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St. James alcanzó sus muletas, se puso en pie, mantuvo el equilibrio y se ajustó su larga bata.

Lady Helen desvió la vista, empleando como excusa la necesidad de recoger tres pétalos de rosa, caídos de un ramo que descansaba sobre una mesita próxima a la ventana. Su tacto le recordó al raso. Buscó una papelera, evitando dar a entender que conocía la principal vanidad de St. James, esconder su pierna lisiada para parecer lo más normal posible.

– ¿Alguien ha visto a Tommy?

Lady Helen comprendió el significado oculto tras la pregunta de St. James.

– Ignora lo sucedido. Hemos procurado no encontrarnos con él.

– ¿También Deborah?

– Se ha quedado con Sidney. Se encargó de que se bañara, acostara y tomara un poco de té.

– Lanzó una breve carcajada, carente de alegría-. El té fue mi profunda contribución. No sé qué efecto se esperaba de la infusión.

– ¿YBrooke?

– ¿Podemos confiar en que haya regresado a Londres?

– Lo dudo. ¿Y tú?

– Más bien… Sí.

St. James se encontraba de pie junto a la cama. Lady Helen decidió salir para que pudiera vestirse en la intimidad, pero su manera de comportarse (un meticuloso con trol, demasiado frágil para ser creíble), la impulsó a quedarse. Tenían que hablar todavía de demasiadas cosas.

Conocía bien a St. James, mejor que a cualquier otro hombre. Durante la última década se había acostumbrado a su ciega devoción hacia la ciencia forense; su determinación de forjarse una reputación como experto. Había aceptado su incansable introspección, su deseo de perfección, su autocensura si fracasaba en un objetivo. Hablaban de todo esto durante la comida y la cena, en el estudio de St. James, mientras la lluvia repiqueteaba sobre las ventanas, de camino al Oíd Bailey, [4] en la escalera, en el laboratorio. Pero nunca hablaban de su defecto físico. Siempre había representado una parcela de su psique cerrada a cualquier intrusión. Hasta hoy, en la cima del acantilado. Incluso en aquel momento, cuando concedió a lady Helen la oportunidad que esperaba desde hacía tanto tiempo, las palabras de ésta fueron totalmente inadecuadas.

¿Qué podía decirle, pues, ahora? No lo sabía. Se preguntó, no por primera vez, qué tipo de vínculo se habría forjado entre ellos de no haber abandonado su habitación del hospital ocho años atrás, tan sólo porque él se lo pidió. Obedecerle fue mucho más fácil que arriesgarse a penetrar en terreno desconocido. En cualquier caso, no podía marcharse sin tratar de decirle algo que, aunque fuera en una mínima parte, le ayudara a recobrarse.

– Simon.

– Mi medicina está en el estante que hay sobre el lavabo, Helen -dijo St. James-. ¿Quieres ir a buscarme dos comprimidos?

– ¿Medicina?

Lady Helen se sintió preocupada al instante. Pensaba haber juzgado correctamente las razones que habían impulsado a Simon a encerrarse bajo llave en su: cuarto durante la tarde. No actuaba como si padeciera dolor, pese a la advertencia anterior de Cotter.

– Simple precaución. Sobre el lavabo. -Sonrió fugazmente-. En ocasiones la tomo antes en lugar de durante. Funciona igual de bien. Si además he de soportar la interpretación del señor Sweeney, debo ir preparado.

Lady Helen rió y fue a buscar la medicina.

– La verdad es que no has tenido mala idea -dijo desde el cuarto de baño-. Si la representación de esta noche es como la otra que vimos, todos empezaremos a deglutir analgésicos antes de que finalice la velada. Quizá deberíamos llevarnos el frasco.

Lady Helen volvió con los comprimidos. St. James se había acercado a la ventana y estaba inclinado hacia adelante, apoyado en las muletas, mirando la parte sur de la propiedad. A juzgar por lo que indicaba su perfil, lady Helen dedujo que sus ojos no registraban nada. Verle en este estado negaba sus palabras, su educada cooperación, la ligereza de su tono. Comprendió que incluso su sonrisa había sido un engaño para acallarla, mientras él, todo el rato, existía solo, como siempre. Pero no quiso aceptarlo.

– Te podrías haber caído -dijo-. Por favor, Simon querido, el sendero era demasiado empinado. Te podrías haber matado.

– Cierto -respondió él.

El cavernoso salón Howenstow carecía de las cualidades necesarias como para sentirse en casa mientras se paseaba por él. Su tamaño era el de una pista de tenis más grande de lo normal, y los muebles (una aglomeración de antigüedades dispuestas para sostener conversaciones en grupos) se hallaban diseminados sobre una hermosa alfombra de felpilla. Constables y Turners colgaban de las paredes, así como un bello conjunto de piezas de porcelana. Era la clase de estancia en la que uno temía moverse precipitadamente en cualquier dirección.

Deborah, que se encontraba sola, avanzó con cautela hacia el piano de cola, con la intención de examinar las fotografías que descansaban sobre el instrumento.

Constituían la historia gráfica de los Lynley desde que eran condes de Asherton. La estirada quinta condesa la miraba con esa expresión hostil tan predominante en las fotografías del siglo diecinueve; el sexto conde estaba sentado a horcajadas sobre una amplia ventana y miraba una revoltosa jauría de sabuesos; la actual lady, ataviada para la coronación de la reina; Tommy y sus hermanos retozaban entre un grupo de jóvenes ricos y privilegiados.

Sólo faltaba el padre de Tommy, el séptimo conde. Al reparar en el detalle, Deborah recordó que no había visto en toda la mansión fotos o retratos del hombre, una circunstancia que consideraba decididamente extraña, pues había visto varias fotos del conde en la casa que Tommy tenía en Londres.

– Cuando te fotografíes para unirte a la colección, has de prometerme que sonreirás. -Lady Asherton se reunió con ella, una copa de jerez en la mano. Su vestido blanco la dotaba de un aspecto frío y adorable-. Yo quería sonreír, pero el padre de Tommy insistió en que eso no se hacía, y temo que cedí sin pensarlo dos veces. Yo era así en mi juventud, lamentablemente maleable.

Sonrió a Deborah, bebió un poco de jerez, se apartó del piano y fue a sentarse en el alféizar de una ventana próxima.

– He pasado una tarde deliciosa con tu padre, Deborah. Yo he hablado incesantemente, pero él ha sido muy amable, actuando como si todo lo que yo decía fuera la cumbre del ingenio y el buen sentido. -Dio la vuelta a la copa y dio la impresión de que admiraba la forma en que la luz incidía sobre el dibujo tallado en el cristal-. Estás muy unida a tu padre.

– Sí.

– Es lo que ocurre en ocasiones cuando un hijo pierde a uno de los padres, ¿verdad? Lo que podríamos llamar la bendición de la muerte.

– Yo era muy pequeña cuando murió mi madre -contestó Deborah, en un intento de disculparse por haber advertido el distanciamiento que existía entre Tommy y su madre-. Fue algo natural, imagino, que estableciera una relación más profunda con papá. Al fin y al cabo, asumió un doble papel, padre y madre de una niña de siete años. Tampoco tenía hermanos ni hermanas. Bueno, tenía a Simon, pero era más como… No estoy segura. ¿Un tío, un primo? Casi toda la responsabilidad de mi educación recayó sobre papá.

– Y como resultado, os unisteis mucho. Qué suerte la tuya.

Deborah no habría calificado a la relación con su padre de producto de la suerte, sino un resultado del transcurso del tiempo, de la paciencia paterna, de la comunicación transmitida de buen grado. Cotter, ligado a una niña cuya personalidad impetuosa no se parecía en nada a la suya, tuvo que ajustar su forma de pensar al esfuerzo constante por comprender la de su hija. Si ahora existía entre ellos aquella devoción, se debía a los años en que se plantaron y cultivaron las semillas de una futura relación.

– Usted y Tommy están bastante distanciados, ¿no es cierto? -preguntó impulsivamente.

Lady Asherton sonrió, pero aparentaba un gran cansancio. Por un momento, Deborah pensó que el agotamiento le haría bajar la guardia, la impulsaría a revelar algo sobre el origen del problema que la separaba de su hijo.

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[4] Principal tribunal de justicia de Londres. (N. del T.)