Lynley negó con la cabeza.
– Te habrías marchado de Howenstow en cuanto yo me casara. -Leyó en su rostro que era verdad. Lady Asherton bajó la vista; un músculo se agitó en su mejilla-. Lo sabía, madre. Utilicé esa certeza como un arma. Si yo me casaba, tú quedabas libre. Por eso no me he casado.
– Nunca encontraste a la mujer adecuada.
– ¿Por qué demonios no me dejas cargar con la culpa que merezco?
Su madre levantó la vista.
– No quiero que sufras, querido. No lo quise entonces, y no lo quiero ahora.
Nada podría haber provocado en él un mayor remordimiento. Ni censuras, ni recriminaciones, ni merecido castigo. Se sintió como un canalla.
– Por lo visto, piensas que todo el peso recae sobre tus hombros -dijo su madre-. Ignoras que miles de veces he deseado que no nos sorprendieras juntos, no haberte abofeteado, haber hecho algo, cualquier cosa, para aliviar tu dolor. Porque era dolor lo que sentías, Tommy. Tu padre se estaba muriendo en esta misma casa, y yo había destruido también a tu madre. Sin embargo, era demasiado orgullosa para consolarte. Qué monstruo de arrogancia, pensé. ¿Cómo se atreve a condenarme por algo que ni siquiera comprende? Que hierva de rabia. Que llore. Que se enfurezca. Menudo puritano. Ya volverá. Pero no lo hiciste. -Tocó su mejilla levemente con el dorso de la mano, una caricia vacilante que él apenas percibió-. El mayor castigo fue distanciarnos. Casarme con Roddy no habría cambiado nada.
– Te habría dado algo.
– Sí. Aún es posible.
Un toque de alegría en su voz, una dulzura soterrada, le reveló lo que ella aún no le había contado.
– ¿Te lo ha vuelto a pedir? Bien. Me alegro. Es un perdón mayor del que merezco.
Ella le cogió del brazo.
– El momento pasó, Tommy.
Le ofrecía un perdón capaz de borrar el resentimiento que los había separado.
– ¿Así de sencillo? -preguntó Lynley.
– Así de sencillo, querido Tommy.
St. James caminaba unos pasos atrás de Lynley y Deborah. Le proporcionó la excusa el deseo de Lynley de hablar con Deborah sobre su madre. Dejó que le precedieran por el parque, separados primero por un metro, después por dos, luego por tres, hasta que casi fueron una docena. Contempló su avance, examinó su proximidad. Memorizó los detalles: el brazo de Lynley que rodeaba la espalda de Deborah, el de ella alrededor de su cintura, el ángulo de las cabezas mientras conversaban, el contraste de color entre sus cabellos. Vio que caminaban manteniendo un ritmo perfecto, con pasos de igual longitud, ágiles y alados. Los miró y trató de no pensar en la noche anterior, en el descubrimiento de que ya no podía seguir huyendo de ella y vivir solo, en el momento que, estupefacto, había asumido por fin el hecho de que así debería ser.
Cualquier hombre que la conociera menos habría calificado sus acciones de la víspera de inteligente manipulación, ejercida con el propósito de presenciar un sufrimiento que vengara el que él había infligido. Una confesión de su amor adolescente hacia él; una confesión del deseo inherente a aquel amor; un encuentro que combinaba los elementos más enconados de la emoción y la excitación; una brusca conclusión cuando ella adquirió la seguridad de que St. James ya no iba a eludirla. De todos modos, aunque él deseara considerar su comportamiento como despecho de una mujer calculadora, no podía. Porque ella no sabía que él saldría de su habitación y entraría en el estudio, no podía haber anticipado que, tras años de separación y rechazo, St. James se desembarazaría por fin de sus peores temores. No le había pedido que se reuniera con ella, no le había pedido que se sentara en la otomana a su lado, no le había pedido que la tomara en sus brazos. St. James sólo podía culparse de haber traspasado los límites de la traición y de haber asumido, en la pasión del momento, que ella también deseaba traspasarlos.
Había doblegado su voluntad, había exigido una decisión. Ella la había tomado. Si quería sobrevivir, sabía que debería hacerlo solo. Si bien la idea le resultaba insoportable en estos momentos, intentó creer que el tiempo la suavizaría.
Dioses propiciatorios contenían la lluvia, aunque el cielo era mucho más tenebroso cuando llegaron a la ensenada. Mar adentro, el sol se abría paso a través de un desgarrón en las nubes, y arrojaba rayos dorados sobre las aguas. Era un simple paréntesis. Aquella transitoria belleza no habría engañado a ningún marinero o pescador.
Dos adolescentes fumaban en las rocas que salpicaban la playa. Uno era alto y huesudo, con una masa de cabello naranja brillante, y el otro pequeño y flaco, de rodillas nudosas. A pesar del tiempo, iban en traje de baño. A sus pies había unas cuantas toallas, dos gafas de buceo y dos tubos de respiración.
El chico de cabello naranja alzó la vista, vio a Lynley y agitó la mano. El otro miró hacia atrás y tiró el cigarrillo a un lado.
– ¿Dónde supones que Brooke tiró las cámaras? -preguntó Lynley a St. James.
– Estuvo en las rocas el viernes por la tarde. Imagino que se alejó tanto como pudo y lanzó el estuche al agua. ¿De qué es el fondo?
– De granito, sobre todo.
– Las aguas son transparentes. Si el estuche está ahí, lo veremos.
Lynley asintió y comenzó el descenso, dejando a Deborah y a St. James en el risco. Le vieron atravesar la playa y estrechar la mano de los muchachos. Sonrieron. Uno hundió los dedos en el cabello y se rascó la cabeza, el otro removió los pies. Dio la impresión de que tenían frío.
– No parece que haga el tiempo más adecuado para darse un chapuzón -comentó Deborah.
St. James se mantuvo en silencio.
Los chicos se pusieron las gafas y los tubos y se dirigieron al agua. Cada uno fue por un lado de las rocas. Lynley trepó al saliente de granito y luego caminó hacia el punto más alejado.
En la superficie del agua reinaba una calma extraordinaria, pues un arrecife natural protegía la ensenada. Desde el risco, St. James pudo ver que crecían anémonas en la parte del saliente hundida bajo el agua; sus estambres oscilaban en la suave corriente. Sobre y alrededor de ellos, serpenteaban gruesas algas, bajo las cuales se ocultaban cangrejos. La ensenada era una combinación de arrecife y charcos de marea, vida marina y arena. Era un lugar poco adecuado para nadar, pero ideal para librarse de un objeto que se deseara esconder durante años. Dentro de unas semanas, el estuche estaría cubierto de percebes, erizos de mar y anémonas. Dentro de unos meses, perdería forma y definición, convirtiéndose en una roca más.
Si el estuche estaba allí, los muchachos tenían dificultades en encontrarlo. Salieron a la superficie una y otra vez, con las manos vacías. En cada ocasión negaron con la cabeza.
– Diles que vayan más lejos -gritó St. James, cuando emergieron por sexta vez sin éxito.
Lynley levantó la vista, asintió y agitó la mano. Se acuclilló en las rocas y habló con los muchachos. Se hundieron en el agua de nuevo. Eran buenos nadadores. Habían entendido claramente lo que debían buscar, pero no hallaban nada.
– Parece inútil -murmuró Deborah, hablando más para sí misma que para St. James.
– Tienes razón. Lo siento, Deborah. Pensé que al menos podría ayudarte a recuperar algo.
La joven captó la indirecta.
– Oh, Simon, por favor. No pude. Cuando llegó el momento, me sentí incapaz de hacerle eso. ¿Puedes hacer un esfuerzo y comprenderlo?
– El agua salada las habría estropeado, en cualquier caso, pero al menos te quedaría un recuerdo de tu éxito en Estados Unidos. Aparte de Tommy, por supuesto.
Deborah se puso rígida. Él supo que la había herido y experimentó una fugaz sensación de triunfo, reemplazada casi al instante por una oleada de vergüenza.
– Eso ha sido imperdonable. Lo siento.
– Me lo merezco.
– No, no te lo mereces. -Se alejó de ella y Concentró su atención en la ensenada-. Diles que lo dejen, Tommy -gritó-. Las cámaras no están ahí.