– ¿Has terminado? -dijo St. James sonriendo.
– Sí. Me costó más de lo que pensaba. No estoy acostumbrada a la ampliadora, porque es nueva y… Bueno, ya lo sabes, ¿no? Qué tonta.
Pensó que iba a darle las fotografías, pero no fue así. Se quedó de pie frente a la cama. Una mano apretaba las fotografías contra su costado, y la otra se curvó alrededor del pilar de la cama, alto y estriado.
– Necesito hablar contigo, Simon -dijo.
Algo en su rostro le recordó al instante un tintero derramado sobre una silla del comedor y la temblorosa confesión de una niña de diez años. Sin embargo, algo en su voz le dijo que, para Deborah, había llegado el momento de rendir cuentas, y como resultado experimentó aquella súbita debilidad que acompaña a la aparición del miedo.
– ¿Qué pasa? ¿Algo va mal?
– La fotografía. Sabía que algún día la verías, y quería que la vieras. Era mi deseo más ardiente. Quería que supieras que me acostaba con Tommy. Quería que lo supieras porque te haría daño. Yo quería hacerte daño. Ansiaba hacerte daño. Castigarte. Torturarte. Quería que pensaras en nosotros dos haciendo el amor. Quería que tuvieras celos. Quería que te preocuparas. Yo… Simon, me desprecio por haberte hecho esto.
Sus palabras eran tan inesperadas, que la sorpresa producida le dejó conmocionado. Durante un ridículo momento, pensó que había entendido mal, asumió que estaba hablando de las fotos de Cambrey, refiriéndose a ellas de una manera que no podía comprender. Tomó la rápida decisión de encauzar la conversación en esa dirección. «¿De qué estás hablando? ¿Celoso de Tommy? ¿Qué fotografía, Deborah?» O, mejor aún, desecharlo con una carcajada, indiferente. «Una broma pesada que no ha prosperado.»
Mientras reunía fuerzas para responder, ella continuó, abundando en el tema.
– Te quería mucho cuando me fui a Estados Unidos. Te amaba mucho, y estaba segura de que tú me amabas, no como un hermano, un tío o una especie de segundo padre, sino como hombre. De igual a igual. Ya sabes a qué me refiero.
Sus palabras eran tan dulces, su voz tan serena, que St. James se vio forzado a seguir mirando su cara. Estaba petrificado, incapaz de moverse, aunque cada fibra de su cuerpo insistía en que avanzara hacia ella.
– Ni siquiera sé si puedo explicar lo que sentía, Simon. Tan confiada cuando me marché, tan segura de nuestra relación. Después, esperé que respondieras a mis cartas. Al principio no entendía nada, llegué a creer que correos no funcionaba. Telefoneé al cabo de dos meses y te noté muy distante. Dijiste que tu carrera te exigía mucho. Las responsabilidades crecían. Conferencias, seminarios, informes. Responderías a mis cartas cuando pudieras. ¿Cómo va el colegio, Deborah? ¿Marcha bien? ¿Has hecho amistades? Estoy seguro deque todo saldrá bien. Tienes talento. Tienes dotes artísticas. Te aguarda un brillante futuro.
– Me acuerdo -fue lo único que consiguió articular St. James.
– Hice una disección de mí misma. -Una frágil sonrisa aleteó en su boca-. No era suficiente para ti, no era bastante bonita, no era bastante divertida, no era compasiva, no era cariñosa, no era deseable… No era suficiente.
– Eso no es verdad, ni entonces ni ahora.
– Me despertaba muchas mañanas y odiaba el seguir viva. Aún me aborrecía más. No era capaz de aceptar mi vida. Era una persona carente de todo valor, pensé. Estúpida, fea y completamente inútil.
Cada palabra era más difícil de soportar que la anterior.
– Quería morir. Rezaba por ello. Pero no tuve suerte. Seguí adelante. Como la mayoría de la gente.
– Siguen adelante. Curan sus heridas. Olvidan. Lo comprendo.
Confió en que aquellas cuatro frases bastaran para acallarla, pero comprendió que estaba decidida a proseguir la conversación hasta una conclusión pensada de antemano.
– Al principio, Tommy me ayudó a olvidar. Cuando venía a visitarme, reíamos. Hablábamos. La primera vez inventó una excusa para justificar su visita, pero la segunda ya no. Nunca me presionó, Simon. Nunca me pidió nada. Yo no le hablaba de ti, pero creo que él sabía algo y estaba decidido a esperar hasta que yo estuviera preparada para abrirle mi corazón, Escribía, telefoneaba, ponía unos auténticos cimientos. Cuando me llevó a la cama, yo lo deseaba. Había conseguido olvidarme de ti.
– Deborah, por favor, ya está bien. Lo comprendo.
Dejó de mirarla. Volver la cabeza fue el único movimiento que logró hacer. Clavó la vista en los papeles esparcidos sobre la cama. Le dolían los párpados.
– Tú me rechazaste. Estaba furiosa. Herida. Terminé contigo, pero por algún motivo creí que debía demostrarte cuál era la situación actual. Debía demostrarte que, si tú no me querías, otra persona sí. Por eso clavé esa fotografía en la pared de mi apartamento. Tommy no quiso que lo hiciera. Me lo pidió, pero yo hice hincapié en la composición, el color, la textura de las cortinas y las mantas, la forma de las nubes en el cielo. Sólo es una fotografía, dije, ¿te molesta lo que implica?
Calló unos momentos. St. James pensó que había terminado. Levantó la vista y vio que se había llevado la mano a la garganta, que apretaba los dedos contra la clavícula.
– Le dije una mentira terrible a Tommy. Sólo quería herirte, cuanto más mejor.
– Dios sabe bien que lo merecía. Yo también te herí.
– No. Una venganza semejante no tiene excusa. Es digna de un adolescente. Despreciable. Apunta cosas sobre mí que me ponen enferma. Lo siento mucho. De veras. Lo siento muchísimo.
«No es nada. Te lo aseguro. Olvídalo, pajarito.» No pudo pronunciar las palabras. No podía decir nada. No podía soportar la idea de que, por culpa de su cobardía, la había empujado a los brazos de Lynley. El sufrimiento era intolerable. Se consideró un ser despreciable. Mientras buscaba palabras que no sabía, mientras se sentía desgarrado por sentimientos que no quería poseer, Deborah colocó las fotografías sobre el borde de la cama, tirando de las esquinas hacia abajo para impedir que se doblaran.
– ¿Le quieres?
Dio la impresión de que arrojaba la pregunta como una lanza.
Deborah se había encaminado hacia la puerta, pero se volvió para contestar.
– Significa todo para mí -dijo-. Lealtad, decisión, afecto, ternura. Me ha dado…
– ¿Le quieres? -La voz le tembló en esta ocasión-. ¿Puedes decir que le quieres, Deborah?
Por un momento, pensó que se marcharía sin responder, pero entonces percibió que la influencia de Lynley se manifestaba en todo su cuerpo. Alzó la barbilla, enderezó los hombros, y asomaron lágrimas en sus ojos. Oyó la respuesta antes de que hablara.
– Le quiero. Sí. Le quiero.
Y se marchó.
St. James yacía en la cama y contemplaba las formas cambiantes que dibujaban en el techo las sombras y la tenue luz del exterior. La noche era calurosa, la ventana del dormitorio estaba abierta y las cortinas descorridas. De vez en cuando, oía el rugido de los coches que circulaban por Cheyne Walk, a una manzana de distancia, el estruendo de sus motores amplificado por la anchura del río. Su cuerpo debería estar cansado, exigir el sueño, pero, en cambio, le dolía; sentía los músculos del cuello y hombros insoportablemente tensos, las manos y brazos como electrizados, el pecho aplastado como bajo un gran peso. Su mente era un remolino, compuesto por fragmentos de anteriores conversaciones, brumosas fantasías a medio formar, cosas que era preciso decir. Intentó concentrarse en algo que no fuera Deborah. Un análisis de fibras que necesitaba terminar, una declaración que debía efectuar dentro de dos semanas, una conferencia en la que iba a presentar una ponencia, un seminario en Glasgow al que estaba invitado. Intentó volver a ser como durante su ausencia, el frío científico que encadenaba compromisos y responsabilidades, pero sólo consiguió ver al hombre que era en realidad, el cobarde que procuraba alejar de su vida todo riesgo de ser vulnerable.