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– Eso no…

Él insistió.

– Pensé que podría vivir tranquilo sin ti, y mi propia hipocresía me abofeteó en la cara. Quería que volvieras. Quería que vivieras en casa. Por eso te escribí.

Mientras hablaba, Deborah miraba el río, pero ahora se volvió hacia él. St. James no esperó a que hiciera la pregunta.

– No llegué a enviar las cartas.

– ¿Por qué?

Ahora había llegado el momento crucial. Con lo fácil que había sido sentarse a solas en el estudio y ensayar durante un mes todo lo que había necesitado decirle durante años. Ahora que tenía la oportunidad, desfalleció de nuevo y se preguntó por qué había temido siempre que ella supiera la verdad. Respiró hondo para darse fuerzas.

– Por la misma razón que no quise hacerte el amor. Tenía miedo. Sabía que podías conseguir a cualquier hombre que te apeteciera.

– ¿A cualquier hombre?

– De acuerdo. Podías conseguir a Tommy. Enfrentada a tal elección, ¿cómo podía esperar que te decantaras por mí?

– ¿Por ti?

– Un lisiado.

– De modo que es eso, ¿eh? Siempre acabamos en lo mismo, no importa por dónde empecemos.

– Tienes razón. Es una realidad que ni tú ni yo podemos ignorar. Me he pasado los tres últimos años pensando en todas las cosas que nunca podría hacer contigo, cosas que a cualquier hombre, Tommy, sin ir más lejos, le resultarían facilísimas.

– ¿Qué sentido tiene eso? ¿Por qué continúas torturándote?

– Porque tenía que superarlo. Debía dejar de ser tan importante que no pudiera estrecharte en mis brazos si seguía atado a esta maldita abrazadera. Debía dejar de ser tan importante que fuera un lisiado. Eso es lo que debes saber antes de abandonarme. Que ya no me importa. Lisiado o no. Medio hombre. Tres cuartos. Ya no importa. Te quiero.

Y luego añadió, jugando sucio, pero sin remordimientos, porque no existen normas que gobiernen los asuntos del corazón:

– Para toda la vida.

Lo había hecho. Lo había dicho, independientemente del juicio que le merecieran a ella sus palabras. Con tres años de retraso, pero lo había dicho. Aunque ella eligiera abandonarle, al menos elegiría sabiendo lo mejor y lo peor de él. St. James sería capaz de vivir con esa carga.

– ¿Qué quieres de mí? -preguntó Deborah.

– Ya sabes la respuesta.

Peach se removió inquieta a sus pies. Alguien gritó desde la parte de césped de Cheyne Walk. Deborah contempló el río. St. James siguió la dirección de su mirada y vio que los cisnes habían llegado a los últimos pilares del puente. Flotaban como antes, inalterables, como siempre lo harían, buscando la seguridad de Battersea.

– Deborah.

Las aves le proporcionaron la respuesta.

– ¿Como los cisnes, Simon?

Era más que suficiente.

– Como los cisnes, amor mío.

ELIZABETH GEORGE

***