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– No es culpa suya.

– Fíjate en qué te has convertido, gracias a su ayuda.

– Él no sabe que estoy aquí. Nunca me permittiría pedir…

– Pero aceptará el dinero, ¿no es cierto? Nunca preguntará de dónde lo has sacado, siempre que cubra sus necesidades. ¿Y cuáles son sus necesidades esta vez, Nancy? ¿Tiene otra querida? ¿Tal vez dos o tres?

– ¡No! -Nancy miró a Lynley con desesperación-. Es que yo…

Meneó la cabeza, con una expresión de absoluta desdicha.

Penellin se acercó con paso decidido al plano de la finca. Estaba pálido.

– Fíjate en lo que te ha hecho. -Miró a Lynley-. Fíjese en lo que Mick Cambrey ha hecho a mi hija.

6

– Simon y Helen también vendrán con nosotros -anunció Sidney.

Momentos antes, había sacado un vestido color coral del montón de prendas esparcidas por su habitación. Daba la impresión de que el tono no le iba a sentar bien, pero la moda triunfó sobre la apariencia en este caso. Remolinos de crespón la cubrían desde el hombro hasta la mitad de la pantorrilla, como una nube en el ocaso.

Deborah y ella atravesaron el jardín en dirección al parque, donde St. James y lady Helen paseaban juntos entre los árboles. Sidney los llamó.

– Venid a ver cómo me fotografía Deborah. En la ensenada. Con la mitad del cuerpo dentro de un bote destrozado y la otra mitad fuera. Una sirena seductora. ¿Vendréis?

Ninguno de los dos respondió hasta que Deborah y Sidney los alcanzaron.

– Considerando las implicaciones de tu invitación -dijo entonces St. James-, no hay duda de que se congregará una multitud, todo el mundo dispuesto a ver qué clase de sirena tienes en mente.

Sidney lanzó una carcajada.

– Tienes razón. Las sirenas no llevan ropa, ¿verdad? Bueno, ¿y qué? Estás celoso porque, por una vez, no vas a ser el modelo de Deborah. Sin embargo -admitió, dando vueltas en la brisa-, la obligué a jurar que no te fotografiaría. No necesita más, si quieres que te diga la verdad. Ya tendrá unas mil en su colección. La verdadera historia de Simon-en-la-escalera, Simon-en-el-jardín, Simon-en-el-laboratorio.

– Recuerdo que no tuve otra elección.

Sidney sacudió la cabeza y siguió andando por el parque, seguida de los demás.

– Una excusa muy pobre. Ya has accedido a la inmortalidad, Simon, así que no oses situarte hoy frente a la cámara para arrebatarme mi oportunidad.

– Creo que podré contenerme -replicó con sequedad Simon.

– Yo temo que no puedo prometer lo mismo, queridos -dijo lady Helen-. Pienso competir sin el menor escrúpulo con Sidney para estar en primer plano de todas las fotos que le hagan. Me aguarda un gran futuro como modelo, a la espera de ser descubierta en el jardín de Howenstow.

Sidney, que encabezaba la marcha, rió y se desvió hacia el sudeste, en dirección al mar. Descubrió numerosas fuentes de inspiración bajo los enormes árboles del parque, donde el fértil olor a humus impregnaba el aire. Subida a una maciza rama derribada por alguna tormenta invernal, era un impío Ariel, liberado de su cautividad. Abrazando un ramo de consueldas se convertía en Perséfone, rescatada del Hades. Apoyada en el tronco de un árbol, con una corona de hojas sobre la cabeza, era Rosalinda, que soñaba con el amor de Orlando.

Después de explorar todas las permutaciones de poses clásicas para la cámara de Deborah, Sidney siguió corriendo, llegó al extremo del parque y desapareció por un antiguo portal practicado en el muro de piedra. Al cabo de unos momentos, la brisa transportó hacia los rezagados su grito de placer.

– Ha llegado al molino -dijo lady Helen-. Iré a vigilar que no caiga al agua.

Se puso a correr, sin esperar respuesta, sin dedicar a los otros dos ni una mirada. Al cabo de un momento, ella también desaparecía por el portal.

Deborah agradeció la oportunidad de quedarse a solas con Simon. Había mucho que hablar. No le había visto desde el día en que discutieron, y cuando Tommy le informó de que formaría parte del grupo, comprendió que debería hacer o decir algo que sirviera de disculpa, con el fin de reconciliarse.

Sin embargo, ahora que se le presentaba la oportunidad de entablar una conversación, sólo se le ocurrían los comentarios más impersonales. Sabía muy bien que había cercenado en Paddington los últimos lazos que la unían a Simon, y no existía ninguna forma de borrar las palabras que habían servido de bisturí.

Continuaron en la dirección que había tomado lady Helen, a paso lento, dictado por la cojera de St. James. En aquel silencio, sólo roto por los incesantes chillidos de las gaviotas, el sonido de los pasos de Simon parecía una deformidad amplificada. Deborah habló por fin, ansiosa de apartar aquel sonido de sus oídos, y buscó en el pasado algún recuerdo que compartieran.

– Cuando mi madre murió, abriste la casa de Chelsea.

St. James la miró con curiosidad.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– No tenías que hacerlo. Entonces, no lo supe. Mi mente de siete años lo aceptó como algo perfectamente razonable, pero no tenías que hacerlo. No sé por qué he tardado hasta hoy en darme cuenta.

Simon sacudió una maraña de trébol blanco de una pernera del pantalón.

– No hay forma de suavizar una pérdida como aquélla, ¿verdad? Hice lo que pude. Tu padre necesitaba un lugar donde olvidar o, al menos, donde seguir adelante.

– Pero tú no tenías que hacerlo. Podríamos haber acudido a algún hermano tuyo. Ambos vivían en Southampton. Eran mucho mayores. Habría sido lo más razonable. Tenías… ¿De veras que sólo tenías dieciocho años? ¿Se puede saber en qué pensabas, cargando con la responsabilidad de una casa cuando sólo tenías dieciocho años? ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué demonios te lo permitieron tus padres?

Notó que cada pregunta aumentaba de intensidad.

– Era lo justo.

– ¿Por qué?

– Tu padre necesitaba algo con qué llenar la pérdida. Necesitaba cicatrizar su herida. Tu madre había muerto apenas dos meses antes. Estaba destrozado. Temíamos por él, Deborah. Nunca le habíamos visto de aquella manera. Si atentaba contra su vida… Ya habías perdido a tu madre. Ninguno de nosotros quería que también perdieras a tu padre. Nosotros habríamos cuidado de ti, por supuesto. No nos cabía la menor duda. Pero no es lo mismo que un padre de verdad, ¿no crees?

– Pero tus hermanos, Southampton…

– Si hubiera ido a Southampton, no habría tenido nada que hacer, se habría encontrado perdido, compadecido por todos. Pero, en Chelsea, la casa vieja le proporcionó algo que hacer. -St. James sonrió-. Has olvidado en qué condiciones se hallaba la casa, ¿verdad? Convertirla en un lugar habitable exigió todas sus energías, y también las mías. No tenía tiempo para destrozarse por la muerte de tu madre, como antes. Tuvo que empezar a desprenderse del dolor. Tuvo que tirar adelante con su vida, y también con la tuya y la mía.

Deborah jugueteó con la correa de la cámara. Era firme y nueva, muy diferente de la cómoda correa desgastada de la vieja y mellada Nikon que había utilizado durante tantos años, antes de marcharse a Estados Unidos.

– Por eso has venido este fin de semana, ¿verdad? -preguntó-. Por papá.

St. James no contestó. Una gaviota revoloteó sobre el parque, tan cerca de ellos, que Deborah notó la fuerza con que sus alas batían el aire.

– Esta mañana lo comprendí -prosiguió-. Eres muy considerado, Simon. Quería decírtelo desde que llegamos.

St. James hundió las manos en los bolsillos del pantalón, un gesto que, por un momento, puso de relieve la deformación que la abrazadera producía en su pierna izquierda.

– No tiene nada que ver con la consideración, Deborah-contestó.

– ¿Por qué no?

– Porque no.

Siguieron caminando, cruzaron el macizo portal de abedul y entraron en la parte boscosa del valle que descendía hasta el mar. Sidney gritaba algo ininteligible más adelante y las carcajadas puntuaban sus palabras.