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– ¿De qué vas ahora? ¿Ya te has lanzado a la heroína, o seguimos enganchados en nuestra devoción a la cocaína? ¿Has probado a mezclarlas, o has conocido esa experiencia religiosa de chutártela?

Peter permaneció mudo. Lynley insistió en recibir una respuesta.

– Piensas llegar a ese extremo, ¿verdad? ¿Has decidido ya que las drogas son lo único que vale la pena en la vida? ¿Qué me dices de Sasha? ¿Sostenéis una maravillosa y plena relación? La cocaína debe de ser una magnífica base para el amor. Es fácil trabar una estrecha relación con un adicto, ¿verdad?

Peter siguió negándose a contestar. Lynley le empujó hacia el espejo que colgaba de la pared situada detrás del arpa y le obligó a mirar su cara sin afeitar. Estaba descolorida. Tenía los labios agrietados. Un hilillo de mocos caía sobre el labio superior.

– Una hermosa visión, ¿no crees? -preguntó Lynley-. ¿Qué vas a contarle a mamá acerca de esto? ¿Que no te drogas, que se trata de un simple resfriado?

Soltó a Peter. Éste se frotó la cara donde los dedos de su hermano se habían hundido en la carne enfermiza.

– Da igual que hables con nuestra madre -susurró-. Da igual lo que digas. Dios, Tommy, ojalá te murieras.

5

Ni Peter ni Sasha acudieron a comer, y como si se hubiera preparado de antemano una respuesta apropiada al hecho, nadie lo mencionó. Antes al contrario, todo el mundo se concentró en pasarse fuentes de ensalada de camarones, pollo frío, espárragos y alcachofas gribiche, manifestando una indiferencia total hacia las dos sillas vacías colocadas en el extremo más alejado de la mesa.

Lynley agradeció su ausencia. Quería distraerse. No tardó ni cinco minutos en ver conseguido su ¡propósito, cuando el administrador de Lynley apareció por el ala sur de la casa y se encaminó sin vacilar hacia el roble. Sin embargo, no prestó atención al grupo congregado bajo el árbol, sino que clavó la mirada en los lejanos establos, donde un joven saltó con agilidad el muro de piedra seca y cruzó el parque corriendo. El sol dibujaba franjas de color sobre su figura, a medida que entraba y salía de la sombra arrojada por los árboles.

– Su hijo es un estupendo jinete, señor Penellin -gritó desde el establo Sidney St. James-. Nos llevó a dar un paseo esta mañana, pero Justin y yo casi le perdimos de vista.

John Penellin respondió con un breve cabeceo. Sus facciones célticas estaban petrificadas. Lynley conocía a Penellin desde hacía mucho tiempo y sabía cuándo procuraba contener su furia.

– Eso que Justin suele cabalgar muy bien, ¿verdad, querido? Pero Mark nos ha sorprendido a los dos.

– Es muy bueno, en efecto -se limitó a comentar Brooke, devolviendo su atención al pollo. Leves regueros de sudor resbalaban sobre su piel aceitunada.

Mark Penellin apareció bajo el roble justo a tiempo de oír los dos comentarios.

– He practicado mucho -dijo con modestia-. Los dos lo hicisteis muy bien.

Se pasó el dorso de la mano por la frente sudada. Una mancha de tizne robaba color a su mejilla. Era una versión de su padre menos rotunda y fornida. El cabello negro veteado de gris de Penellin era castaño en Mark, sus rasgos abruptos suavizados por la juventud de Mark. Los años y la angustia habían socavado al padre, pero el hijo se veía enérgico, saludable, vivaz.

– ¿No está Peter? -preguntó, después de inspeccionar la mesa- Qué raro. Me telefoneó a casa hace un rato y me dijo que viniera.

– Para que almorzaras con nosotros, sin duda -dijo lady Asherton-. Peter ha sido muy amable. Todo ha sido tan precipitado esta mañana, que ni siquiera pensé en telefonearte. Lo lamento muchísimo, Mark. A veces, creo que mi cerebro se ha deteriorado por completo. Mark, John, os ruego que compartáis nuestra mesa.

Indicó los lugares reservados para Peter y Sasha.

Era obvio que John Penellin no pretendía olvidar sus preocupaciones sentándose a comer con sus amos y los invitados de éstos. Para él era un día de trabajo, como cualquier otro. No había salido de la mansión para expresar su disgusto por haber sido excluido de una comida a la que, para empezar, no tenía el menor deseo de ser invitado, sino para reprender a su hijo.

Amigos desde la infancia, Mark y Peter eran de la misma edad. Habían sido inseparables durante muchos años, compartiendo juegos, juguetes y aventuras por la costa de Cornualles. Habían jugado, nadado, navegado y crecido juntos. Tan sólo su educación escolar había sido diferente; Peter estudió en Eton, como todos los varones de la familia antes que él, y Mark asistió a un externado de Nanrunnel y después a un colegio de segunda enseñanza de Penzance. Sin embargo, la separación no bastó para alejarlos. Su amistad se había mantenido intacta, a pesar del tiempo y la distancia.

Pero no iba a continuar, si John Penellin lograba [impedirlo. Lynley intuyó el pesar de la pérdida antes siquiera de que John Penellin hablara, aunque era razonable esperar que el hombre deseara proteger a su único hijo, apartarle como fuera de la influencia ejercida por los cambios operados en Peter.

– Nancy te está esperando en el pabellón -dijo Penellin a Mark-. No necesitas para nada a Peter en este momento.

– Pero me llamó y…

– No me interesa saber quién te telefoneó. Vuelve al pabellón.

– La comida será rápida, John -empezó lady Asherton.

– Gracias, señora. No nos hace falta.

Miró a su hijo, con sus ojos negros inescrutables y una expresión inflexible. Sin embargo, en sus brazos desnudos (llevaba subidas las mangas de la camisa) se distinguían las venas tensas como cables.

– Ven conmigo, muchacho. -Se despidió con un movimiento de cabeza y miró a Lynley-. Lo siento, señor.

John Penellin giró sobre sus talones y se encaminó hacia la mansión. Su hijo le siguió, después de dirigir una mirada a la mesa que expresaba súplica y disculpa al mismo tiempo. Dejaron tras de sí esa situación incómoda en que los miembros de un grupo han de decidir si deben discutir sobre lo que acaba de ocurrir u olvidarlo. Se mantuvieron fieles al acuerdo no verbalizado de pasar por alto cualquier cosa que pudiera aguar la fiesta. Lady Helen tomó la iniciativa.

– ¿Se le ha ocurrido a alguien pensar -preguntó, mientras pinchaba un grueso camarón- en el gran honor que supone ser entronizada, y no existe una palabra más feliz para ello, Deborah, en el dormitorio de la bisabuela Asherton durante el fin de semana de tu compromiso oficial? Considerando la forma en que he visto otras veces pasar a la gente de puntillas ante él con suma reverencia, siempre he tenido la clara impresión de que habían reservado esa habitación para la reina, si alguna vez pasaba por aquí de visita.

– Es la habitación que tiene esa cama terrorífica -comentó Sidney-. Cortinajes y miriñaques. Demonios y trasgos labrados en el cabezal, como en una pesadilla de Grinling Gibbons. Debe de ser la prueba del verdadero amor, Deb.

– Como la princesa y el guisante -dijo lady Helen-. ¿Has dormido alguna vez en ella, Daze?

– La bisabuela aún estaba viva la primera vez que vine de visita, así que, en lugar de dormir en la cama, tenías que pasar varias horas sentada a su lado, leyendo la Biblia. Recuerdo que tenía especial devoción por algunos de los pasajes más espeluznantes del Viejo Testamento. Minuciosas descripciones de Sodoma y Gomorra. Perversiones sexuales. Lascivia y lujuria. Sin embargo, no le interesaban los métodos que empleaba Dios para castigar a los pecadores. «Que el Señor se en cargue de ellos», decía, y agitaba una mano en mi dirección. «Continúa, muchacha.»

– ¿Y continuabas? -preguntó Sidney.

– Por supuesto. Sólo tenía dieciséis años. Creo que nunca he leído nada más delicioso en mi vida. -Rió de buena gana-. Considero a la Biblia responsable en gran parte de la vida pecaminosa… -Bajó la vista de repente y manoseó la servilleta. Su sonrisa se desvaneció, pero reapareció de una forma decidida-. ¿Te acuerdas de tu bisabuela, Tommy?