Nada existía, salvo estar en los brazos de Simon. Nada importaba, salvo el calor de su boca y el sabor de su lengua. Era como si únicamente este momento importara, permitiendo que un beso definiera su vida.
Él murmuró su nombre, y una corriente de seguridad pasó entre ellos, extrayendo energía del pozo inagotable de su deseo. Borró el pasado y se llevó todas las creencias, todas las intenciones, todos los aspectos de su vida, excepto la certeza de que le deseaba, más que a la lealtad, más que al amor, más que a la promesa de un futuro. Se dijo que esto no tenía nada que ver con la Deborah que era de Tommy, que dormía en la cama de Tommy, que iba a ser la mujer de Tommy. Sólo tenía que ver con un ajuste de cuentas, una hora que aprovecharía para medir su valor.
– Mi amor -susurró Simon-. Sin ti…
Ella cubrió la boca de él con la suya. Mordió sus labios con suavidad y notó que se curvaban en una sonrisa. Ella no deseaba palabras. Sólo sensaciones. La boca de Simon en su cuello, describiendo una curva hasta el hueco de la garganta; las manos de Simon en sus pechos, acariciando y arrullando, descendiendo hasta la cintura, hasta el cinturón de la bata, desanudándolo, empujando la bata hacia atrás, bajando los delgados tirantes del camisón por sus brazos. Deborah se quedó inmóvil. El camisón cayó al suelo. Notó la mano de Simon sobre su muslo.
– Deborah.
Ella no quería palabras. Se inclinó sobre él, le besó, sintió que la apretaba contra su cuerpo, se oyó suspirar de placer cuando la boca de Simon encontró su pecho.
Ella empezó a acariciarle. Empezó a desnudarle.
– Te deseo -susurró él-. Deborah. Mírame.
Ella no quería. No podía. Vio el resplandor de las velas, la piedra que rodeaba el hogar, las estanterías llenas de libros, el centelleo de una lámpara de metal sobre el escritorio, pero no así sus ojos, su rostro o la forma de su boca. Aceptó sus besos. Le devolvió las caricias. Pero no le miró.
– Te quiero -susurró Simon.
Tres años. Deborah aguardaba una sensación de triunfo, pero no se produjo. En cambio, un candelabro derramó cera sobre el hogar. La llama murió con un siseo. La mecha consumida desprendió un hilillo de humo, cuyo olor era penetrante y molesto. St. James se volvió para averiguar de dónde procedía.
Deborah observó sus movimientos. La llama de la vela superviviente revoloteó como unas alas sobre su piel. Su perfil, su cabello, el contorno afilado de su mentón, la curva de su hombro, los movimientos seguros de sus manos… Deborah se levantó. Sus dedos temblaban cuando se puso la bata y manoteó inútilmente con el resbaladizo cinturón de raso. De pronto, se sintió débil, agotada. Ni una palabra, pensó. Lo que sea, pero ni una palabra.
– Deborah…
No podía.
– Por el amor de Dios, Deborah, ¿qué te pasa? ¿Qué ocurre?
Se obligó a mirarle. Un vendaval de sentimientos deformaba su rostro. Parecía joven, vulnerable, dispuesto a recibir el golpe.
– No puedo -dijo ella. Notó los labios rígidos-. No puedo.
Se alejó de él y abandonó la habitación. Subió corriendo la escalera. Tommy, pensó.
Como si su nombre fuera una oración, una invocación que la salvara de sentirse sucia y atemorizada.
QUINTA PARTE. EXPIACIÓN
25
El buen tiempo empezó a cambiar cuando el avión de Lynley tocó la pista asfaltada de Land's End. Espesas nubes grises llegaban desde el suroeste, y lo que en Londres era una brisa suave, aquí adquiría la fuerza de un viento que presagiaba lluvia. Esta transformación del tiempo, reflexionó Lynley, era una metáfora muy adecuada de la alteración que habían experimentado su estado de ánimo y las circunstancias. Porque había iniciado la mañana con gran optimismo, y transcurridas pocas horas de haber decidido que el futuro prometía paz en todos los aspectos de su vida, un oscuro recelo, que ya creía haber superado, había ensombrecido sus esperanzas.
Al contrario que la angustia de los últimos días, esta inquietud no tenía nada que ver con su hermano. Las conversaciones que había sostenido con Peter durante la noche le habían producido una sensación de renovación, como de volver a nacer. Si bien, durante su larga visita a New Scotland Yard, el abogado de la familia había descrito el riesgo que corría Peter con transparente sencillez, a menos que la muerte de Mick Cambrey pudiera relacionarse de manera concluyente con la de Justin Brooke, Lynley y su hermano habían pasado de una discusión sobre las ramificaciones legales de su situación a una frágil comunicación, en la que cada uno dio los primeros pasos vacilantes en orden a comprender el comportamiento anterior del otro, un preludio indispensable al perdón de los pecados. Gracias a las horas que Lynley había pasado conversando con su hermano, había entendido que la comprensión y el perdón van unidos. Aspirar a una equivale a experimentar el otro. Si la comprensión y el perdón debían considerarse virtudes (cualidades del carácter, mas no ilustraciones de la debilidad personal), había llegado el momento de aceptar que podían aportar armonía a la única relación de su vida que más necesitaba de la armonía. No sabía qué iba a decir, pero sí que ya estaba preparado para hablar con su madre.
Esta intención, que aligeraba sus pasos, erguía sus hombros y despertaba cánticos en su corazón, empezó a desintegrarse nada más llegar a Chelsea. El sol de la mañana brillaba en todo su esplendor y los pájaros cantaban en el aliso, frente a la casa de St. James. Lynley subió los peldaños, llamó con los nudillos a la puerta y se enfrentó cara a cara con su temor más irracional.
St. James salió a recibirle. Se mostró cordial cuando le ofreció una taza de café antes de marcharse, y confiado cuando le explicó su teoría sobre la culpabilidad de Justin Brooke en la muerte de Sasha Nifford. En otras circunstancias, la información sobre Brooke habría inyectado en Lynley la excitación que siempre experimentaba al saber que avanzaba hacia la resolución de un caso. En estas circunstancias, sin embargo, apenas escuchó las palabras de St. James, ni tan sólo comprendió hasta qué punto explicaban lo sucedido en Cornualles y Londres durante los últimos cinco días. En cambio, observó que el rostro de su amigo estaba pálido, como si sufriera una grave enfermedad; advirtió que las arrugas de su frente se habían acentuado; percibió la tensión soterrada bajo las explicaciones de St. James, y notó que un sudor frío rezumaba a través de su piel e invadía todos los órganos vitales de su cuerpo. Su confianza y voluntad, buques insignia del día, perdieron rápidamente la batalla contra su creciente desazón.
Sabía que sólo había una explicación para el cambio operado en St. James, que bajó la escalera escasos minutos después de su llegada, ajustando la correa de su bolso. Cuando Deborah llegó al vestíbulo y Lynley vio su cara, leyó la verdad y su corazón se partió. Quiso dar rienda suelta a la furia y los celos que experimentaba en aquel instante, pero generaciones de buena educación le ordenaron que se comportara. La exigencia de una explicación se transformó en conversación trivial, cuyo propósito era ayudarlos a superar la coyuntura sin que un cabello se moviera de sitio.
– ¿Has estado muy ocupada con las fotografías, querida? -preguntó, y añadió, porque hasta la buena educación tiene sus límites-: Tu aspecto indica que no has descansado ni un momento. ¿Has estado levantada toda la noche? ¿Has terminado de revelarlas?
Deborah no miró a St. James, que entró en el estudio y empezó a rebuscar en su escritorio.
– Casi.
Se acercó a Lynley, deslizó el brazo alrededor de su cuerpo, levantó la boca para besarle y habló entre susurros contra sus labios.
– Buenos días, querido Tommy. Te he echado de menos esta noche.
Él la besó, notó su inmediata reacción y se preguntó si todo lo que había presenciado era producto de su patética inseguridad. Se dijo que ésa era la verdad.