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– Es que tu relación con Tommy…

La joven se puso en pie de un salto.

– Me temo que no es asunto tuyo, Simon. En absoluto. Puede que mi padre represente poco más que un criado en tu vida, pero yo no. Nunca lo he sido. ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí a entrometerte en mi vida? ¿Quién piensas que eres?

– Alguien que te quiere. Lo sabes muy bien.

– Alguien que…

Deborah se calló. Extendió los puños frente a ella, como para contener el flujo de palabras, pero fue un esfuerzo inútil.

– ¿Alguien que me quiere? ¿Te atreves a definirte como alguien que me quiere? Tú, que no te molestaste en escribirme una sola carta durante todos los años de mi ausencia. Yo tenía diecisiete años. ¿Sabes lo que pasé? ¿Tienes alguna idea, ya que me quieres tanto? -Se alejó con paso inseguro hacia el otro extremo de la habitación, como harta de hablar, pero luego giró sobre sus talones y se encaró con él de nuevo-. Me pasé meses y meses, esperando como una idiota, una jodida idiota, esperando una palabra de ti. Una respuesta a mis cartas. Cualquier cosa. Una nota. Una postal. Un mensaje enviado a través de mi padre. Lo que fuera, con tal de que procediera de ti. Pero no llegó nada. No sabía por qué. No entendía nada. Y al final, cuando fui capaz de hacerme a la idea, sólo esperé la noticia de que te habías casado con Helen.

– ¿Casarme con Helen? -preguntó con incredulidad St. James. No se paró a preguntarse por qué oía cómo su conversación iba rápidamente en camino de desembocar en una discusión-. ¿Cómo pudiste pensar eso, en el nombre de Dios?

– ¿Qué otra cosa podía pensar?

– Para empezar, lo más sensato hubiera sido apoyarse en lo que existió entre nosotros antes de que te marcharas de Inglaterra.

Las lágrimas afluyeron a los ojos de Deborah, pero las reprimió furiosamente.

– Oh, sí, pensé en eso, ya lo creo. Cada noche y cada mañana pensaba en eso, Simon. Tendida en la cama, intentando pensar en un buen motivo, uno sólo, para continuar adelante. Vivía en un vacío. Vivía en un infierno. ¿Te alegra saberlo? ¿Estás satisfecho ahora? Te echaba de menos. Te deseaba. Era una tortura, una enfermedad.

– Y Tommy fue la cura.

– Por completo. Gracias a Dios. Tommy fue la cura. Así que lárgate de aquí. Ahora. Déjame en paz.

– De acuerdo, me iré. Mi presencia aquí, en el nido de amor, resultaría violenta para Tommy cuando llegue a reclamar aquello por lo que ha pagado. -Señalaba cada objeto mientras hablaba-. El té preparado. Música suave. Y la dama en persona, dispuesta y a la espera. Comprendo que estorbaría un poco. Sobre todo si viene con prisas.

Deborah retrocedió.

– ¿ Lo que él ha pagado? ¿ Por eso has venido? ¿ Eso es lo que piensas, que soy demasiado estúpida y torpe para ganarme la vida, que éste es el piso de Tommy? ¿Qué soy, pues, Simon? ¿Quién coño soy? ¿Su juguete? ¿La mujer de la limpieza? ¿Su puta? -No esperó la respuesta-. Sal de mi casa.

Aún no, decidió él. Aún no, por Dios.

– Has dicho que padeciste una tortura, ¿verdad? ¿Qué crees que han supuesto estos tres años para mí? ¿Cómo crees que me sentí anoche, esperando verte, hora tras hora, después de tres jodidos años, sabiendo ahora que estuviste todo el rato con él aquí?

– ¡No me importa lo que sientes! Sea lo que sea, no tiene punto de comparación con la pena que me causaste.

– ¡Qué gran cumplido para tu amante! ¿Estás segura de que «pena» es la palabra apropiada?

– Así que todo se reduce a eso, ¿no? La cuestión es el sexo. Quién se está tirando a Deb. Bien, aquí tienes tu oportunidad, Simon. Adelante. Fóllame. Recupera el tiempo perdido. Ahí tienes la cama. Adelante. -Él no contestó-. Ánimo. Jódeme. Un polvo rápido. Eso es lo que quieres, ¿verdad? ¿No es eso, maldita sea?

Como él siguiera en silencio, Deborah se apoderó del primer objeto que encontró, enfurecida. Lo arrojó contra él con todas sus fuerzas. Se estrelló y rompió en mil pedazos contra la pared, cerca de su cabeza. Ambos vieron demasiado tarde que, impulsada por la rabia, había destruido un regalo de cumpleaños que él le había comprado en su infancia, mucho tiempo atrás: un cisne de porcelana.

El incidente aplacó la rabia.

Deborah quiso hablar y se llevó el puño a los labios, como si buscara las primeras palabras horrorizadas de disculpa, pero St. James no sentía el menor deseo de escuchar otra palabra. Miró los fragmentos esparcidos sobre el suelo y los aplastó con el pie, empleando un único y preciso movimiento para demostrar que el amor, al igual que la arcilla, es frágil.

Deborah lanzó un grito y se precipitó hacia los pedazos esparcidos, recogiéndolos.

– ¡Te odio! -Cálidas lágrimas resbalaron por fin sobre sus mejillas-. ¡Te odio! La única reacción que se podía esperar de ti. Cómo no, si estás lisiado por completo. Crees que sólo se trata de tu estúpida pierna, pero estás lisiado por dentro, y eso es mucho peor, te lo juro por Dios.

Sus palabras acuchillaron el aire, todas las pesadillas cobraron vida. St. James se encogió y caminó hacia la puerta. Se sentía aturdido, débil, terriblemente consciente de su torpe andar, como aumentado mil veces ante los ojos de la chica.

– ¡No, Simon! ¡Lo siento!

Tendió la mano hacia él y St. James reparó con interés en que se había cortado con el borde de un fragmento de porcelana. Una línea de sangre resbalaba desde la palma hasta la muñeca.

– No quise decir eso, Simon, tú lo sabes.

St. James se dio cuenta con sorpresa de que toda su rabia se había desvanecido. Nada importaba en absoluto, salvo la necesidad de escapar.

– Lo sé, Deborah.

Abrió la puerta. Marcharse significó un gran alivio.

Tuvo la impresión de que oleadas de sangre afluían a su cabeza, el habitual presagio de un dolor intolerable. Sentado en su viejo MG, aparcado frente a los apartamentos Shrewsbury Court, St. James luchó contra él, sabiendo que, si se rendía sólo un momento, la agonía sería tan insoportable, que regresar hacia Chelsea sin ayuda le resultaría imposible.

La situación era absurda. ¿Tendría que llamar a Cotter para que le ayudara? ¿Y por culpa de qué? ¿De una conversación de quince minutos con una chica que acababa de cumplir los veintiún años? Él, once años mayor, con todo un mundo de experiencias a sus espaldas, tendría que haber salido victorioso de la batalla. Claro que su estado en aquel momento, destrozado, débil y enfermo, no había contribuido a su éxito. Fantástico.

Cerró los ojos para protegerlos del sol, una incandescencia que crispaba sus nervios, aunque él sabía que no existía, era un mero producto de su cerebro enfebrecido. Dedicó una carcajada irónica a la torturada circunvolución de músculo, hueso y tendón que durante ocho años había constituido su prisión, su condena, el castigo final por el crimen de ser joven, estar borracho y conducir por una carretera sinuosa de Surrey mucho tiempo atrás.

El aire que respiraba era cálido y hedía a diesel, pero aspiró una profunda bocanada. Dominar el dolor al principio era fundamental, y no se detuvo a pensar que entregarse a él le habría eximido de meditar sobre las acusaciones que Deborah había proferido y, peor aún, admitir la verdad de cada una.

Durante tres años no le había enviado ningún mensaje, ni una carta, nada en absoluto. Lo más lamentable era que no podía aducir la menor excusa, ni explicar su comportamiento de una manera que ella pudiera comprender. Aun en este caso, ¿de qué le serviría ahora a Deborah saber que cada día sin ella había significado para él un paso más hacia la disolución? Porque, mientras él se permitía el lujo de morir un poco más cada día, Lynley se había apoderado de un lugar en la dulce circunferencia de la vida de Deborah, comportándose a continuación con su estilo habitual, desenvuelto y sereno, absolutamente seguro de sí mismo.

Al pensar en el rival, St. James se movió y buscó en su bolsillo las llaves del coche, decidido a que Lynley no le encontrara apostado frente al edificio de Deborah, como un colegial defraudado. Arrancó y se mezcló con el tráfico característico de las horas punta que invadía Sussex Gardens.