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Se puso a llorar.

Peter no podía creerlo. No quería creerlo. Se negaba de plano.

– Hostia, eres una inútil, ¿sabes?

– Sí, y tú también. Si la hubieras comprado el viernes pasado, como dijiste que harías…

– Ya te lo dije, maldita sea. ¿Cuántas veces he de repetirlo? No salió bien.

– Por eso me has cargado el muerto a mí, ¿verdad?

– ¿Que te he cargado el muerto?

– ¡Sí! ¡Ya lo creo que sí! -Mientras vertía las acusaciones, la amargura se transparentó en su rostro-. Estabas tan aterrorizado que te rajaste, ¿verdad? Así que me lo cargaste a mí. No me des más la paliza.

Peter sintió en su palma la comezón de abofetearla, de ver el flujo rojo de la sangre en su cara. Se apartó de ella para ganar tiempo, serenarse, tratar de pensar en lo que debía hacer.

– Jesús, Sasha. Te expliqué todos los hechos con gran lujo de detalles.

– ¿Qué más habría dado si yo hubiera tenido problemas? Sasha Nifford. Nadie. Ni una línea en los periódicos, ¿verdad? Pero ¿qué pasaría si al honorable Peter le pillaran infraganti?

– No hables de eso.

– ¿Metido en asuntillos sospechosos, aprovechando el apellido familiar?

– ¡Cállate!

– ¿Dando al traste con trescientos años de Lynleys respetuosos de la ley? ¿Dando al traste con mamá? ¿Dando al traste con el hermano mayor que trabaja en Scotland Yard?

– ¡Maldita seas, cállate de una vez!

Alguien del piso inferior empezó a golpear en el techo y a exigir silencio. Indiferente, Sasha le miró con fijeza; su postura y expresión le desafiaban a negar lo que ella había dicho. Peter no pudo.

– Pensemos un poco -murmuró. Reparó en que sus manos temblaban, cubiertas de sudor, y las hundió en los bolsillos-. Siempre nos queda Cornualles.

– ¿Cornualles? -preguntó Sasha con incredulidad-. ¿Por qué coño…?

– Aquí no tengo bastante dinero.

Sasha abrió unos ojos como platos.

– No me lo creo. Si te has quedado sin blanca, pídele un cheque a tu hermano. Tiene dinero a patadas. Todo el mundo lo sabe.

Peter volvió junto a la ventana y se mordisqueó el nudillo.

– Pero no lo harás, ¿verdad? -continuó Sasha-. No te atreverás a pedirle un préstamo a tu hermano. El viaje a Cornualles será inútil, porque le tienes un pánico espantoso. La idea de que Thomas Lynley se entere de tus andanzas te paraliza por completo. Si se entera, ¿qué? ¿Acaso es tu guardián? ¿Un presumido que alardea de su título de Oxford? Jesús, eres tan débil que…

– ¡Basta!

– No quiero. ¿Por qué demonios hay que ir a Cornualles?

– Howenstow -replicó Peter.

La joven se quedó boquiabierta ante su respuesta.

– ¿Howenstow? ¿Una pequeña visita a mamá? Justo lo que esperaba de ti. O eso o chuparte el pulgar. O meneártela.

– ¡Puta de mierda!

– ¡Adelante! Pégame, patético idiota. Lo has deseado desde que entré por la puerta.

Abrió y cerró el puño. Dios, cómo lo deseaba. Años de buena educación y códigos de conducta al infierno. Deseaba golpearla en la cara, ver manar la sangre de su boca, romperle los dientes y la nariz, hincharle los dos ojos.

En lugar de ello, se marchó.

Sasha Nifford sonrió. Contempló la puerta cerrada, contando meticulosamente los segundos que Peter tardaría en bajar la escalera. Una vez transcurrido el tiempo suficiente, apartó la cortina de la ventana y aguardó a verle salir del edificio y tambalearse por la calle en dirección a la taberna de la esquina. No la decepcionó.

Rió por lo bajo. Sacarse de encima a Peter no había sido nada difícil. Su comportamiento era tan predecible como el de un chimpancé adiestrado.

Regresó junto al sofá. Cogió una polvera de entre los objetos dispersos de su bolso y la abrió. Dentro del espejo había un billete de una libra doblado. Lo quitó, lo enrolló y rebuscó en el escote de su jersey.

Los sujetadores poseen usos muy variados, pensó con frialdad. Extrajo una bolsita de plástico que contenía la cocaína que había comprado para los dos en Hampstead. A la mierda Cornualles, sonrió.

La boca se le hizo agua mientras vertía una pequeña cantidad de droga sobre el espejo de la polvera. Utilizó una uña para separar las líneas y el billete enrollado para inhalarlas con ansia.

El paraíso, pensó, reclinándose contra el sofá. Un éxtasis inigualable. Mejor que el sexo. Mejor que nada. El goce.

Thomas Lynley hablaba por teléfono cuando Dorothea Harriman entró en su despacho con una hoja de papel en la mano. La agitó de manera significativa y le guiñó un ojo, como un miembro de la misma conspiración. Al verlo, Lynley concluyó la conversación con el responsable de huellas digitales.

Harriman esperó a que colgara el teléfono.

– Lo ha conseguido, detective inspector -anunció, utilizando el título completo de su cargo con un estilo risueño y perverso. Harriman nunca se dirigía a nadie como señor, señorita o señora cuando tenía la oportunidad de encadenar seis o diez sílabas juntas, como si estuviera a cargo de las presentaciones en la corte de St. James-. O hay una conjunción estelar favorable, o el superintendente Webberly ha acertado la quiniela. Firmó sin mirarlo dos veces. Ojalá tenga yo tanta suerte cuando quiera un permiso.

Lynley cogió la hoja El nombre de su superior estaba garrapateado en la parte inferior, así como una nota apenas legible: «Ve con cuidado si vuelas, muchacho», seis palabras que telegrafiaban la aguda intuición de Webberly de que Lynley pensaba pasar en Cornualles el largo fin de semana. A Lynley no le cabía la menor duda de que el superintendente también había deducido el motivo del viaje. Al fin y al cabo, Webberly había visto y comentado la fotografía de Deborah que presidía el escritorio de Lynley y, aunque era soltero, el superintendente siempre era el primero en felicitar a los hombres bajo su mando que se casaban.

La secretaria del superintendente estaba examinando la foto en este preciso momento. Bizqueó para enfocarla, pues una vez más había prescindido de las gafas, y Lynley sabía que las tenía escondidas en su escritorio. Llevar gafas estropeaba el marcado parecido de Harriman con la princesa de Gales, un parecido que hacía lo posible por aumentar. Hoy, observó Lynley, Harriman exhibía una reproducción del vestido azul y negro que la princesa había llevado cuando visitó la tumba del Soldado Desconocido en Estados Unidos. Prestó un aspecto muy esbelto a Su Alteza. A Harriman, sin embargo, le apretaba demasiado en las caderas.

– Se rumorea que Deb ha vuelto a Londres -dijo Harriman, devolviendo la fotografía a su sitio y frunciendo el ceño al observar el desorden que reinaba sobre el escritorio de Lynley. Reunió una colección de mensajes telefónicos, los grapó y enderezó cinco carpetas.

– Hace más de una semana que ha vuelto -contestó Lynley.

– Ahora comprendo el cambio experimentado en usted. Que le aproveche el matrimonio, inspector detective. No ha parado de sonreír como un bobo estos tres últimos días.

– ¿De veras?

– Estaba en las nubes, como si el mundo careciera de problemas. Si esto es amor, póngame una ración doble, gracias.

Lynley sonrió, inspeccionó las carpetas y le dio dos.

– Sólo puedo ofrecerle esto, por desgracia. Webberly las está esperando.

Harriman suspiró.

– Yo quiero amor y él me da -las examinó- informes de fibra óptica acerca de un asesinato ocurrido en Bayswater. Qué romántico. Creo que me he equivocado de trabajo.

– Pero es un trabajo noble, Harriman.

– Justo lo que necesitaba oír.

Harriman se marchó, mientras Lynley indicaba a alguien que atendiera el teléfono que sonaba en un despacho cercano, vacío en aquel momento.

Lynley dobló la hoja de permiso y consultó su reloj de bolsillo. Eran las cinco y media. Llevaba trabajando desde las siete. Todavía le aguardaban sobre su escritorio tres informes que debía comentar, pero había perdido la concentración, algo que consideraba levemente molesto. Esta falta de concentración significaba asuntos sin resolver, y la razón de su existencia le estaba esperando en la esquina de Broadway con Victoria. Ya era hora de ir a buscarla, decidió Lynley. Necesitaban hablar..