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– Tommy.

Volvió a la realidad y descubrió que Deborah le estaba mirando. Deseó tocarla, abrazarla. Deseó decirle cuánto adoraba las vetas doradas que salpicaban sus ojos verdes, cuánto le recordaban al otoño su piel y su cabello. Aunque todo eso pareciera ridículo en aquel

momento.

– Te quiero, Tommy. Quiero ser tu esposa.

Eso, decidió Lynley, no era nada ridículo.

SEGUNDA PARTE. MARCA SANGRIENTA

4

Nancy Cambrey arrastró los pies por el sendero de grava que serpenteaba desde la casa hasta la gran mansión. Levantaba delicadas motas de polvo, parecidas a nubes de lluvia en miniatura. El verano había sido muy seco hasta el momento, y una pátina grisácea de tizne vestía las hojas de los rododendros que flanqueaban la carretera, y los árboles que se curvaban sobre ella, en lugar de proporcionar sombra, capturaban el aire seco y pesado entre sus ramas. El viento procedente del Atlántico, que se dirigía a Mount's Bay, se deslizaba por debajo de los árboles, empujado desde Gwennap Head, pero el aire pendía inmóvil como la muerte sobre el camino que Nancy seguía, y olía a follaje calcinado por el sol.

Quizá, pensó, la presión que atenazaba sus pulmones no era obra del aire. Quizá nacía del temor. Porque se había prometido a sí misma que hablaría con lord Asherton la primera vez que le viera, durante una de sus escasas visitas a Cornualles. Ahora, estaba en camino. Tenía que verle.

Se pasó la mano por el cabello. Lo notó débil al tacto, y las puntas quebradizas. En los últimos meses había adoptado la costumbre de recogerlo en la nuca con una goma, pero hoy se lo había lavado y secado después al aire libre; el corte era recto y sencillo, enmarcaba su rostro y abrazaba sus hombros. No le sentaba bien. Sabía que no le sentaba bien, carente de atractivo y gracia, cuando antes había sido un motivo de tímido orgullo.

«Cómo brilla tu cabello, Nancy.» Sí. Cómo había brillado.

Se detuvo al oír voces delante de ella y escudriñó entre los árboles. Vagas figuras se movían cerca de una mesa dispuesta sobre el césped, bajo un viejo roble que proporcionaba bastante sombra. Dos sirvientas de Howenstow se atareaban en alguna ocupación.

Nancy reconoció sus voces. Eran chicas que conocía desde la infancia, conocidas que nunca habían llegado a ser amigas. Pertenecían a esa parte de la humanidad que vivía tras la barrera que separaba a Nancy de las demás personas integradas en la propiedad, una barrera que le impedía intimar tanto con los Lynley hijos como con los hijos de los arrendatarios, los trabajadores eventuales y los criados..

Nancy de Ningún Lugar, se había etiquetado, y toda su vida había constituido un esfuerzo para crearse un lugar al que pudiera llamar suyo. Ahora tenía ese lugar, tal vez sólo de nombre, pero decididamente suyo, un mundo que se circunscribía a su hija de cinco meses, Gull Cottage y Mick.

Mick. Michael Cambrey. Graduado universitario. Periodista. Viajero del mundo. Hombre de ideas. Marido de Nancy.

Le había deseado desde el primer momento, había deseado bañarse en su encanto, gozar de su viril atractivo, escuchar su conversación y su risa fácil, sentir sus ojos sobre ella y confiar en ser la causa de su alegría. De modo que cuando encontró a Mick en lugar de a su padre, durante una de sus visitas semanales al periódico del anciano para ocuparse de la teneduría de libros, como había hecho durante dos años, aceptó de buen grado su invitación a quedarse un rato más y charlar.

Cómo le gustaba a él hablar. Cómo le gustaba a ella escuchar. Sin otra contribución que su admiración, sin embargo, con qué facilidad había llegado a la creencia de que necesitaba contribuir más a su relación. Lo hizo…, sobre el colchón del viejo molino de Howens-tow, donde pasaron todo el mes de abril haciendo el amor, y engendraron la niña que nació en enero.

No había pensado en el cambio que experimentaría su vida. No había pensado en el cambio que experimentaría Mick. Sólo existía el momento, sólo importaba la sensación. Sus manos y su boca, su fuerte y viril cuerpo, insistente y anhelante, el leve sabor salado de su piel, su gruñido de placer cuando la poseía. La idea de que él la deseaba suprimía cualquier reflexión sobre las posibles consecuencias. Eran insustanciales.

Ahora todo era diferente.

– ¿Podemos hablar del asunto, Roderick? -había oído decir a Mick-. Tal como está nuestra situación económica, detesto que vayas a tomar una decisión semejante. Hablaremos de ello cuando vuelva de Londres.

Había escuchado, lanzado una carcajada, colgado el auricular y, al volverse, la vio agazapada en el umbral, una espía ruborizada. Pero su presencia no le preocupó. Se limitó a no hacerle caso y reanudó su trabajo, mientras en el dormitorio de arriba la pequeña Molly lloraba, sin que nadie le prestara atención.

Nancy le miró mientras pulsaba el teclado de su nuevo ordenador. Le oyó murmurar y vio que cogía el manual y leía unas páginas. No entró en la habitación para hablar con él. En cambio, se retorció las manos.

«Tal como está nuestra situación económica…» Gull Cottage no era suyo. Pagaban un alquiler mensual, pero iban justos de dinero. Mick lo gastaba con excesiva generosidad. No habían pagado los dos últimos meses. Si el doctor Trenarrow se lo aumentaba, si ese aumento se añadía a lo que ya debían, se hundirían. Ella lo sabía. Si eso ocurría, ¿adonde podrían ir? A Howenstow no, desde luego, pues tendrían que vivir en la casa de su padre, acogiéndose a su irritada caridad. No podían hacer eso.

– El mantel tiene un agujero, Mary. ¿Has traído otro?

– No. Pon un plato encima.

– ¿Quién demonios va a sentarse en mitad de la mesa, Mary?

Las risas de las sirvientas mientras extendían un mantel blanco llegaron hasta Nancy. Una súbita ráfaga de viento, que había logrado encontrar un hueco en la armadura de los árboles, hinchó el mantel entre sus manos. Nancy levantó la cara para sentir la caricia del viento, pero éste capturó un puñado de hojas muertas y polvo y las arrojó hacia ella.

Alzó una mano para limpiarse la cara, pero el esfuerzo agotó sus energías. Suspiró y continuó caminando hacia la mansión.

Una cosa era hablar de amor y matrimonio en Londres, y otra muy diferente comprender todas las implicaciones ocultas tras aquellas fáciles palabras cuando las vio desplegadas frente a ella en Cornualles. Cuando bajó de la limusina que los había recogido en el aeródromo de Land's End, Deborah Cotter se sentía decididamente aturdida. Tenía el estómago revuelto.

Como sólo había conocido a Lynley en el ambiente y las condiciones impuestos por ella, no había pensado en lo que significaría entrar a formar parte de su familia mediante el matrimonio. Sabía que era un conde, por supuesto. Había ido en su Bentley, frecuentado su casa de Londres y hasta conocido a su mayordomo. Había comido en su vajilla de porcelana, bebido en sus copas de cristal tallado y contemplado cómo se ponía sus ropas hechas a medida. Sin embargo, todos estos elementos se integraron en una categoría de comportamiento que ella llamó «el estilo de vida de Tommy». Jamás habían afectado su vida para nada. Sin embargo, ver Howenstow desde el aire, mientras Lynley daba dos vueltas sobre la propiedad, le sirvió como primera indicación de que su vida habitual durante veintiún años se enfrentaba a un cambio en potencia… y radical.

Aquella mansión era una enorme estructura jacobina que adoptaba la forma de una E jaspeada, desprovista de la barra central. Una gran ala secundaria surgía en dirección opuesta a la barra oeste del edificio y al noreste, justo al otro lado de su espina dorsal, se alzaba una iglesia. Más allá de la casa brotaban edificios anexos y establos, tras los cuales se extendía el parque de Howenstow en dirección al mar. En este parque pastaban vacas entre altísimos sicómoros que crecían en abundancia, protegidos del, en ocasiones, inclemente tiempo del sudoeste por una fortuita ladera natural. En el perímetro de todo esto, la muralla de Cornualles, hábilmente dispuesta, marcaba el límite de la finca, aunque no el fin de la propiedad Asherton que, como Deborah sabía, comprendía granjas lecheras, terrenos agrícolas y minas abandonadas que en otros tiempos habían proporcionado hojalata a la región.