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– Se trata de un asunto privado -dijo.

La recepcionista echó un vistazo a la tarjeta, movió los labios como si la leyera, y después le dio la vuelta, como si hubiera más información impresa en el reverso.

– Un asesinato -jadeó-. Déjeme ver si localizo al señor Malverd. -Apretó tres botones de la centralita y se guardó la tarjeta en el bolsillo-. Por si algún día la necesito -dijo, guiñándole un ojo.

Diez minutos después, un hombre entró en la sala de recepción, cerrando tras él una pesada puerta chapada. Se presentó como Stephen Malverd, le estrechó la mano brevemente y se tiró del lóbulo de la oreja. Llevaba una bata blanca que colgaba por debajo de sus rodillas, y que dirigía la atención hacia lo que cubría sus pies: sandalias, más que zapatos, y gruesos calcetines de lana. Estaba muy ocupado, dijo, sólo podía dedicarle unos minutos, si el señor St. James quiere seguirme…

Se dirigió con paso rápido hacia el corazón del edificio. Al andar, su cabello, que brotaba de su cabeza rebelde y desordenado, como virutillas de acero, se movía arriba y abajo, y su bata flotaba como una capa. Aminoró el paso cuando reparó en la cojera de St. James, pero miró la pierna con aire acusador, como si también le robara preciosos momentos de su trabajo.

Oprimió el botón del ascensor cuando llegaron al final de un pasillo que desembocaba en las oficinas administrativas. En su interior, ejecutivos bien vestidos hablaban por teléfono, concertaban citas y escribían en gruesos blocs de papel, mientras sus secretarias tecleaban silenciosamente en los ordenadores y orquestaban las idas y venidas de docenas de personas. Visitantes como él, imaginó St. James, así como vendedores, inversionistas y científicos.

Malverd no dijo nada hasta que estuvieron dentro del ascensor, camino de la tercera planta.

– Esto ha sido un caos durante los últimos días -dijo-, pero me alegro de que haya venido. Al principio, creí que sería más complicado.

– Entonces, ¿recuerda a Michael Cambrey?

El rostro de Malverd se demudó de repente.

– ¿Michael Cambrey? Pero la chica me dijo… -Movió la mano en dirección a la zona de recepción y frunció el ceño-. ¿Cuál es el motivo de su visita?

– Un hombre llamado Michael Cambrey visitó Pruebas Experimentales, departamento veinticinco, varias veces durante los últimos meses. Fue asesinado el viernes pasado.

– No entiendo en qué puedo ayudarle. -Malverd parecía perplejo-. Por lo general, no me ocupo del veinticinco. Me he responsabilizado de él de forma transitoria… ¿Qué desea usted?

– Cualquier cosa que usted, o quien sea, pueda decirme sobre lo que hacía Cambrey aquí.

Las puertas del ascensor se abrieron. Malverd tardó unos segundos en salir, como si dudara entre hablar con St. James o librarse de él y volver a su trabajo.

– ¿Tiene algo que ver esta muerte con Islington? ¿Con algún producto Islington?

St. James comprendió que era una posibilidad, aunque no en la forma que Malverd pensaba.

– No estoy seguro -contestó-. Por eso he venido.

– ¿Policía?

St. James sacó otra tarjeta.

– Científico forense.

El interés de Malverd pareció aumentar moderadamente. Al menos, así lo proclamaba su expresión, estaba hablando con un colega.

– Vamos a ver qué podemos hacer -dijo-. Sígame.

Precedió a St. James por un pasillo de baldosas de linóleo, muy diferente de la recepción y las oficinas administrativas. A cada lado se abrían laboratorios, poblados por técnicos sentados en altos taburetes y distribuidos por áreas de trabajo que el tiempo, el desplazamiento de equipo pesado y la exposición a los productos químicos habían teñido de gris, degradando el negro primitivo.

Malverd saludaba con la cabeza a sus colegas al pasar, pero sin decir nada. En una ocasión sacó una agenda del bolsillo, la estudió, consultó su reloj y maldijo. Caminó más deprisa, sorteó un carrito de té alrededor del cual se habían congregado un grupo de técnicos para tomarse un descanso, y abrió una puerta de un segundo pasillo que partía del primero.

– Este es el veinticinco -dijo.

Era un laboratorio grande y rectangular, muy bien iluminado por largos fluorescentes situados en el techo. Al menos, había seis incubadoras sobre la mesa de trabajo que corría a todo lo largo de una pared. Entre ellas, descansaban centrifugadoras, algunas abiertas, otras cerradas, y otras en funcionamiento. Entre los microscopios destacaban docenas de medidores de pH, y había vitrinas por todas partes, llenas de productos químicos, vasos de precipitación, frascos, tubos de ensayo y pipetas. Dos técnicos, sumergidos entre tanto artilugio científico, copiaban los números digitales anaranjados que parpadeaban en una incubadora. Otro trabajaba en un aparato cuya cubierta de vidrio había sido bajada para proteger a los cultivos de la contaminación. Otros cuatro aplicaban el ojo a microscopios, mientras uno más preparaba una serie de especímenes en platinas.

Varios levantaron la vista cuando Malverd condujo a St. James hacia una puerta cerrada en el extremo del laboratorio, pero ninguno habló. Cuando Malverd golpeó la puerta con los nudillos una vez y entró sin esperar la respuesta, los pocos que le habían prestado atención perdieron todo su interés.

Una secretaria, que parecía tan apresurada como Malverd, levantó la vista de un archivo cuando entraron. Un escritorio, una silla, un ordenador y una impresora láser la asediaban por todas partes.

– Para usted, señor Malverd. -Le entregó un montoncito de mensajes telefónicos sujetos con una presilla-. No sé qué decirle a la gente.

Malverd los cogió, ojeó y tiró sobre el escritorio.

– Déles largas -dijo-. Déles largas a todos. No tengo tiempo de contestar a llamadas telefónicas.

– Pero…

– ¿Guardan registro de las citas, señora Courtney? ¿Han conseguido evolucionar hasta ese punto, o es esperar demasiado?

Los labios de la mujer palidecieron, a pesar de que sonrió y se esforzó por tomar la pregunta como una broma, algo que el tono de Malverd dificultaba por completo. Se abrió paso hasta el escritorio y sacó un volumen encuadernado en piel que le tendió.

– Siempre guardamos los registros, señor Malverd. Creo que lo encontrará todo en orden.

– Eso espero. Será lo primero que encuentre en orden. No me iría mal un poco de té, ¿y a usted? -St. James negó con la cabeza-. Encárguese, ¿quiere? -fue el comentario final de Malverd a la señora Courtney, que le dirigió una mirada de potencial nuclear antes de ir a cumplir sus órdenes.

Malverd abrió una segunda puerta que daba acceso a una segunda habitación, más grande que la primera, pero igualmente atestada. Era la oficina del director de proyectos, y eso parecía. Viejas estanterías de metal sostenían volúmenes dedicados a la química biomédica, a los fármaco-cinéticos, a la farmacología y a la genética. Les disputaban el espacio colecciones encuadernadas de revistas científicas, así como un medidor de presión, un antiguo microscopio y un conjunto de balanzas. Una treintena de cuadernos de piel, como mínimo, ocupaba el estante más próximo al escritorio, y St. James supuso que contenían los resultados de los experimentos llevados a cabo por los técnicos del laboratorio exterior. El escritorio era un mueble antiguo de roble castigado por el tiempo, con una vieja puerta, decorada como los tres cajones, que permitía extraer una bandeja para la máquina de escribir. Sobre el mueble descansaba un pequeño ordenador. Encima del escritorio, una larga gráfica clavada en la pared seguía los progresos de algo con líneas verdes y rojas. Debajo, cuatro estuches enmarcados contenían una colección de escorpiones, abiertos en canal como para demostrar el poder del hombre sobre los seres inferiores.

Malverd frunció el ceño al verlos, mientras se sentaba tras el escritorio. Dirigió otra mirada significativa a su reloj.