– ¿En qué puedo ayudarle?
St. James apartó un montón de hojas escritas a máquina que ocupaban la otra silla de la habitación. Se sentó, echó un vistazo a la gráfica y empezó a hablar.
– Mick Cambrey visitó este departamento cierto número de veces durante los últimos meses. Era periodista.
– ¿Ha dicho que le asesinaron? ¿Cree que existe alguna relación entre su muerte e Islington?
– Varias personas piensan que estaba trabajando en un artículo. Podría existir una relación entre este hecho y su muerte. Aún no lo sabemos.
– Pero usted ha dicho que no es de la policía.
– En efecto.
St. James imaginó que Malverd utilizaría esta excusa para poner fin a su conversación. Tenía todo el derecho de hacerlo. Por lo visto, su mutuo interés en la ciencia fue suficiente para proseguir la entrevista, porque Malverd cabeceó con aire pensativo y abrió al azar el libro de registro.
– Bien -dijo-. Cambrey. Vamos a ver.
Se puso a leer, siguiendo con el dedo las columnas, como había hecho la recepcionista minutos antes.
– Smythe-Thomas, Hallington, Schweinbeck, Ba-rry…, ¿qué querría ver éste?, Taversly, Powers… Ah, aquí está: Cambrey, a las once y media del… -Forzó la vista para distinguir la fecha-. El viernes de hace dos semanas.
– La recepcionista dijo que había venido otras veces. ¿Consta su nombre en otro día que ese viernes?
Malverd, servicial, repasó el libro. Cogió un trozo de papel y apuntó las fechas. Entregó el resultado a St. James cuando completó la inspección.
– Un visitante muy regular -dijo-. Cada tres viernes.
– ¿Hasta cuándo se remonta el libro?
– Sólo hasta enero.
– ¿Podemos examinar el libro del año pasado?
– Voy a averiguarlo.
Cuando Malverd salió del despacho, St. James observó con más atención la gráfica de la pared. La ordenada recibía el nombre de «Crecimiento del tumor», en tanto la abscisa se llamaba «Tiempo posterior a la inyección». Dos líneas señalaban la progresión de dos sustancias: una descendía rápidamente y llevaba la identificación «Droga», en tanto la otra, marcada como «Solución salina», experimentaba una subida constante.
Malverd regresó con una taza de té en la mano y un libro de registro en la otra. Cerró la puerta con el pie.
– También estuvo aquí el año pasado -dijo.
Copió los datos a medida que los localizaba, interrumpiéndose de vez en cuando para sorber su té. El silencio que reinaba en el laboratorio y en el despacho era casi inhumano. El único sonido perceptible era el roce del lápiz sobre el papel. Por fin, Malverd levantó la vista.
– Antes de junio, nada -dijo-. El dos de junio.
– Más de un año -comentó St. James-. ¿Alguna indicación del motivo de sus visitas?
– Ninguna. No tengo ni idea. -Malverd hizo una tienda de campaña con las manos y contempló la gráfica con el ceño fruncido-. A menos que fuera el oncomet.
– ¿El oncomet?
– Una droga que el departamento veinticinco está experimentando desde hace unos dieciocho meses o más.
– ¿Qué clase de droga?
– Para el cáncer.
La entrevista de Cambrey con el doctor Trenarrow acudió de inmediato a la mente de St. James. La relación entre aquella entrevista y los viajes de Mick a Londres ya no era teórica ni insustancial.
– ¿Una especie de quimioterapia? ¿Cuál es su efecto?
– Inhibe la síntesis de las proteínas en las células cancerígenas. Confiamos en que impedirá la reproducción de oncogenes, los genes que causan el cáncer.
Señaló la gráfica con un movimiento de cabeza y luego la línea roja que descendía en picado, una diagonal bien definida que indicaba el porcentaje de crecimiento tumoral inhibido en relación al tiempo transcurrido tras la administración de la droga.
– Como puede ver, todo parece indicar un tratamiento prometedor. Los resultados en ratones han sido extraordinarios.
– ¿No ha sido empleada en seres humanos?
– Aún tardaremos años. Los estudios toxicológicos acaban de empezar. Ya sabe a qué me refiero. ¿Qué cantidad constituye una dosis inocua? ¿Cuáles son sus efectos biológicos?
– ¿Efectos secundarios?
– En efecto. Los seguimos con mucha atención.
– Si no existen efectos secundarios, si nada demuestra la peligrosidad del oncomet…, ¿qué ocurrirá entonces?
– Lanzaremos la droga al mercado.
– Con beneficios considerables, diría yo -señaló St. James.
– Una fortuna -contestó Malverd-. Representa un gran salto hacia adelante. No cabe la menor duda. De hecho, yo diría que Cambrey estaba preparando un artículo sobre el oncomet. Ahora bien, si ha sido la causa potencial de su muerte… -hizo una pausa significativa-, no sé cómo.
St. James pensó que sí: algo descubierto al azar, una fuente de preocupación, una idea comunicada por alguien con acceso a la información interna.
– ¿Cuál es la relación entre Islington-Londres e Islington-Penzance? -preguntó.
– Penzance es uno de nuestros centros de investigación. Hay varios por todo el país.
– ¿Cuál es su finalidad? ¿Más experimentos?
Malverd meneó la cabeza.
– Las drogas se crean en los laboratorios de investigación. -Se reclinó en la silla-. Cada laboratorio, por lo general, trabaja en un campo diferente del control de las enfermedades. Tenemos uno para el parkinson, otro para la epilepsia, otro nuevo para el sida. Incluso tenemos un laboratorio dedicado a la gripe, lo crea o no -sonrió.
– ¿YPenzance?
– Es uno de nuestros tres centros dedicados al cáncer.
– ¿Ha producido Penzance oncomet, por casualidad?
Malverd volvió a mirar la gráfica con aire reflexivo.
– No. Nuestro laboratorio de Bury, en Suffolk, fue el responsable.
– ¿Y dice que no experimentan con las drogas en esos centros?
– No tan exhaustivamente como aquí. Las pruebas iniciales sí, por supuesto. Eso sí. De lo contrario, ¿cómo sabrían lo que han desarrollado?
– ¿Sería posible suponer que alguien de esos laboratorios tuvo acceso a los resultados? No sólo a los resultados de ese laboratorio, sino también a los de Londres.
– Por supuesto.
– ¿Podría haber observado alguna inconsistencia? ¿Algún detalle pasado por alto en las prisas por lanzar al mercado un nuevo producto?
La bonachona expresión de Malverd sufrió un cambio. Sacó la barbilla y volvió a entrarla, como si ajustara la médula espinal.
– Eso es muy improbable, señor St. James. Este lugar está consagrado a la medicina, no a escribir novelas de ficción científica. -Se levantó-. Debo regresar a mi laboratorio. Hasta que encontremos un hombre nuevo que se encargue del veinticinco, iré sobrecargado de trabajo. Estoy seguro de que me comprende.
St. James le siguió y salieron del despacho. Malverd entregó a la secretaria los libros de registro.
– Estaban en orden, señora Courtney. La felicito.
Ella respondió con frialdad mientras cogía los libros.
– El señor Brooke lo tenía todo en orden, señor Malverd.
Una gran sorpresa invadió a St. James cuando oyó el apellido.
– ¿El señor Brooke? -preguntó.
No podía ser posible.
Malverd demostró que sí. Le indicó que entrara de nuevo en el laboratorio.
– Justin Brooke-dijo-. El bioquímico que se hallaba a cargo de esta parte. El muy idiota se mató en un accidente el pasado fin de semana, en Cornualles. Al principio, pensé que usted había venido por ese motivo.
22
Antes de indicar al agente que abriera la puerta de la sala de interrogatorios, Lynley atisbó por la mirilla. Su hermano sujetaba en las manos una bandeja de plástico con té y bocadillos. Estaba sentado a la mesa, la cabeza gacha, y con los dedos de la mano derecha se pellizcaba las uñas de la izquierda. Aún llevaba la camiseta a rayas que McPherson le había dado en Whitechapel, pero la protección que le había proporcionado ya no era la adecuada. Peter temblaba de pies a cabeza. Lynley imaginó que todos sus músculos internos también se estremecían.