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– Por supuesto. No hemos telefoneado, pero… -Lynley miró al escocés. Su semblante, en contraste con el de Havers, era grave-. Ha dicho que no reconoce ese frasco, Angus, y seguro que encontramos cantidad de testigos que confirmarán la historia de que fue a comprar pan y huevos mientras Sasha tomaba la droga.

Trató de hablar en tono sereno y razonable, con la intención de que sus dos colegas sólo pensaran en la muerte de Sasha Nifford. La idea de que McPherson y Havers hubieran relacionado a Peter con las muertes de Cornualles era impensable. Sin embargo, la referencia a un abogado insinuaba otra cosa.

– Hablé con los expertos en huellas antes de venir a verle -siguió Lynley-. Evidentemente, sólo había las de Sasha en la aguja, y ninguna de Peter en aquel frasco. Para una sobredosis de ese tipo…

Una creciente preocupación se transparentaba en el rostro de McPherson. Levantó una mano para atajar el chorro de palabras de Lynley, y luego la dejó caer pesadamente.

– Sí, una sobredosis -dijo-. Sí, muchacho, sí. Pero se trata de algo más que una sobredosis.

– ¿Qué quieres decir?

– La sargento Havers te informará.

A Lynley le costó un gran esfuerzo desviar sus ojos de McPherson y mirar el feo rostro de la sargento, que sostenía un papel en la mano.

– ¿Havers? -dijo.

De nuevo, aquella leve sonrisa. Condescendiente, sabia y, además, complacida.

– El informe toxicológico indica que es una mezcla de quinina y una droga llamada ergotamina

– explicó-. Mezcladas de la forma adecuada, inspector, no sólo recuerdan, sino que saben exactamente igual que la heroína. Eso debió pensar la chica que era cuando se la inyectó.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Lynley.

McPherson removió los pies.

– Lo sabes tan bien como yo. Es un asesinato.

23

Deborah había cumplido su palabra. Cuando St. James regresó a casa, Cotter le dijo que ella había llegado una hora antes Con una maleta, añadió significativamente.

– Comentó que tenía mucho trabajo, revelar unas fotos recientes, pero creo que la muchacha está decidida a quedarse hasta que se sepa algo de la señorita Sidney.

Como si sospechara que St. James iba a interferir en sus planes, Deborah había subido directamente al cuarto oscuro, donde una luz roja que brillaba sobre la puerta le informó de que la joven no deseaba ser molestada. Cuando St. James llamó a la puerta y dijo su nombre, Deborah contestó en tono joviaclass="underline"

– Salgo enseguida.

Dejó caer algo con innecesario vigor. St. James bajó a su estudio y llamó a Cornualles.

Encontró al doctor Trenarrow en su casa. Apenas se había identificado cuando Trenarrow se interesó por Peter Lynley, con una calma forzada que esperaba lo peor, pero fingía que, en el fondo, todo iba bien. St. James adivinó que lady Asherton estaba con él. A fin de aliviar sus preocupaciones, Trenarrow se mostraba seguro en su presencia. Teniendo en cuenta que la madre de Lynley era un testigo silencioso de, como mínimo, la mitad de la conversación de Trenarrow, St. James le proporcionó la mínima información posible.

– Le encontramos en Whitechapel. Tommy está con él en este momento.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Trenarrow.

St. James confirmó este extremo de la forma más indirecta posible, sin entrar en detalles, sabiendo que sólo Lynley tenía derecho a dar una completa explicación. Reveló a continuación la verdadera identidad de Tina Cogin. Al principio, Trenarrow pareció tranquilizarse al oír que su teléfono no había estado en posesión de una prostituta londinense desconocida, sino de Mick Cambrey. No obstante, el alivio fue transitorio, dio paso a la inquietud y, por fin, a la compasión, cuando comprendió todas las implicaciones de la doble vida de Mick Cambrey.

– Claro que no lo sabía -contestó a la pregunta de St. James-. Era algo que debía ocultar celosamente. Revelar a alguien ese secreto en un pueblo como Nan-runnel significaría la muerte…

Se interrumpió con brusquedad. St. James imaginó el proceso que habían seguido los pensamientos de Trenarrow. No se apartaban mucho de la realidad.

– Hemos rastreado las actividades de Mick hasta Islington-Londres -dijo St. James-. ¿Sabía usted que Justin Brooke trabajaba allí?

– ¿En Islington? No.

– Me pregunto si las visitas de Mick a la empresa tendrían algo que ver con aquella entrevista que le realizó hace unos meses.

St. James distinguió un tintineo de porcelana, cuando algo se vertió en una taza. Trenarrow tardó unos segundos en contestar.

– Es posible. Preparaba un reportaje sobre la investigación del cáncer. Yo le hablé de mi trabajo. Debí explicarle cómo funcionaba Islington, así que tal vez salió a colación la sucursal de Londres.

– ¿También el oncomet?

Una nueva pausa.

– ¿El oncomet? ¿Sabe usted…? -Un roce de papeles. La alarma de un reloj, rápidamente silenciada-. Un momento. -Un trago de té-. Es posible. Si no recuerdo mal, hablamos de los nuevos tratamientos, desde los anticuerpos de monoclonal a los avances en quimioterapia. Oncomet pertenece a la segunda categoría. Dudo de que lo haya pasado por alto.

– ¿Conocía la existencia del oncomet cuando Mick le entrevistó?

– Todo el mundo en Islington lo sabía. Le llamábamos «el bebé de Bury». El laboratorio de Bury St. Ed-munds lo desarrolló.

– ¿Qué puede decirme de él?

– Es un anti-oncogenes. Impide la reproducción del ADN. Ya sabe lo que es el cáncer, células que se reproducen y matan a la persona cuando las funciones del cuerpo se desequilibran por completo. Un anti-onco-gén pone punto final a esa situación.

– ¿Y los efectos secundarios de un anti-oncogén?

– Ése es el problema, en efecto. La quimioterapia siempre tiene efectos secundarios: caída del cabello, náuseas, pérdida de peso, vómitos, fiebre.

– Que son normales, ¿no?

– Normales, pero no por ello menos molestos. A menudo peligrosos. Créame, señor St. James, si alguien desarrollara una droga sin efectos secundarios, el mundo científico se quedaría anonadado.

– ¿Qué pasaría si una droga resultara ser un anti-oncogén eficaz, pero al mismo tiempo produjera efectos secundarios más graves?

– ¿En qué está pensando? ¿Disfunción renal, fallo de un órgano? ¿ Qué?

– Tal vez algo peor. Un teratógeno, por ejemplo.

– Toda forma de quimioterapia es un teratógeno. Nunca debe utilizarse en una mujer embarazada.

– ¿ Otra cosa, pues? -St. James consideró las posibilidades-. ¿Algo que dañara las células del progenitor?

Se produjo una pausa extremadamente larga, a la que el doctor Trenarrow puso fin con un carraspeo.

– Usted está sugiriendo una droga que causara defectos genéticos a largo plazo tanto en hombres como en mujeres. Lo considero imposible. Las drogas se someten a gran cantidad de pruebas. Se habría descubierto, en el curso de alguna investigación. No podría ocultarse.

– Suponga que sí -insistió St. James-. ¿Podría haberlo descubierto Mick?

– Quizá. Habría aparecido como una irregularidad en los resultados de las pruebas. En todo caso, ¿de dónde habría obtenido los resultados de las pruebas? Aunque hubiera acudido a la oficina de Londres, ¿quién se los habría proporcionado? ¿Por qué?

St. James pensó que sabía la respuesta a ambas preguntas.

Deborah estaba comiendo una manzana cuando St. James entró en el estudio, diez minutos más tarde. Había cortado la fruta en octavos, que había dispuesto en un plato junto con media docena de pedazos de cheddar. Puesto que se trataba de una actividad alimentaria, Peach y Alaska (la perra y el gato de la casa, respectivamente) aguardaban con sumo interés a sus pies. El ojo vigilante de Peach oscilaba entre el rostro de Deborah y el plato, en tanto Alaska, que consideraba la mendicidad un insulto a su dignidad felina, saltó sobre el escritorio de St. James y se contoneó entre lápices, bolígrafos, libros, revistas y correspondencia. Se acomodó junto al teléfono, como si esperara una llamada.