– La policía no lo considera un accidente.
– Exacto. Seguían interrogando a Peter cuando me fui.
– Pero, si no fue un accidente -dijo Deborah-, eso significa…
– Que hay un segundo asesino -concluyó Lynley.
St. James se acercó a las estanterías de nuevo. Estaba seguro de que sus movimientos, torpes e ineptos, le delataban.
– Ergotamina-dijo-. No estoy del todo seguro…
Se interrumpió, tratando de fingir una curiosidad natural, la típica reacción de un científico. Sin embargo, el miedo y la incertidumbre rezumaban a través de su piel. Bajó un volumen médico.
– Es una droga que se administra previa prescripción -estaba diciendo Lynley.
St. James pasó las páginas. Sus manos temblaban. Pasó la G y la H sin darse cuenta. Leyó sin ver una palabra.
– ¿Para qué sirve? -preguntó Deborah.
– Para aliviar las jaquecas, en especial.
– ¿De veras? ¿Para las jaquecas?
St. James intuyó que Deborah se volvía hacia él, y rogó mentalmente que no hiciera la pregunta, pero ella no atendió sus ruegos.
– Simon, ¿la tomas para tus jaquecas?
Por supuesto, por supuesto. Ella sabía que él la tomaba. Todo el mundo lo sabía. Nunca contaba las tabletas. El frasco era grande. Había entrado en su habitación. Había cogido lo que necesitaba. Las había triturado. Las había mezclado. Había creado el veneno, y se lo había dado, con la intención de que Peter lo tomara, pero matando en su lugar a Sasha.
Tenía que decir algo para empujarlos de nuevo hacia Cambrey y Brooke. Leyó durante unos momentos más, asintió como abismado en sus reflexiones y cerró de golpe el libro.
– Es necesario que volvamos a Cornualles -dijo con aplomo-. La oficina del periódico debería proporcionarnos la relación concreta entre Brooke y Cambrey. Después de la muerte de Mick, Harry estuvo buscando un artículo, pero empeñado en que era algo sensacionalista: tráfico de armas en Irlanda del Norte, prostitutas liadas con ministros del gabinete, ese tipo de cosas. Algo me dice que debió de pasar por alto el oncomet.
No añadió el resto. Calló que abandonar Londres mañana le daría tiempo, le alejaría de la policía cuando vinieran a interrogarle sobre un frasco de plata adquirido en la calle Jermyn.
– Yo me encargaré -dijo Lynley-. Webberly ha tenido la amabilidad de prorrogar mi permiso. Demostraré la inocencia de Peter. ¿Me acompañarás, Deb?
St. James observó que ella le miraba fijamente.
– Sí-contestó la joven-. Simon, ¿puedo…?
St. James no podía permitir esa pregunta.
– Si me disculpáis, he de ocuparme de varios informes en el laboratorio -dijo-. Debo darles al menos un toque antes de mañana.
No bajó a cenar. Deborah y su padre cenaron solos en el comedor, pasadas las nueve de la noche. Lenguado de Dover, espárragos, patatas nuevas, ensalada. Una copa de vino. Café en la sobremesa. No hablaron, pero Deborah observaba de vez en cuando que su padre la miraba.
Su relación se había enfriado desde que había vuelto de Estados Unidos. Si antes hablaban libremente, con gran afecto y confianza, ahora se mostraban cautelosos. Algunos temas eran tabú. Ella lo deseaba así. Se había mudado con tanta rapidez de la casa de Chelsea para evitar la posibilidad de hacer confidencias a su padre. Porque él la conocía mejor que nadie. Era la persona más capacitada para empujarla a examinar el pasado. Al fin y al cabo, arriesgaba más que nadie. Los quería a los dos.
Deborah empujó hacia atrás su silla y empezó a amontonar los platos. Cotter también se levantó.
– Me alegro de que te hayas quedado esta noche, Deb -dijo-. Igual que en los viejos tiempos. Los tres juntos.
– Los dos.
Sonrió de una manera que pretendía ser afectuosa y concluyente al mismo tiempo.
– Simon no ha bajado a cenar.
– Los tres juntos en casa, quería decir -explicó Cotter. Le tendió la bandeja del aparador. Su hija colocó los platos sobre ella-. Trabaja mucho, el señor St. James. Me tiene muy preocupado.
Se desplazó hacia la puerta. De esta manera, Deborah no podía escapar, a menos que expresara claramente su deseo. Su padre aprovecharía esa circunstancia. Se mostró cooperativa.
– Está más delgado, papá, ¿verdad? Me he fijado.
– Sí lo está. -No dejó pasar la ocasión-. Estos últimos tres años no han sido fáciles para el señor St. James. Tú piensas lo contrario, pero te equivocas.
– Bueno, claro, se han producido cambios en las vidas de todos, ¿no? Supongo que no pensó mucho en mi ausencia hasta que me marché, pero luego debió acostumbrarse. Cualquiera puede ver…
– Mira, cariño -le interrumpió su padre-, jamás en tu vida te engañaste a ti misma. Lamento que ahora empieces a hacerlo.
– ¿Engañarme a mí misma? No seas ridículo. ¿Por qué iba a hacerlo?
– Ya sabes la respuesta. Tal como yo lo veo, el señor St. James y tú conocéis mejor la respuesta. Sólo hace falta que uno de los dos tenga la valentía de decirla, y que el otro tenga la valentía de dejar de vivir una mentira.
Puso las copas de vino sobre la bandeja y se la quitó de las manos, Deborah sabía que había heredado la estatura de su madre, pero había olvidado que esa circunstancia facilitaba a su padre mirarla directamente a los ojos, cosa que hizo ahora. El efecto fue desconcertante. Le arrancó una confidencia cuando más deseaba reprimirla.
– Sé lo que a ti te gustaría -dijo-, pero no puede ser, papá. Has de aceptarlo. La gente cambia. Crece. Se distancia. El tiempo contribuye a su alejamiento.
– A veces -contestó Cotter.
– Esta vez.
Deborah vio que el hombre parpadeaba varias veces ante la firmeza de su voz. La bandeja tembló en sus manos, y la porcelana tintineó. Intentó suavizar el golpe.
– Yo era una niña. Él era como un hermano.
– Lo era.
Cotter se apartó para dejarla pasar.
Su reacción la entristeció. Sólo anhelaba su comprensión, pero no sabía cómo explicar la situación sin destruir el más querido de sus sueños.
– Papá, has de comprender que con Tommy es diferente. Para él no soy una niña. Nunca lo he sido. Para Simon, en cambio, siempre he sido…, siempre seré…
Cotter sonrió con dulzura a su hija.
– No hace falta que me convenzas, Deb. No es necesario. -Enderezó los hombros y adoptó un tono más animado-. Al menos, hay que llevarle un poco de comida a ese hombre. ¿Quieres subirle una bandeja? Aún sigue en el laboratorio.
Era lo menos que podía hacer. Le siguió hasta la cocina y le observó mientras disponía sobre una bandeja queso, embutidos, pan y fruta, que subió al laboratorio, donde St. James estaba sentado a una mesa de trabajo, contemplando unas fotografías de balas. Sostenía un lápiz entre los dedos, pero no lo utilizaba.
Había encendido varias luces, lámparas de alta intensidad diseminadas por la amplia sala. Creaban pequeños charcos de luz en el interior de grandes cavernas de oscuridad. En uno de ellos, las sombras ocultaban el rostro de St. James.
– Papá quiere que comas algo -dijo Deborah desde el umbral. Entró en la sala y dejó la bandeja sobre la mesa-. ¿Todavía trabajando?
No trabajaba. Deborah dudó que hubiera hecho algo durante todas las horas que había pasado en el laboratorio. Había un informe junto a una de las fotografías, pero en la primera página no se veía ninguna señal de que lo hubiera tocado, y aunque un bloc descansaba sobre la mesa que sostenía, no había escrito nada en él. Todo se reducía a un comportamiento rutinario por su parte, abismarse en el trabajo para olvidar.
La causa era Sidney. Deborah lo leyó en su rostro cuando lady Helen le dijo que no podía localizar a su hermana. Lo había leído de nuevo cuando él volvió a su apartamento y llamó una y otra vez, tratando de averiguar el paradero de Sidney. Todo cuanto había hecho desde aquel momento (el desplazamiento a Islington-Londres, la conversación con Tommy sobre la muerte de Mick Cambrey, la concreción de una teoría que relacionara las circunstancias del crimen, su necesidad de volver a trabajar en el laboratorio), eran maniobras de diversión, una forma de escapar a los problemas derivados de la desaparición de Sidney. Deborah se preguntó qué haría St. James, qué se permitiría sentir, si alguien había hecho daño a su hermana, si Sidney también estaba muerta. Esa idea la horrorizó. La idea del efecto que causaría en St. James aún era peor. Una vez más, Deborah deseó ayudarle de alguna manera, proporcionarle un poco de paz espiritual.