– ¿Te ha comentado Tommy la obra de esta noche? -se desmarcó lady Asherton-. Shakespeare bajo las estrellas. En Nanrunnel. -Oyeron voces procedentes del pasillo-. Dejaré que él te lo cuente, ¿de acuerdo?
Sin añadir nada más, concentró su atención en la ventana situada detrás de ella, por donde penetraba una ligera brisa que transportaba la fragancia salada del mar de Cornualles.
– Si nos fortalecemos lo suficiente, quizá podamos sobrevivir al mal trago con cierta apariencia de lucidez.
Lynley rió cuando entró en el salón. Se encaminó directamente a una vitrina y sirvió tres copas de jerez, eligiendo una botella de las que formaban un semicírculo. Pasó una a lady Helen, otra a St. James y vació la suya antes de advertir la presencia de Deborah y de su madre, al fondo del salón.
– ¿Le has contado a Deborah que vamos a interpretar esta noche los papeles de Teseo e Hipólita?
Lady Asherton levantó apenas la mano del regazo. El cansancio pareció lastrar el movimiento, como antes a su sonrisa.
.-Pensé que debías hacerlo tú.
Lynley se sirvió una segunda copa.
– Sí, estupendo. Bien -dedicó una sonrisa a Deborah-, nos espera un penoso deber. Me gustaría decirte que llegaremos tarde y nos escaparemos durante el intermedio, pero el reverendo Sweeney es un viejo amigo de la familia. Se sentiría cruelmente decepcionado si no asistiéramos a toda la representación.
– La representación será sin duda penosa -añadió lady Helen.
– ¿Podré sacar fotografías? -propuso Deborah-. Después de la obra, quiero decir. Si el señor Sweeney es un amigo tan especial, quizá recibirá con agrado la idea.
– ¡Tommy con la compañía! -exclamó lady Helen-. El señor Sweeney reventará de placer. ¡Una idea maravillosa! Siempre he dicho que tu lugar estaba en el teatro, ¿no es verdad, Tommy?
Lynley rió a modo de respuesta. Lady Helen continuó hablando. Mientras tanto, St. James cogió su copa y se encaminó hacia dos grandes jarrones chinos que se erguían a cada lado de una puerta que daba acceso a la larga galería isabelina que se abría en el extremo este del salón. Acarició la suave superficie de porcelana de uno, siguiendo con los dedos un dibujo particularmente complicado del vidriado. Deborah observó que, si bien se había llevado dos veces la copa a los labios, no había bebido nada. Parecía concentrado en evitar mirar a nadie.
Deborah no esperaba otra cosa después del incidente. De hecho, si hacer caso omiso de la presencia de los demás le ayudaba a olvidarlo todo, ella también experimentó el deseo de imitarle, aun sabiendo que no lograría olvidar, al menos de momento.
Ya había sido bastante espantoso apartar a Brooke de Sidney, sabiendo que su comportamiento no nacía del amor o el deseo, sino de la violencia y la necesidad de someterla por la fuerza. Resultó peor aún ayudar a Sidney a trepar por el acantilado, sin dejar de escuchar sus sollozos histéricos, agarrándola para impedir que cayera. Su rostro sangraba y empezaba a hincharse. Las palabras que farfullaba eran incoherentes. En tres ocasiones se detuvo; permaneció inmóvil y se limitó a llorar. Todo había sido como una pesadilla convertida en realidad, y después, al llegar a la cumbre, vieron a Si-; mon, apoyado contra un árbol, esperándolas. Tenía el rostro semioculto y la mano derecha clavada en el tronco del árbol con tal fuerza que los huesos sobresalían.
Deborah quiso acudir a su lado, sin saber por qué motivo, con qué fin. Su único pensamiento racional en aquel momento fue que no podía dejarle solo. Sin embargo, cuando dio un paso en su dirección, Helen la de tuvo y la empujó hacia Sidney, hacia el sendero que conducía a la mansión.
Aquel penoso recorrido de vuelta había constituido la segunda pesadilla. Recordaba con estremecedora claridad cada parte. Toparse con Mark Penellin en el bosque; murmurar excusas vagas acerca de la apariencia de Sidney y su lamentable estado; acercarse a la mansión con el nerviosismo creciente de que alguien las viera; deslizarse junto a la sala de armas y por el antiguo pasillo de los criados en busca de la escalera noroeste que, según insistía Helen, se encontraba cerca de la despensa; equivocarse de camino en el rellano de aquella escalera y terminar en el ala oeste de la mansión, ahora en desuso; y todo el tiempo aterrorizada por la idea de que Tommy se encontrara con ellas y empezara a hacer preguntas. Sidney había pasado de la histeria a la rabia, y de la desesperación al silencio, pero un silencio aturdido, que para Deborah era más aterrador que su tremenda agitación anterior.
La experiencia había sido mucho más que aterradora, y cuando Justin Brooke entró en el salón, vestido para la velada como si no hubiera intentado violar a una mujer aquella tarde delante de cinco testigos, lo único que Deborah pudo hacer fue mirar fijamente al hombre, sin chillar ni precipitarse sobre él para arrancarle los ojos.
8
– Santo Dios, ¿qué te ha pasado?
La voz de Lynley reflejó tal sorpresa, que St. James dejó de examinar la porcelana Kang H'si, se volvió y vio que Justin Brooke cogía la copa de jerez que le ofrecían con total desenvoltura.
Cristo, pensó St. James, Brooke se iba a unir a la partida, confiado en que su excelsa educación les impediría comentar lo ocurrido aquella tarde mientras Lynley y su madre estuvieran presentes.
– Me caí en el bosque.
Brooke paseó la mirada a su alrededor mientras hablaba, desafiándolos uno tras otro a llamarle mentiroso.
St. James notó que su mandíbula se apretaba automáticamente para callar lo que deseaba decir. Con una satisfacción atávica que no reprimió, observó el daño considerable que su hermana había logrado infligir al rostro de Brooke. Arañazos en las mejillas. Un morado en el mentón. El labio inferior hinchado.
– ¿Te caíste?
Lynley había concentrado la atención en los mordiscos inflamados de la garganta de Brooke, apenas ocultos por el cuello de su camisa. Dirigió una penetrante mirada a los demás.
– ¿Dónde está Sidney? -preguntó.
Nadie contestó. Una copa tintineó contra la superficie de una mesa. Alguien tosió. Fuera, a cierta distancia de la mansión, un motor cobró vida. Sonaron pasos en el vestíbulo y Cotter entró en el salón. Se detuvo a dos pasos de la puerta, como si hubiera captado enseguida el ambiente enrarecido y estuviera pensando en esfumarse. Miró a St. James, un acto reflejo en busca de consejo, que encontró en la indiferencia de Simon hacia la escena. No se movió.
– ¿Dónde está Sidney? -repitió Lynley.
Lady Asherton se puso en pie.
– ¿Le ha…?
Deborah se apresuró a intervenir.
– La vi hace media hora, Tommy. -Se ruborizó. El color compitió con el fuego de su cabello-. Pasó demasiado tiempo al sol esta tarde y pensó… Bueno, pidió que… la dejáramos descansar. Sí. Dijo que necesitaba un poco de descanso. Me pidió que la disculpara en su nombre y… Ya conoces a Sidney. Lleva una marcha que… Se entrega como si nada… No me extraña que esté agotada.
Sus dedos vagaban sobre su cuello mientras hablaba, como si deseara taparse la boca y evitar mentiras más descabelladas.
A pesar de sí mismo, St. James sonrió. Miró al padre de Deborah, que meneó la cabeza débilmente, reconociendo con afecto un hecho que ambos conocían demasiado bien. Helen habría salido mejor librada. Mentiras sin importancia para calmar los ánimos entraban dentro de su línea. Sin embargo, Deborah era una negada para esta forma concreta de prestidigitación verbal.
La aparición de Peter Lynley salvó al resto del grupo de embellecer la historia de Deborah. Los pies descalzos y una camisa limpia de gasa constituían el principal atractivo de su indumentaria para la cena. Le seguía Sasha, cuyo vestido amarillo acentuaba la palidez de su piel. Lady Asherton se encaminó en dirección al grupo, como si quisiera hablar con ellos o tratar de mediar en lo que intuía un conflicto inminente.