– Si aún te queda trabajo por hacer, no es necesario que nos acompañes -dijo, pese a todo.
– Quiero ir. Las fotografías pueden esperar.
Volvió a besarle, sonriente.
Durante todo el rato que retuvo a Deborah entre sus brazos, Lynley fue consciente de la presencia de St. James, más que nunca. Durante todo el trayecto hasta Cornualles, fue consciente de ambos, de todos los matices de su comportamiento con él, de su mutuo comportamiento. Examinó cada palabra, cada gesto, cada comentario, bajo el microscopio implacable de su suspicacia. Si Deborah pronunciaba el nombre de St. James, su mente lo transformaba en una velada declaración de amor. Si St. James miraba en dirección a Deborah, era una manifiesta declaración de deseo y compromiso. Cuando Lynley posó el avión sobre la pista de Land's End, sintió que la tensión se enroscaba como un muelle en su nuca. El dolor resultante era secundario, comparado con la repugnancia que experimentaba hacia sí mismo.
Sus enojosos sentimientos sólo le habían permitido entablar conversaciones ingeniosas durante el trayecto hacia Surrey y el vuelo posterior. Como ninguno de los tres poseía la capacidad de lady Helen para superar momentos difíciles mediante conversaciones divertidas, el silencio más absoluto había descendido sobre ellos, de tal forma que cuando llegaron a Cornualles reinaba una atmósfera enrarecida. Lynley adivinó que no fue el único en suspirar de alivio cuando salieron del avión y vieron a Jasper, esperando con el coche cerca de la pista.
El silencio durante el trayecto a Howenstow sólo se rompió cuando Jasper le dijo que lady Asherton había encargado a dos muchachos de la granja que se presentaran en la ensenada «a la una y media, tal como usted ordenó». John Penellin seguía retenido en Penzance, pero todo el mundo sabía ya la buena nueva de que «el señor Peter había aparecido».
– La señora rejuveneció diez años cuando supo que habían encontrado al muchacho -concluyó Jasper-. Salió a pasear provista de sus pelotas de tenis a las ocho y cinco.
No se pronunciaron más palabras. St. James ojeó los papeles que llevaba en el maletín, Deborah contempló el paisaje, Lynley intentó aclarar sus ideas. No se cruzaron con vehículos ni animales en los estrechos senderos, y no vieron a nadie hasta internarse en el camino de la finca. Nancy Cambrey estaba sentada en los peldaños delanteros del pabellón. Molly, en sus brazos, chupaba ávidamente el biberón.
– Para el coche -indicó Lynley a Jasper-. Nancy sabía desde el principio que Mick estaba preparando un artículo. Quizá pueda proporcionarnos los detalles si le contamos lo que sabemos.
St. James no parecía muy convencido. Un vistazo a su reloj reveló a Lynley que estaba preocupado por llegar a la ensenada y luego a la oficina del periódico antes de que pasara mucho más tiempo. Pero no protestó. Ni tampoco Deborah. Los tres salieron del coche.
Nancy se levantó al verlos. Los guió al interior de la casa y se volvió hacia ellos en el vestíbulo. Sobre su hombro derecho, un antiguo y descolorido bordado colgaba de la pared, una escena que representaba una merienda familiar en el campo, en la que intervenían dos niños, sus padres, un perro y un columpio vacío que pendía de un árbol. El mensaje era bastante oscuro, pero tal vez había hablado, con inexactitud bien intencionada, de las constantes recompensas de la vida familiar.
– ¿Mark no está? -preguntó Lynley.
– Ha ido a St. Ivés.
– ¿Tu padre aún no ha dicho nada al inspector Boscowan sobre él? ¿Sobre Mick, la cocaína?
Nancy no se molestó en fingir ignorancia.
– No lo sé -se limitó a decir-. No me han comunicado nada. -Entró en la sala de estar y dejó el biberón de Molly sobre el televisor, y a la niña en su cochecito-. Buena chica -dijo, y palmeó su espalda-. Molly es una niña muy buena. Ahora, dormirás un poquito.
Se acercaron a ella. Lo natural habría sido sentarse,, pero ninguno lo hizo, sino que tomaron posiciones como actores inseguros que no saben aún cómo representar su papeclass="underline" Nancy, cogiendo con una mano la barra del cochecito; St. James, de espaldas a la ventana salediza; Deborah, cerca del piano; Lynley, junto a la puerta de la sala.
El aspecto de Nancy indicaba que aguardaba lo peor de aquella visita inesperada. Los observaba con inquietud, como un pajarillo nervioso.
– Tienen noticias acerca de Mick -dijo.
Lynley y St. James refirieron tanto hechos como conjeturas. Ella los escuchó sin hacer preguntas ni comentarios. De vez en cuando, parecía desolada por una tristeza pasajera, pero en general parecía ausente de todo. Era como si, mucho antes de su llegada, se hubiera anestesiado contra la posibilidad de sentir algo más, no sólo por la muerte de su marido, sino también por los aspectos menos honorables de su vida.
– ¿Nunca te mencionó Islington? -preguntó Lynley, cuando concluyeron su relato-. ¿Ni el onco-met, o a un bioquímico, Justin Brooke?
– Nunca. Ni una vez.
– ¿Era típico de él ser tan reservado sobre un artículo?
– Antes de casarnos, no. Hablaba de todo. Cuando éramos amantes. Antes de la niña.
– ¿Después de la niña?
– Se ausentaba cada vez más. Siempre a causa de algún artículo.
– ¿A Londres?
– Sí.
– ¿Sabías que tenía alquilado un apartamento? -preguntó St. James.
La joven negó con la cabeza.
– Pero, cuando tu padre habló de sus amantes -intervino Lynley-, ¿no pensaste que tenía una en Londres? Habría sido una conclusión razonable, considerando sus repetidos desplazamientos.
– No. No había…
Su vacilación fue testimonio de la decisión que sopesaba. Debía elegir entre la lealtad y la sinceridad, y si la sinceridad en este caso constituía una traición. Dio la impresión de que la balanza se decantaba. Levantó la cabeza.
– No había amantes. Eran puras sospechas de papá. Dejé que se lo creyera. Era más sencillo así.
– ¿Más sencillo que contar a tu padre la afición de Mick por vestirse de mujer?
La pregunta de Lynley pareció liberar a la joven de una pesada carga. Aparentó un alivio monumental.
– Nadie lo sabía -murmuró Nancy-. Nadie, excepto yo. -Se desplomó en la butaca cercana al cochecito-. Mickey. Oh, Dios, pobre Mickey.
– ¿Cómo lo descubriste?
Sacó un arrugado pañuelo del bolsillo de la bata.
– Justo antes de que Molly naciera. Había cosas en su buró. Al principio, pensé que se entendía con alguien y no dije nada porque… Estaba de ocho meses y Mick y yo no podíamos… Por eso pensé…
Sus explicaciones parecían de lo más razonable. El avanzado embarazo le impedía complacer a su marido, de modo que, si iba en busca de otra mujer, tendría que aceptarlo. Al fin y al cabo, ella le había arrastrado al matrimonio. Sólo ella era la culpable de que, como resultado, Mick la hiriera. Por lo tanto, no le restregaría por la cara la prueba de su traición. Sufriría en silencio y confiaría en recuperarle.
– Una noche llegué a casa, poco después de empezar a trabajar en El Ancla y la Rosa, y le encontré… Se había puesto mi ropa. Se había maquillado. Hasta se había puesto una peluca. Pensé que era culpa mía. Me gustaba comprar cosas. Me gustaba comprar vestidos nuevos. Quería ir a la moda. Quería estar bonita para él. Pensaba que así le recuperaría. Al principio, pensé que me había montado una escena por gastar dinero, pero pronto comprobé que aquello le… excitaba.
– ¿Qué hiciste después?
– Tiré los productos de maquillaje. Rompí los vestidos. Los destrocé con un cuchillo de carnicero en el patio trasero.
Lynley recordó que Jasper le había narrado la escena.
– Tu padre te vio, ¿verdad?
– Pensó que yo había descubierto cosas que alguien se había dejado. Creyó que Mick se entendía con otras mujeres. Dejé que lo creyera. ¿Cómo podía decirle la verdad? Además, Mick me prometió que no volvería a hacerlo. Yo le creí. Me desembaracé de todos mis vestidos bonitos para que no sintiera tentaciones. Intentó portarse bien. Lo intentó, pero no podía remediarlo. Empezó a traer cosas a casa. Las encontré. Traté de hablar. Los dos intentamos hablar, pero no funcionó. Empeoró. Era como si cada vez necesitara más vestirse de mujer. Una vez lo hizo en la oficina del periódico y su padre le sorprendió. Harry se enfureció.