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– Siempre has detestado la idea de que alguien te considerase un buen hombre, ¿verdad?

– insistió Deborah-. Como si la sensibilidad fuera una especie de lepra. Si no has acompañado a papá por consideración, ¿por qué ha sido?

– Por lealtad.

Ella le miró fijamente.

– ¿A un criado?

Los ojos de St. James se ensombrecieron. Era curioso que ella hubiera olvidado por completo los súbitos cambios de color que experimentaba cuando era presa de una emoción.

– ¿A un tullido? -replicó él.

Sus palabras la derrotaron, porque los encerraban en un círculo que jamás se alteraría.

Subida en una roca que dominaba el río, lady Helen vio que St. James se acercaba con parsimonia entre los árboles. Le esperaba desde que Deborah había aparecido minutos antes, andando a buen paso por el sendero. St. James empujó a un lado una rama llena de hojas, desprendida de uno de los numerosos árboles ecuatoriales que crecían en el bosque.

Más abajo, Sidney chapoteaba en el agua, los zapatos sujetos en una mano y el borde del vestido flotando en el río. Cerca, cámara en ristre, Deborah examinaba la inutilizada rueda del molino, inmóvil sobre un matojo de hiedra y lirios. Saltó entre las rocas que jalonaban la orilla del río. Sujetaba la cámara con una mano y extendía la otra para mantener el equilibrio.

Aunque la fotogenia del viejo edificio de piedra resultaba obvia, incluso para un ojo inexperto como el de lady Helen, el minucioso examen que Deborah dedicaba al conjunto era innecesario, como si hubiera tomado la decisión de concentrar todas sus energías en determinar los ángulos de cámara y la profundidad de campo adecuados. Estaba muy irritada.

Cuando St. James se reunió con ella sobre la roca, lady Helen le observó con curiosidad. Su rostro, que la sombra de los árboles ocultaba en parte, no traicionaba nada, pero sus ojos seguían todos los movimientos de Deborah y sus gestos eran bruscos. No me extraña pensó lady Helen, y se preguntó por enésima vez a qué recursos de su excelente educación tendrían que apelar para superar el interminable fin de semana.

Su paseo finalizó en un claro de forma irregular que ascendía hasta un promontorio. A unos quince metros más abajo, la ensenada de Howenstow, a la que se accedía gracias a un sendero empinado que serpenteaba entre matorrales y pedruscos, centelleaba bajo el sol; era la meta perfecta de una tarde soleada. La fina arena arrojaba visibles olas de calor sobre la orilla cercana. Junto al borde del agua, diminutos charcos formados por piedra caliza y granito bullían de crustáceos. De no ser por las olas que alteraban su superficie, habría dado la impresión de que el agua era una hoja de cristal. Era un lugar peligroso para navegar, teniendo en cuenta el fondo rocoso y la entrada protegida por arrecifes, pero ideal para tomar el sol. Tres personas lo estaban utilizando a este propósito.

Sasha Nifford, Peter Lynley y Justin Brooke estaban sentados sobre una formación rocosa que bordeaba el agua. Brooke se había quitado la camisa. Los otros dos iban desnudos. Peter parecía un esqueleto. La masa de Sasha era un poco más consistente, pero colgaba de ella sin tono ni definición, en particular los pechos, que oscilaban como péndulos cuando se movía.

– Hace un día excelente para estirarse al sol -comentó lady Helen, vacilante.

St. James miró a su hermana.

– Quizá deberíamos…

– Espera -le interrumpió Sidney.

Mientras miraban, Brooke tendió a Peter Lynley una bolsita, y éste derramó sobre la palma de su mano un poco de polvo. Se inclinó sobre él y, tal fue su frenesí, que incluso desde lo alto pudieron ver que su cuerpo se tensaba por el esfuerzo de absorber cada partícula. Se lamió la mano, la chupó, y después la alzó hacia el cielo, como si diera las gracias a un dios invisible. Devolvió la bolsa a Brooke.

Sidney, ante la evidencia, no pudo contenerse más.

– ¡Me lo prometiste! -chilló-. ¡Maldita sea tu estampa! ¡Me lo prometiste!

– ¡Sid!

St. James sujetó el brazo de su hermana. Notó que sus débiles músculos se tensaban cuando la adrenalina se esparció por su cuerpo.

– ¡No, Sidney!

– ¡Déjame!

Sidney se liberó de su presa. Se desprendió de los zapatos y empezó a bajar la cuesta, resbalando en el polvo, desgarrándose el vestido con una piedra, sin dejar de maldecir a Brooke.

– Oh, Dios mío -murmuró Deborah-. ¡Sidney!

Sidney llegó a la ensenada y se precipitó por la estrecha franja de arena hacia la roca. Los tres compinches la contemplaban con sorpresa, aturdidos.

Se lanzó sobre Brooke. Cayeron sobre la arena. La joven empezó a darle puñetazos en la cara.

– ¡Me dijiste que lo habías dejado, mentiroso, repugnante mentiroso! Dámelo, Justin. ¡Dámelo ya!

Sidney forcejeó con él, trató de introducirle los dedos en los ojos. Brooke levantó los brazos para impedirlo y dejó la cocaína al descubierto. Ella le mordió la muñeca y se apoderó de la droga.

Brooke gritó cuando ella se puso en pie. La agarró por las piernas y la tiró al suelo, pero no antes de que Sidney se tambaleara en dirección al agua, abriera la bolsa y esparciera su contenido en el mar.

– Ahí tienes tu droga -chilló-. Ve a por ella. Suicídate. Ahógate.

Peter y Sasha se pusieron a reír como idiotas cuando Justin logró levantarse, aferró a Sidney y la arrastró hacia el agua. Ella le arañó la cara y el cuello, hasta hacerle sangrar.

– ¡Se lo diré a todos! -gritó.

Brooke trató de dominarla. Sujetó sus brazos y los retorció salvajemente a su espalda. Sidney lanzó un alarido. Él sonrió y la obligó a arrodillarse. La empujó hacia adelante. Aplicó un pie a su hombro y hundió su cabeza en el agua. Cuando Sidney se debatió en busca de aire, volvió a hundirla.

St. James intuyó, cegado, que lady Helen se volvía hacia él. Tenía el cuerpo paralizado de horror.

– ¡Simon!

Su nombre jamás había sonado de una forma tan aterradora.

Brooke obligó a Sidney a ponerse en pie. Ahora que tenía los brazos libres, se precipitó sobre él, inasequible al agotamiento.

– ¡Te mataré!

Sollozaba, falta de aliento. Dirigió un inofensivo golpe a su cara, intentó hundirle la rodilla en la entrepierna.

Brooke la sujetó por el cabello, empujó hacia atrás su cabeza y la golpeó. La bofetada, y las que siguieron a continuación, resonaron huecamente en el acantilado. Sidney, a la defensiva, consiguió rodearle la garganta con las manos. Hundió los dedos en las venas hinchadas y apretó. Él se liberó de sus manos y sujetó los dos brazos a la vez, pero ella reaccionó esta vez con mayor rapidez. Movió la cabeza y hundió los dientes en su garganta.

– ¡Hostia!

Brooke la soltó, retrocedió tambaleándose hacia la playa y se desplomó sobre la arena. Se llevó la mano al punto en que Sidney le había mordido. Cuando apartó la mano, vio que estaba manchada de su propia sangre.

Sidney luchó por salir del agua. El vestido colgaba sobre su cuerpo como una segunda piel. Tosió y se secó las mejillas y los ojos. Estaba agotada.

Brooke se movió. Maldijo entre dientes, se irguió, la agarró y la tiró al suelo. Se montó a horcajadas sobre su cuerpo. Cogió un puñado de arena y lo esparció sobre su cabello y su rostro. Peter y Sasha contemplaban la escena con curiosidad.

Sidney se debatió bajo su peso. Tosió, chilló e intentó, sin éxito, desembarazarse de él.

– Quieres follar -gruñó él, aplastándole el cuello con un brazo-. Quieres follar, ¿eh? Muy bien, adelante.

Empezó a bajarse la cremallera de los pantalones y a quitarle la ropa.

– ¡Simon! -gritó Deborah.

Se volvió hacia St. James, sin decir nada más. Él comprendió por qué. Se sentía débil y aturdido, incapaz de moverse. Enfurecido. Sin miedo. Pero sobre todo lisiado.

– Es la pendiente -dijo-. Helen, por el amor de Dios. No puedo bajar por ahí.