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– Sólo un poco de embutido y queso -dijo-. Algo de fruta. Pan.

Todo lo cual era obvio. Tenía la bandeja ante sus ojos.

– ¿Tommy se ha marchado? -preguntó St. James.

– Hace siglos. Volvió con Peter. -Desplazó un taburete hasta el otro lado de la mesa y se sentó frente a él-. Me he olvidado de traerte algo de beber. ¿Qué quieres? ¿Vino, agua mineral? Papá y yo hemos tomado café. ¿Te apetece un café, Simon?

– No, gracias. Con esto me basta.

Sin embargo, no hizo el menor esfuerzo por comer. Se enderezó en el taburete y se masajeó los músculos de la espalda.

La oscuridad alteraba su cara. Suavizaba los ángulos pronunciados. Borraba las arrugas. Le quitaba años, y con ellos las huellas del dolor. Parecía más joven, más vulnerable, mucho más accesible, el hombre al que Deborah había contado todo en una época, sin miedo a recibir burlas o rechazo, segura de que él siempre la comprendía.

– Simon -dijo, y aguardó a que levantara la vista del plato de comida que no iba a tocar-. Tommy me explicó lo que intentaste hacer por Peter hoy. Fue maravilloso.

La expresión de St. James se nubló.

– ¿Lo que intenté…?

Ella cogió su mano.

– Dijo que ibas a esconder el frasco para que la policía no lo encontrara cuando llegara. A Tommy le conmovió muchísimo esa demostración de amistad. Te lo iba a decir esta tarde en el estudio, pero te fuiste antes de darle la oportunidad.

Vio que los ojos de St. James se posaban sobre el anillo de Tommy. La esmeralda brillaba a la luz como un líquido translúcido. Tenía la mano fría. Mientras ella aguardaba su respuesta, la mano se convirtió en un puño y se apartó. Ella también retiró la suya, como si la hubiera abofeteado, presintiendo que, si bajaba sus defensas, si intentaba acceder a él en nombre de la pura amistad, estaría condenada a fracasar una y otra vez. St. James se volvió hacia un lado. Las sombras profundizaron en los planos de su rostro.

– Dios -susurró.

La palabra y su expresión dieron a entender a Deborah que el rechazo no tenía nada que ver con ella.

– ¿ Qué pasa? -preguntó, notando que el miedo se enroscaba en su interior.

St. James se inclinó hacia la luz. Todas las arrugas reaparecieron y los ángulos se afilaron. Huesos dominantes parecían apretar la piel contra su cráneo.

– Deborah… No sé cómo decírtelo. No soy el héroe que piensas. No hice nada por Tommy. No pensé en Tommy. No me preocupaba Peter. No me preocupa Peter.

– Pero…

– El frasco pertenece a Sidney. Deborah retrocedió al oír la última frase. Separó los labios, pero sólo pudo mirarle con incredulidad.

– ¿Qué estás diciendo? -logró articular por fin, aunque ya sabía la respuesta.

– Ella cree que Peter mató a Justin Brooke. Quería equilibrar la balanza, pero en lugar de Peter…

– Ergotamina -susurró Deborah-. Tú tomas, ¿verdad? Para tus jaquecas.

St. James apartó la bandeja, pero fue la única reacción que se permitió. Sus palabras (aunque no sus connotaciones) fueron absolutamente frías.

– Me siento como un idiota. No sé qué hacer para ayudar a mi hermana. Ni siquiera puedo localizarla. Es patético. Es obsceno. Soy una nulidad, y todo el día sólo ha servido para confirmar este hecho.

– No lo creo -dijo Deborah-. Sidney no… Simon, me parece increíble que pienses eso.

– Helen ha buscado por todas partes, ha telefoneado a todas partes. Yo también. Sin el menor resultado. Descubrirán el origen de ese frasco antes de veinticuatro horas.

– ¿Cómo? Aunque tenga sus huellas dactilares…

– No tiene nada que ver con las huellas dactilares. Utilizó su frasco de perfume, comprado en la calle Jermyn. Eso no supondrá ninguna dificultad para la policía. Se presentarán aquí a las cuatro de la tarde de mañana. Te apuesto lo que quieras.

– Su perfume… ¡Simon, no ha sido Sidney! -De-borah saltó del taburete y corrió a su lado-. No ha sido Sidney -repitió-. Escúchame. No es posible. ¿No te acuerdas? Vino a mi habitación la noche de la cena. Se puso mi perfume. Dijo que el suyo había desaparecido. Alguien había ordenado su habitación. No encontraba nada. ¿Te acuerdas?

Por un momento, St. James aparentó estupor. Tenía la vista clavada en ella, pero no daba la impresión de verla.

– ¿Cómo? -susurró, y cuando habló lo hizo con voz más firme, más contundente-. Eso fue el sábado por la noche, antes de que Brooke muriera. Alguien ya planeaba en ese momento asesinar a Peter.

– O a Sasha.

– Alguien intenta inculpar a Sidney. Bajó del taburete, se dirigió al extremo de la mesa de trabajo, la rodeó y volvió. Lo hizo una segunda vez, con más rapidez y creciente agitación.

– Alguien entró en su cuarto. Pudo ser cualquiera. Peter, si Sasha era la futura víctima, Trenarrow, o cualquiera de los Penellin. Santo Dios, incluso Daze. Todo había quedado aclarado en un momento.

– No -dijo Deborah-. Fue Justin.

– ¿Justin?

– Siempre consideré extraño que fuera a su habitación el viernes por la noche, sobre todo después de lo que había ocurrido en la playa por la tarde. Tenía una cuenta pendiente con Sidney. La cocaína, la pelea, las risas de Peter y Sasha. Se reían de él.

– Así que fue a su habitación -dijo lentamente St. James-, hicieron el amor y cogió el frasco. Tuvo que ser él, maldita sea su alma.

– El sábado, que Sidney no le vio en casi todo el día…, ¿recuerdas que nos lo comentó?, debió apoderarse de la ergotamina y la quinina. Luego hizo la mezcla y se la pasó a Sasha.

– Un químico -dijo St. James con aire pensativo-. Un bioquímico. ¿Quién sabría más de drogas?

– Entonces, ¿a quién quería matar? ¿A Peter o a Sasha?

– A Peter, por supuesto.

– ¿Por la visita a Mick Cambrey?

– Registraron la sala. El ordenador estaba conectado. Había cuadernos y fotografías tiradas por el suelo. Peter debió de ver algo cuando fue con Brooke, y éste sabía que tal vez lo recordaría cuando Cambrey muriera.

– ¿ Por qué le dio la droga a Sasha? Si Peter moría, ella le hubiera contado a la policía quién se la había pasado.

– No. Ella también habría muerto. Brooke estaba seguro. Sabía que era una adicta. Por eso le dio a ella la droga, confiando en que Peter y ella la tomarían juntos y morirían en Howenstow. Cuando comprendió que el plan no iba a funcionar, intentó desembarazarse de Peter de una manera diferente, revelándonos la visita a casa de Cambrey para que Peter fuera detenido, apartado de su camino. Lo que ignoraba era que Sasha y Peter se marcharían de Cornualles antes de que Peter fuera detenido, y que la adicción de Sasha era peor que la de Peter. En especial, ignoraba que ella ocultaba drogas para tomarlas a solas, y que Peter iría a El Ancla y la Rosa, siendo visto por una docena de personas, como mínimo, que le proporcionarían una coartada para la hora en que murió Cambrey.

– Así que fue Justin. Todo lo hizo Justin.

– Me había cegado el hecho de que muriera antes que Sasha. Nunca pensé que él le había dado la droga.

– ¿Y su muerte, Simon?

– Un accidente.

– ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué estaba haciendo en el acantilado en plena noche?

St. James miró hacia atrás. Deborah se había dejado encendida la luz roja del cuarto oscuro. Arrojaba sobre el techo un siniestro resplandor rojo sangre, que le proporcionó la respuesta.