Cuando le dejaron en la sala treinta minutos antes (solo, a excepción de un guardia encargado de evitar que se autolesionara), Peter no había dicho nada. No había formulado ninguna pregunta, no había pedido nada. Se había quedado de pie, las manos apoyadas en el respaldo de una silla, examinando la fría sala, tan impersonal. Una mesa, cuatro sillas, el suelo de linóleo, dos luces en el techo, de las que sólo una funcionaba, un cenicero rojo mellado de hojalata sobre la mesa. Antes de sentarse, había mirado a Lynley y abierto la boca, como si fuera a hablar. Todos sus rasgos expresaban súplica. Pero no dijo nada. Era como si Peter hubiera comprendido por fin los daños irreparables que había causado a la relación con su hermano. Si aún creía que podía recurrir a los lazos de sangre que los unían inextricablemente para salvarse, no lo mencionó.
Lynley cabeceó en dirección al agente, que abrió la puerta y volvió a cerrarla con llave cuando Lynley en tro. Éste pensó que el sonido de la llave al rozar contra el metal era más ominoso que nunca, ahora que entrañaba el cautiverio de su hermano. No esperaba esta sensación. No esperaba sentir el deseo de rescatar, o la perentoria necesidad de proteger. Por alguna razón ficticia, había creído que, al enfrentarse Peter a las consecuencias de la vida delictiva que había escogido durante los últimos años, experimentaría la sensación de que algo concluía. Sin embargo, ahora que la justicia se había abatido sobre Peter, Lynley descubrió que no se sentía recompensado por haber sido el hermano decantado hacia la vida ética, limpia, moral, la vida que le garantizaría un puesto de honor en la sociedad. En cambio, se sintió como un hipócrita y supo, sin la menor duda, que, si debía aplicarse un castigo al gran pecador, al hombre que había recibido lo máximo y dilapidado, por tanto, lo máximo, él era el candidato más apropiado.
Peter alzó los ojos, le vio y desvió la mirada. Sin embargo, la expresión de su cara no era hosca, sino aturdida, a causa de la confusión y el miedo.
– Los dos necesitamos comer algo -dijo Lynley.
Se sentó frente a su hermano y colocó la bandeja sobre la mesa, entre ellos. Como Peter no hiciera el menor movimiento, Lynley desenvolvió un bocadillo, forcejeando con el cierre. El crujido del papel le recordó el crepitar del fuego al devorar la madera. Se le antojó inusitadamente intenso.
– La comida del Yard es impresentable -continuó-. O serrín, o gachas institucionales. Ordené que trajeran estos bocadillos de un restaurante que hay siguiendo calle abajo. Prueba el de pastrani. Es mi preferido. -Peter no se movió. Lynley cogió la taza de té-. No recuerdo cuánto azúcar te pones. He traído unos cuantos paquetes, y también un cartón de leche.
Agitó su té, desenvolvió el bocadillo y reflexionó sobre la manifiesta imbecilidad de su comportamiento. Sabía que estaba actuando como una madre protectora, como si creyera que la comida iba a curar la enfermedad.
Peter levantó la cabeza.
– No tengo hambre.
Lynley observó que tenía los labios agrietados, enrojecidos de mordérselos durante la media hora que le habían dejado solo. Habían empezado a sangrar en un punto, pero la sangre ya se había secado, dejando una mancha oscura e irregular. Más sangre, que adoptaba la forma de pequeñas costras, estaba adherida al interior de su nariz, mientras fragmentos de piel seca habían resbalado entre sus pestañas.
– El ansia es lo primero -dijo Peter-. Después, viene lo demás. Tú no te das cuenta de lo que está pasando. Piensas que estás de coña, mejor que nunca. Pero no comes. No duermes. Trabajas cada vez menos y, al final, lo dejas. Lo único que importa es la coca. Sexo. A veces, sexo. Pero al final, ni siquiera eso. La coca es mucho mejor.
Lynley, con infinito cuidado, dejó el bocadillo, intacto, sobre el papel en que iba envuelto. De repente, se había quedado sin hambre. Lo único que deseaba era no sentir nada en absoluto. Cogió la taza y la rodeó con sus manos. Un calor indefinido pero agradable emanaba de ella. Tenía mucho frío, pero surgía de su interior. Al igual que los temblores de Peter, era una reacción.
– ¿Dejarás que te ayude?
La mano derecha de Peter aferró la izquierda. No contestó.
– No puedo cambiar la clase de hermano que fui cuando me necesitabas -dijo Lynley-. Sólo puedo ofrecerte lo que soy ahora, por poco que sea.
Peter pareció retroceder ante estas palabras, o tal vez ocurrió que el frío -interior o exterior- le estaba disminuyendo de tamaño a fin de conservar las energías, de reunir las escasas fuerzas que le quedaban. Cuando por fin respondió, sus labios apenas se movieron. Lynley tuvo que esforzarse para oírle.
– Quería ser como tú.
– ¿Como yo? ¿Por qué?
– Eras perfecto. Eras mi modelo. Quería ser como tú. Cuando descubrí que no podía, tiré la toalla. Si no podía ser como tú, no quería ser otra cosa.
Su tono era concluyente. Sus palabras no sólo parecían el fin de la conversación, sino también el final de cualquier posibilidad de reconciliación. Lynley buscó algo (palabras, imágenes, una experiencia común) que le permitiera superar aquellos quince años y llegar al corazón del niño que había abandonado en Howenstow. No pudo encontrar nada. No había manera de volver atrás y enmendar los errores.
Se sentía abatido. Hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la pitillera y el encendedor y los dejó sobre la mesa. La pitillera había sido de su padre, y el tiempo había borrado casi la A grabada en la tapa. Algunas partes habían desaparecido por completo, pero le tenía cariño, por mellada y arañada que estuviera. Jamás se le habría ocurrido cambiarla por otra. Al mirarla, pequeño símbolo rectangular de todo aquello de lo que había huido, de todos los aspectos de su vida que había preferido negar, del tumulto de sentimientos que había rehusado afrontar, encontró las palabras.
– Era cosa sabida que se acostaba con Roderick mientras nuestro padre estaba aún vivo. Yo no podía soportarlo, Peter. Me daba igual que estuvieran enamorados, que no lo hubieran planeado, sino que, simplemente, hubiera ocurrido. No me importaba que Roderick tuviera la intención de casarse con ella cuando fuera libre. No importaba que ella aún quisiera a nuestro padre…, y yo sabía que le quería, porque veía cómo actuaba con él, incluso después de iniciar la relación con Roderick. Sin embargo, no lo entendía, y no podía soportar mi ciega ignorancia. ¿Cómo podía querer a los dos? ¿Cómo podía entregar su devoción a uno, cuidarle, bañarle, leerle, velarle hora tras hora y día tras día, alimentarle, estar sentada a su lado…, y acostarse con otro? ¿Cómo podía Roderick entrar en la alcoba de mi padre, hablar con él acerca de su estado, consciente todo el rato de que después poseería a nuestra madre? No podía entenderlo. Me parecía imposible. Quería que la vida fuera sencilla, y no lo era. Son unos salvajes, pensaba. No tienen decencia. No saben comportarse. Hay que enseñarles. Yo les enseñaré. Yo los castigaré. -Lynley cogió un cigarrillo y empujó la pitillera hacia su hermano-. El que yo me marchara de Howenstow, el que volviera con tan escasa frecuencia, no tenía nada que ver contigo, Peter. Fuiste la víctima de mi necesidad de vengar algo que nuestro padre siempre desconoció. Sé que no sirve de nada, pero lo siento.
Peter sacó un cigarrillo, pero lo sostuvo entre sus dedos sin encenderlo, como si ese acto significara un paso adelante que no deseaba dar.
– Quería que estuvieras conmigo, pero no lo estabas -respondió-. Nadie me decía cuándo ibas a volver. Creía que, por algún motivo, era un secreto. Por fin, comprendí que nadie me lo decía porque nadie lo sabía. Dejé de preguntar. Al cabo de un tiempo, dejó de importarme. Cuando volviste a casa, resultó más fácil odiarte, para que, cuando volvieras a marcharte, cosa que hacías siempre, no me importara.