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La habitación era pequeña, amueblada de manera variopinta. Un antiguo armario ropero de roble, barnizado con esmero, se apoyaba contra la pared sobre unas patas desiguales. Sobre un tocador similar descansaba un solitario jarrón Belleek, de bordes rosados. Una alfombra otrora de alegres colores, hecha a mano por la madre de Deborah diez meses antes de morir, formaba un óvalo sobre el suelo. Cerca de la ventana se encontraba la estrecha cama metálica que había pertenecido a la joven desde su infancia.

St. James no había entrado en esta habitación durante los tres años que Deborah estuvo ausente. Ahora, lo hizo a regañadientes y se encaminó hacia la ventana abierta. Una suave brisa agitaba las cortinas blancas. Pese a la altura, percibió el perfume de las flores plantadas en el jardín. Era tenue, como un fondo apenas entrevisto sobre el lienzo de la noche.

Mientras disfrutaba de la sutil fragancia, un coche plateado dobló la esquina de Cheyne Row con Lord-ship Place y frenó ante la antigua puerta del jardín. St. James reconoció el Bentley y a su conductor, que se volvió hacia la joven sentada a su lado y la tomó en sus brazos.

La luz de la luna, que antes había servido para iluminar la calle, hizo lo propio con el interior del coche. Mientras St. James miraba, incapaz de apartarse de la ventana aunque lo hubiera deseado (y no era así), la rubia cabeza de Lynley se inclinó sobre Deborah. Ella levantó el brazo, sus dedos buscaron primero el cabello de Lynley, y después su rostro, antes de apretarle contra su cuello, contra sus pechos.

St. James se obligó a desviar la vista hacia el jardín. Le escocían los ojos. Su piel parecía arder. Examinó sus sentimientos.

Conocía a Deborah desde el día en que nació. Había crecido en la casa de Chelsea, hija de un hombre que era para St. James niñera, criado, mayordomo y amigo a la vez. Ella había sido una fiel compañera durante la época más sombría de su vida, y su presencia le había salvado de lo peor que podía depararle su desesperación. Pero ahora…

Ha elegido, pensó, e intentó convencerse, enfrentado a esta revelación, de que no sentía nada, de que era capaz de aceptarlo, de que podría soportar la pérdida, de que podría continuar adelante.

Atravesó el rellano y entró en su laboratorio. Encendió una lámpara de alta intensidad que arrojó un círculo de luz sobre un informe de toxicologías. Dedicó los siguientes minutos a intentar leer el documento (un penoso esfuerzo por conservar la serenidad), y luego oyó el sonido del motor del coche al ponerse en marcha, seguido por los pasos de Deborah en el vestíbulo.

Encendió otra luz del cuarto y se acercó a la puerta. Experimentó una oleada de nerviosismo, la necesidad de encontrar algo que decir, una excusa para explicar su presencia en el laboratorio a las tres de la mañana, despierto y vestido. Pero no tuvo tiempo de pensar, porque Deborah subió la escalera casi con la misma rapidez que Sidney horas antes y puso fin a su separación.

Deborah llegó al final del rellano y se sorprendió al verle.

– ¡Simon!

«Maldita sea la aceptación.» Simon extendió una mano y ella se precipitó en sus brazos. Era muy natural. Estaba en su casa. Los dos lo sabían. Sin pensarlo dos veces, St. James inclinó la cabeza y buscó su boca, pero sólo encontró su cabello, al cual se había adherido el aroma de los cigarrillos que fumaba Lynley, un amargo recordatorio de quién había sido ella y de aquello en lo que se había convertido.

El olor le calmó y la soltó. Comprendió que el tiempo y la distancia habían provocado que le atribuyese una belleza superior, cualidades físicas que ella no poseía. Admitió lo que siempre había sabido. La belleza de Deborah era de un tipo nada convencional. Carecía de los rasgos delicados y aristocráticos de Helen, así como de las facciones provocativas de Sidney. En cambio, combinaba ternura y afecto, comprensión e ingenio, virtudes cuya definición se desprendía de su expresión vivaz, del caos de su cabello cobrizo, de las pecas que salpicaban el puente de la nariz.

Pero percibió cambios en ella. Estaba demasiado delgada y, cosa inexplicable, engañosas vetas de remordimiento parecían asomar bajo la superficie de su compostura. Sin embargo, le habló como siempre.

– ¿Has estado trabajando hasta ahora? No te habrás quedado levantado para esperarme, ¿verdad?

– Fue el único modo de conseguir que tu padre se acostara. Temía que Tommy te retuviera toda la noche.

Deborah lanzó una carcajada.

– Muy propio de papá. ¿Tú también pensaste lo mismo?

– Tommy no iba a hacer algo semejante.

St. James se asombró de la absoluta duplicidad que enmascaraban sus palabras. Mediante un rápido abrazo habían soslayado los motivos de Deborah para abandonar Inglaterra, en primer lugar, como si hubieran accedido a reanudar su antigua relación, aun sabiendo ambos que jamás podrían recuperarla. De momento, sin embargo, incluso una falsa amistad era mejor que la separación.

– Tengo algo para ti.

Avanzó hacia el cuarto oscuro de Deborah, seguido por ella, y abrió la puerta. La mano de la joven tanteó en busca de la luz y St. James oyó su jadeo de sorpresa cuando vio la nueva ampliadora de color que ocupaba el espacio de la vieja en blanco y negro.

– ¡Simon! -Se mordió el labio-. Esto es… Eres tan generoso. De veras… No tenías que… Y me has esperado levantado.

El color se expandió sobre su rostro como huellas digitales carentes de todo atractivo, recordándole que Deborah nunca había sabido disimular su malestar.

A pesar del pasado, St. James había dado por sentado que el obsequio la complacería. No era así. Estaba consternada. De alguna manera, el regalo representaba la violación inconsciente de una frontera jamás verbalizada. Notó el tacto frío y resbaladizo del pomo.

– Quería darte una especie de bienvenida -dijo. Ella no contestó-. Te hemos echado de menos.

Deborah acarició la superficie de la ampliadora.

– Expuse mi obra en Santa Fe antes de irme. ¿Lo sabías? ¿No te lo dijo Tommy? Le telefoneé porque, bueno, son esas cosas con las que siempre sueñas, ¿verdad? Gente que acude y aprecia lo que ve. Incluso compra… Me puse muy nerviosa. Utilicé una de las ampliadoras del colegio para hacer todas las copias. Recuerdo que me preguntaba cómo lograría comprar las nuevas cámaras que quería.

Se apartó de la ampliadora e inspeccionó el cuarto oscuro, las botellas de productos químicos, las cajas de accesorios, las nuevas placas para el baño de corte y el fijador. Se llevó los dedos a los labios.

– Lo has ordenado muy bien. Oh, Simon, esto es más de… No me lo esperaba, de veras. Todo es… Es exactamente lo que necesitaba. Gracias, muchas gracias. Te prometo que volveré cada día para utilizarlo.

– ¿Volver?

St. James se interrumpió con brusquedad. Su sentido común tendría que haberle indicado lo que iba a suceder cuando los vio juntos en el coche.

– ¿No lo sabes? -Deborah apagó la luz y volvió al laboratorio-. Tengo un piso en Paddington. Tommy lo encontró en abril. ¿No te lo dijo? ¿Papá tampoco? Me mudaré mañana.

– ¿Mañana? ¿Quieres decir ya? ¿Hoy?

– Supongo que debí decir hoy, ¿verdad? Si no nos vamos a dormir ahora mismo, estaremos los dos hechos polvo. Me iré a la cama, Simon. Gracias. Muchas gracias.

Rozó la mejilla con la suya, apretó su mano y se marchó.

De modo que así están las cosas, pensó St. James, siguiéndola con la mirada.

Se encaminó hacia la escalera.

Deborah, desde su habitación, le oyó alejarse. A sólo dos pasos de la puerta cerrada, la joven escuchó sus pasos, un sonido grabado en su recuerdo que la perseguiría hasta la tumba. La leve presión de la pierna sana, el golpe sordo de la muerta. El movimiento de su mano sobre la barandilla, convertida en un puño tenso por el esfuerzo. Su respiración contenida mientras conservaba un precario equilibrio. Y todo ello sin que la cara traicionara nada.