach trotaba a su lado. No llevaba paraguas para protegerse de la niebla, que creaba una red de hebras brillantes en su cabello. Su única protección era una chaqueta de piel de cordero, con el cuello subido, que enmarcaba su rostro como una gorguera isabelina. Su aspecto era adorable, como surgido de un cuadro del siglo dieciséis. Sin embargo, captó un cambio en su cara, algo que no existía seis semanas antes, algo doloroso y adulto.
– Tienes la cena preparada -dijo Deborah, a modo de saludo-. Has salido un poco tarde a pasear, ¿no?
Se reunió con él en el muro. Parecía un encuentro normal, como si nada hubiera ocurrido entre ellos, como si el último mes se hubiera borrado de sus vidas por arte de magia.
– No me fijé en la hora. Sidney me dijo que había ido contigo a Gales.
– Pasamos un fin de semana fantástico en la costa.
St. James asintió. Había visto a una familia de cisnes en el agua y quería enseñárselos (su presencia en esta parte del río era desacostumbrada), pero no lo hizo. Deborah se comportaba de una manera demasiado distante.
Por lo visto, ella también vio las aves, silueteadas a la luz procedente de la orilla opuesta.
– Nunca había visto cisnes en esta parte del río -dijo-. Menos de noche. ¿Crees que les pasa algo?
Había cinco, dos adultos y tres crías, y flotaban pacíficamente cerca de los pilares del Albert Bridge.
– No les pasa nada -contestó, y comprendió que las aves le proporcionaban la oportunidad de hablar-. Lamento que rompieras aquel cisne en Paddington.
– No puedo volver a casa -dijo la joven-. He de hacer las paces contigo como sea. Tal vez dar un paso para volver a ser amigos algún día, pero no puedo volver a casa.
Esta era la diferencia. Ella intentaba mantener aquella cuidadosa distancia que la gente adopta para protegerse cuando sus relaciones concluyen. Le recordó a él, tres años antes, cuando ella fue a despedirse y él la escuchó, demasiado asustado para pronunciar una sola palabra que abriera las compuertas y librara un humillante torrente de súplicas que tanto la época como las circunstancias la hubieran obligado a rechazar. Al parecer, habían completado el círculo y regresado a otro momento de despedida. Resultaría mucho más fácil decir adiós y seguir viviendo.
Apartó la vista de su cara y miró la mano que descansaba sobre el muro del terraplén. Ya no exhibía el anillo de Lynley. St. James rozó el dedo donde lo había llevado. Ella no lo retiró, y esa inmovilidad le dio fuerzas para hablar.
– No me abandones otra vez, Deborah.
Comprendió que ella no esperaba semejante respuesta. Se hallaba sin defensas. St. James aprovechó la ventaja.
– Tú tenías diecisiete años. Yo, veintiocho. ¿Puedes comprender cómo era yo entonces? Años sin importarme nadie, y de repente me importabas tú. Te deseaba, y no cesaba de pensar que, si hacíamos el amor…
Ella se apresuró a contraatacar.
– Todo eso es agua pasada, ¿no? Ya no importa. Es mucho mejor olvidar.
– Me dije que no podía hacerte el amor, Deborah. Inventé todo tipo de estúpidas razones. Responsabilidad hacia tu padre. Traición a su confianza. Destrucción de nuestra amistad, la tuya y la mía. Nuestras almas no podrían compenetrarse si éramos amantes, y yo quería un alma gemela, de modo que no podíamos hacer el amor. Me repetía tu edad incesantemente. ¿Cómo podía vivir en paz conmigo mismo si me llevaba a la cama a una chica de diecisiete años?
– ¿Qué más da ahora? Lo hemos superado. Después de todo lo que ha pasado, ¿qué más da si no hicimos el amor hace tres años?
Sus interrogantes no eran tan fríos como cautelosos, como si los razonamientos que había empleado para basar su decisión de abandonarle se estuvieran desmoronando.
– Porque si este abandono es definitivo, esta vez, como mínimo, te irás sabiendo la verdad. Te dejé marchar porque quería paz. Quería que te fueras de casa. Razoné que, si te ibas, dejaría de sentirme desgarrado. Quería dejar de desearte. Quería dejar de sentirme culpable por desearte. Quería arrancar el impulso sexual de mi mente. Apenas hacía una semana que te habías marchado, cuando descubrí la verdad.