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Lynley estaba concentrado en su copa de vino, en su incapacidad para definir el color de un líquido que ¡basculaba entre el verde y el ámbar. Guardó silencio.

Deborah le tocó la mano, un contacto fugaz, como si no se hubiera producido.

– Cuando vi la cama, me pregunté si sería absurdo dormir en el suelo -dijo.

– Casi esperas que el mueble cobre vida después del anochecer -comentó lady Helen-, pero me muero de ganas por dormir en ella, desde el primer momento. ¿Por qué no se me ha permitido nunca pasar la noche en esa terrorífica cama?

– No sería tan horrible dormir acompañado. -Sidney miró a Justin Brooke y enarcó una ceja-. Con otro cuerpo consolador. Cálido, quiero decir. Incluso preferible a uno vivo. Si la bisabuela Asherton se dedica a rondar por los pasillos, preferiría que no entrara a proporcionarme calor, gracias. En lo que respecta a cualquiera de vosotros, basta con que llaméis dos veces.

– Supongo que unos serían mejor recibidos que otros -dijo Justin Brooke.

– Pero sólo si se portan bien -contestó Sidney.

St. James miró a su hermana y luego al amante de ésta, sin decir nada. Cogió un panecillo y lo partió en ilos.

– Ése es el resultado de hablar del Viejo Testamento durante la comida -dijo lady Helen-. Una sola mención del Génesis y nos convertimos en un grupo de reprobos.

La carcajada colectiva ayudó a superar el momento.

Lynley los vio partir en diferentes direcciones. Sidney y Deborah se dirigieron hacia la mansión, en donde la primera, al saber que Deborah se había traído sus cámaras, iba a ponerse algo seductor para lograr que Deborah alcanzara nuevas cimas artísticas; St. James y lady Helen atravesaron el portal y empezaron a recorrer el parque; lady Asherton y Cotter se marcharon juntos hacia el lado noreste de la mansión, en el que, protegida por un bosquecillo de hayas y tilos, la pequeña capilla de St. Petroc albergaba al padre de Lynley y a los demás Asherton muertos; y Justin Brooke murmuró alguna vaguedad acerca de hacer la siesta bajo un árbol, idea que Sidney desechó con un ademán.

Lynley se quedó solo. Una brisa fresca agitó el borde del mantel. Acarició el lino, apartó un plato y contempló los restos de la comida.

Tenía la obligación de ver a John Penellin después de una ausencia tan larga. Así lo esperaría el administrador de las tierras, sin duda le aguardaría en su despacho, preparado a repasar los libros y examinar las cuentas. Lynley temía ese encuentro. El temor no tenía nada que ver con la posibilidad de que Penellin sacara a relucir el estado de Peter y la obligación de intervenir que recaía sobre Lynley. El temor tampoco reflejaba falta de interés por la marcha de las tierras. La verdadera dificultad yacía en lo que implicaban tanto la preocupación como el interés: un regreso, aunque breve, a Howenstow.

Esta ausencia de Lynley había sido inusualmente larga, casi seis meses. Era lo bastante sincero consigo mismo para saber qué evitaba visitando Howenstow con tan escasa frecuencia. Exactamente lo mismo que había evitado durante tantos años, espaciando lo máximo posible sus visitas o acudiendo con un tropel de amigos, como si la vida en Cornualles fuera una larga fiesta de la que él era el centro, limitada a risas, charlas y champán. En esencia, este fin de semana que aprovechaba para anunciar su compromiso no era diferente de los desplazamientos a Cornualles que había realizado durante los últimos quince años. Había empleado la excusa de rodear a Deborah y a su padre de caras conocidas para que él no tuviera que enfrentarse solo a la única cara que no soportaba ver. Odiaba la idea y al mismo tiempo sabía que, durante este fin de semana en particular, debía dejar al margen la tormentosa relación que mantenía con su madre.

No sabía cómo hacerlo. Cualquier cosa que ella dijera, por inocua que pretendiera ser, le provocaba, despertaba sentimientos que rechazaba, alentaba recuerdos que deseaba soslayar, exigía acciones para cuya ejecución carecía de humildad o valentía. El orgullo, además del resentimiento, la ira y la necesidad de culpar a alguien, se interponía entre ambos. Su razón le decía que su padre habría muerto en cualquier caso, pero jamás había podido aceptar ese sencillo axioma. Era mucho más fácil creer que no le había matado una enfermedad, sino una persona. Porque a una persona se le podía echar la culpa, y él necesitaba culpar a alguien.

Suspiró y se levantó. Desde donde estaba, vio que las persianas del despacho estaban bajadas para mantener a raya al sol, pero no tenía la menor duda de que John Penellin le estaría esperando, en la confianza de que interpretaría el papel de octavo conde de Asherton, aunque no le hiciera la menor gracia. Se encaminó hacia la mansión.

El despacho se había ubicado con el fin de servir a sus propósitos. Situado en la planta baja, frente al salón de fumar y contiguo a la sala de billar, su emplazamiento lo hacía accesible tanto a los miembros de la familia como a los inquilinos que iban a pagar el alquiler.

La habitación no sugería en modo alguno ostentación. En lugar de alfombra, cubría el suelo una estera de cáñamo de bordes verdes. Las paredes, de las que colgaban viejas fotografías y planos de la finca, estaban pintadas. Dos lámparas de pantalla blanca colgaban del techo, sujetas por cadenas de hierro. Entre ellas, sencillas estanterías de pino alojaban décadas de libros de registro, algunos atlas y media docena de revistas. Los archivadores del rincón, rayados por generaciones de uso, así como el escritorio y la silla giratoria colocados detrás, eran de roble. Sin embargo, no era John Penellin el que se sentaba en la silla en este momento. Una delgada figura ocupaba su lugar acostumbrado, encogida como si tuviera frío, la mejilla apoyada en la palma de la mano.

Cuando Lynley llegó a la puerta abierta, vio que era Nancy Cambrey, sentada en la silla de su padre. Jugueteaba con un estuche de lápices, y aunque su presencia proporcionó a Lynley la excusa que necesitaba para pasar de largo y aplazar indefinidamente su entrevista con Penellin, vaciló al ver a la muchacha.

Nancy había cambiado mucho. Su cabello, que en otros tiempos era castaño con vetas doradas que centelleaban a la luz, había perdido casi todo su brillo y toda su belleza. Colgaba sin gracia alrededor de su rostro y rozaba sus hombros. Su piel, antes sonrosada y sembrada de pecas que dibujaban un cautivador antifaz sobre la nariz y las mejillas, había adquirido un tono pálido y parecía más gruesa, con el aspecto que adopta en los retratos cuando el artista añade una capa innecesaria de barniz y destruye, de esta forma, el efecto de juventud y belleza que intentaba crear. Todo en Nancy Cambrey sugería una destrucción similar. Su aspecto era marchito, desgastado, deslustrado, arrasado.

Lo mismo podía decirse de su ropa. Un vestido sin forma sustituía a las faldas, jerseys y botas que había llevado tiempo atrás. Además, el vestido era varias tallas más grande y colgaba sobre su cuerpo como un saco, similar a un guardapolvo, pero sin el estilo de un guardapolvo. Era demasiado viejo para ser de confección moderna, y, sumado a la apariencia de Nancy, el vestido hizo vacilar y fruncir el ceño a Lynley. Aunque era siete años mayor que ella, conocía a Nancy Cambrey de toda la vida, y la apreciaba. El cambio era perturbador.

Sabía que se había quedado embarazada. Se había casado con Mick Cambrey, de Nanrunnel, por causas de fuerza mayor, pero ahí acabó todo, según le había informado su madre en una carta. Unos meses después, recibió la notificación del nacimiento que le envió la propia Nancy. Respondió con un regalo de cortesía y no volvió a pensar en ella. Hasta ahora, cuando se preguntó si tener un hijo la habría cambiado hasta tal punto.

Otro deseo concedido, pensó con ironía, otra distracción. Entró en el despacho.

Estaba mirando por una rendija de las persianas que cubrían la hilera de ventanas. Mientras, se mordisqueaba los nudillos de la mano derecha, algo que debía hacer muy a menudo, pues se veían rojizos y en carne viva, demasiado como para ser obra de las tareas domésticas.