– Existe toda una red, Tommy. Los camellos conocen a los clientes, y los clientes conocen a los camellos. Todo el mundo conoce a todo el mundo. Te dan un teléfono. Llamas. Llegas a un acuerdo.
– ¿Y si la persona a la que llamas resulta ser un agente de narcóticos?
– La has cagado, aunque puedes evitarlo si eres listo, y si sabes montar tu red. Mick sabía hacerlo. Era periodista. Sabía establecer buenos contactos. Buscaba un tipo diferente de contacto cada vez que iniciaba una venta. Tenía cientos de conexiones.
Eso era cierto, pensó Lynley. Debió ser sencillo para un hombre en la posición de Mick.
– ¿Qué pasó entre vosotros dos el viernes por la noche? Los vecinos oyeron una pelea.
– Yo estaba desesperado. Mark se dio cuenta por la tarde y aumentó el precio. Yo no tenía dinero, así que fui a ver a Mick para pedirle prestado. Se negó en redondo. Le prometí que se lo devolvería. Juré que no tardaría ni una semana.
– ¿Cómo?
Peter contempló sus uñas mordidas. Lynley comprendió que estaba luchando con su conciencia, decidiendo hasta dónde iba a llegar y sopesando las consecuencias.
– Mediante objetos de Howenstow -contestó por fin-. La cubertería de plata. Pensé que podría vender algunas piezas en Londres sin que nadie se enterara. Al menos, durante un tiempo.
– ¿Por eso fuiste a Cornualles?
Lynley aguardó la respuesta y trató de considerar con indiferencia la idea de que su hermano se proponía vender objetos que habían pertenecido a la familia durante generaciones, sólo para satisfacer su adicción a la droga.
– No sé por qué fui a Cornualles. Tenía la mente confusa. En un momento dado estaba allí para comprar droga a Mark, al siguiente para robar una pieza de plata y venderla en Londres, y al otro para pedir dinero a Mick. Así son las cosas. Pasado un tiempo, ya no sabes lo que haces. Te sientes aturdido.
– ¿Y cuando Mick se negó a prestarte el dinero?
– Cometí una estupidez. Le amenacé con pregonar por el pueblo lo que hacía en Londres. El travestismo. El tráfico de drogas.
– Supongo que no le convenciste de que te prestara unas cuantas libras.
– En absoluto. Se rió en mi cara. Dijo que, si quería dinero, debía amenazarle con la muerte, no con el chantaje. La gente paga mucho más por seguir viva que por ocultar un secreto, dijo. Eso es lo que da dinero. No paraba de reír. Como provocándome.
– ¿Qué hacía Brooke?
– Intentaba callarnos. Se dio cuenta de que yo había perdido los estribos. Tenía miedo de que ocurriera algo raro.
– ¿Os callasteis?
– Mick me azuzó. Dijo que, si yo quería airear sus trapos sucios, él haría lo mismo con los míos. Dijo que a ti y a nuestra madre podría interesaros mi recaída en las drogas. Me importó un pimiento. -Peter se mordisqueó la uña del pulgar nerviosamente-. No me importaba que te lo dijera, porque ya lo habías adivinado. En cuanto a mamá… No me importaba otra cosa que colocarme. No sabes lo que es desear sólo una buena dosis de cocaína.
Una admisión capaz de condenar a cualquiera. Lynley agradeció que, por suerte, ni McPherson ni Havers estuvieran presentes. Sabía que el primero podría tomarlo como un lapsus sin importancia, pero la sargento se lanzaría sobre esas palabras como un perro callejero muerto de hambre.
– Estallé en ese momento -siguió Peter-. Era eso o empezar a suplicar.
– ¿Fue entonces cuando Brooke se marchó?
– Intentó que le acompañara, pero me negué. Dije que quería terminar lo que había empezado con aquel maricón.
De nuevo, una mala elección de palabras. Lynley se encogió por dentro.
– ¿Qué pasó después?
– Le dije de todo a Mick. Me enfurecí. Chillé. Estaba fuera de mí y necesitaba…
Cogió su taza de té y engulló una buena cantidad. Un reguero de líquido resbaló sobre su barbilla.
– Terminé mendigando cincuenta libras. Me echó a patadas.
El cigarrillo de Peter se había consumido en el cenicero, transformándose en un perfecto cilindro de ceniza gris. Le dio un golpecito con la uña rota del dedo índice. El cilindro se desmenuzó.
– El dinero seguía allí cuando me fui, Tommy. No tienes por qué creerlo, pero el dinero seguía allí, y Mick estaba vivo.
– Te creo.
Lynley intentó transmitir a sus palabras la certidumbre de que su credulidad bastaría para devolver a Peter a la seguridad que representaba la familia, pero no era otra cosa que una fantasía irresponsable. Tal como estaban las cosas, en cuanto Peter narrara su versión a la policía de Penzance, sería procesado, y cuando el jurado se enterara de su repetido uso de las drogas, se encontraría en una situación peligrosa, pese a las anteriores aseveraciones de Lynley, en el sentido de que valía la pena decir la verdad.
Las palabras de su hermano parecieron consolar a Peter, animarle a continuar; la revelación había establecido entre ellos un frágil vínculo.
– Yo no lo robé, Tommy. Soy incapaz. -Lynley le miró con semblante inexpresivo. Peter continuó-. Tampoco robé las cámaras. Yo no fui. Lo juro.
El hecho de que Peter estuviera dispuesto a vender objetos familiares restaba credibilidad al supuesto respeto manifestado hacia Deborah. Lynley evitó una respuesta directa.
– ¿A qué hora dejaste a Mick?
Peter reflexionó unos momentos.
– Fui a El Ancla y la Rosa y tomé una pinta -dijo-. Debían ser las diez menos cuarto.
– ¿No eran las diez, ni más tarde de las diez?
– Cuando llegué, no.
– ¿Seguías allí a las diez? -Cuando Peter asintió, Lynley preguntó-: Entonces, ¿por qué volvió Justin en autostop a Howenstow?
– ¿Justin?
– ¿No pudiste acompañarle en coche? ¿Es que no estaba en la taberna?
Peter le miró, confuso.
– No.
Lynley notó que su pulso se aceleraba al escuchar esto. Era la primera información capaz de exculpar a su hermano. El hecho de que se la hubiera proporcionado con tal inconsciencia de su importancia, convenció a Lynley de que Peter decía la verdad. Era un detalle que debía verificarse, un fallo en la versión de Brooke, la vaga promesa de que un abogado podría destruir el caso contra Peter.
– Lo que no entiendo -dijo Lynley- es por qué te fuiste de Howenstow tan repentinamente. ¿Fue por la discusión que sostuvimos en la sala de fumar?
Peter esbozó una sonrisa.
– Considerando la cantidad de discusiones que hemos sostenido en el pasado, una más no me habría impulsado a salir pitando, ¿verdad?
Desvió la mirada. Al principio, Lynley pensó que estaba inventando una historia, pero observó las manchas de color que habían aparecido en la cara de su hermano y comprendió que se sentía violento.
– Fue Sasha -siguió Peter-. No me dejaba en paz. Insistió en que regresáramos a Londres. Había robado una caja de cerillas de la sala de fumar, aquella pieza de plata que suele estar sobre el escritorio, y en cuanto supo que Mick no me iba a prestar dinero, ni Mark quería suministrarme droga, se empeñó en volver a Londres para venderla allí. Tenía mucha prisa. Estaba loca por la coca. Tomaba mucha, Tommy. Sin cesar. Más que yo.
– ¿La compraste tú? ¿Obtuviste así lo que ella ha tomado esta tarde?
– No encontré ningún camello. Todo el mundo sabe que la caja es peligrosa. Estoy sorprendido de que no me detuvieran.
Las palabras «hasta ahora» quedaron en el aire, pero ambos pensaron en ellas. La llave giró en la puerta. Alguien la golpeó con energía. McPherson entró. Se había aflojado la corbata y quitado la chaqueta. Llevaba las gafas de montura gruesa subidas sobre la frente. Detrás de él, apareció la sargento Havers. No intentó disimular una sonrisa de complacencia.
Lynley se puso en pie, pero indicó a su hermano con un ademán que continuara sentado. McPherson apuntó al pasillo con el pulgar. Lynley le siguió y cerró la puerta.
– ¿Tiene abogado? -preguntó McPherson.