Los dos muchachos emergieron una vez más. No obstante, esta vez uno de ellos sujetaba un objeto en la mano. Largo y estrecho, centelleó a la mortecina luz cuando lo tendió a Lynley. Mango de madera, hoja metálica. Tenía aspecto de llevar en el agua muy pocos días.
– ¿ Qué es? -preguntó Deborah.
Lynley lo sostuvo en alto para que ambos pudieran verlo desde lo alto del risco. St. James experimentó una instantánea oleada de excitación cuando comprendió la importancia de lo que los chicos habían encontrado.
– Un cuchillo de cocina -dijo.
26
Una lluvia perezosa había empezado a caer cuando llegaron al aparcamiento del puerto de Nanrunnel. No era precursora de ningún vendaval del sudoeste, sino heraldo de un breve chubasco veraniego. Miles de gaviotas la acompañaban, chillando desde el mar y buscando refugio en lo alto de chimeneas, a lo largo del muelle y sobre la cubierta de las embarcaciones sujetas a los muros del puerto.
En el sendero que bordeaba la circunferencia del puerto, pasaron junto a esquifes volcados, montones de redes de pesca impregnadas de intensos olores marinos y edificios situados a la orilla del agua, cuyas ventanas reflejaban la máscara gris inalterada del tiempo. Ninguno de ellos habló hasta que llegaron al punto en que el sendero se inclinaba entre dos edificios y conducía al corazón del pueblo. Fue entonces cuando Lynley advirtió que el pavimento ya estaba mojado de lluvia. Miró a St. James con inquietud.
– Me las arreglaré, Tommy -contestó su amigo.
Habían hablado poco acerca del cuchillo, sólo que se trataba sin duda de un utensilio de cocina, de forma que, si Mick Cambrey lo había utilizado y Nancy podía identificarlo como perteneciente a su casa, serviría como prueba accesoria de que la muerte de su marido no había sido premeditada. Su presencia en la ensenada no absolvía a Justin Brooke de la culpa. El cuchillo cambiaba sus motivos para haber acudido al lugar: no para deshacerse de las cámaras de Deborah, sino de algo mucho más incriminatorio.
Las cámaras seguían constituyendo una pieza que no podía colocarse en el rompecabezas del crimen. Todos coincidían en que era razonable continuar pensando que Brooke las había robado de la habitación de Deborah, pero permanecía el enigma de dónde las había ocultado.
Al doblar la esquina de una antigua platería de La-morna Road, descubrieron que las calles del pueblo estaban vacías. Era un fenómeno veraniego habitual en una zona en que las vicisitudes del tiempo obligaban a los veraneantes a ser flexibles en lo concerniente a cómo pasar el rato. Si el sol los incitaba a pasear por las calles del pueblo, explorar el puerto y tomar fotos del muelle, la lluvia provocaba una súbita necesidad de probar suerte en los juegos de azar, una repentina ansia de devorar una ensalada de cangrejo y una sorprendente sed de auténtica cerveza. Una tarde inclemente era una bendición para los propietarios de bingos, restaurantes y tabernas.
Así se demostró en El Ancla y la Rosa. La taberna estaba atestada de pescadores obligados por el tiempo a permanecer en tierra, así como de visitantes que buscaban refugio de la lluvia. La mayoría se apretujaban en la barra. El salón, sin embargo, estaba casi vacío.
En circunstancias diferentes, dos grupos tan diversos, forzados a cohabitar en el mismo agujero, difícilmente formarían una unidad cohesionada, pero la presencia de un adolescente que tocaba la mandolina, un pescador ducho en el silbato irlandés y un hombre de piernas blancas que llevaba pantalones cortos y jugaba con cucharas había roto las barreras de clase y ambiente, dando lugar a una mezcla abigarrada. El humo de los cigarrillos llenaba la sala. Pintas de cerveza goteantes pasaban sobre las cabezas. Gente sin nada en común reía y conversaba como si se conociera de toda la vida.
En el amplio mirador que dominaba el puerto, un pescador de piel correosa, iluminado desde atrás por la mortecina luz del exterior, jugaba a la cunita con un niño vestido a la moda. Sus manos curtidas por la intemperie tendieron la cuerda al niño, una sonrisa reveló sus dientes rotos.
– Ánimo, Dickie. Cógela. Tú sabes jugar muy bien -le alentó su mamá.
Dickie colaboró. Risas de aprobación lo celebraron. El pescador apoyó su mano sobre la cabeza del niño.
– Es de foto, ¿verdad? -dijo Lynley a Deborah en la puerta, donde se habían detenido a contemplar la escena.
– Tiene una cara maravillosa, Tommy -sonrió la joven-. Fíjate en que la luz apenas la roza por un lado.
St. James subía la escalera, en dirección a la oficina del periódico. Deborah y Lynley le siguieron.
– Voy a decirte una cosa -continuó Deborah, parándose un momento en el rellano-. Durante un tiempo estuve preocupada por si Cornualles me proporcionaría un buen escenario para mis fotografías. No me preguntes por qué. Me apego mucho a las costumbres, supongo, y estaba acostumbrada a realizar casi todo mi trabajo en Londres. Pero me encanta esto, Tommy. Hay una fotografía en todas partes. Es genial, de veras. Lo pensé en cuanto llegué.
Sus palabras alegraron el corazón de Lynley. Éste se sintió avergonzado de sus dudas anteriores.
– Te quiero, Deb.
La expresión de la joven se suavizó.
– Y yo a ti, Tommy.
St. James ya había abierto la puerta de la oficina del periódico. Harry Cambrey y sus empleados se hallaban inmersos en el trabajo. Dos teléfonos sonaban, Julianna Vandale tecleaba frente al ordenador, un joven fotógrafo limpiaba media docena de lentes de cámara alineadas sobre un escritorio, y en uno de los cubículos tres hombres y una mujer sostenían una conversación. Harry Cambrey se encontraba entre ellos, «anuncios y tirada» estaba pintado en letras negras descoloridas sobre la mitad superior de la puerta de madera y vidrio. El rumor apagado de la multitud que llenaba la taberna se filtraba a través de las viejas tablas del suelo.
Harry Cambrey los vio y abandonó la reunión. Llevaba pantalones de traje, camisa blanca y corbata negra.
– Le hemos enterrado esta mañana -dijo, como explicando su aspecto-. A las ocho y media.
Qué raro que Nancy no lo haya mencionado, pensó Lynley, pero explicaba la aceptación con que había acogido su llegada. Un entierro poseía algo de definitivo. No borraba el dolor, pero facilitaba la asunción de la pérdida.
– Media docena de policías merodeaba en el cementerio -continuó Cambrey-. Lo primero que han hecho, aparte de colgar el muerto a John Penellin. Menuda idea, ¿verdad? John asesinando a Mick.
– Quizá tuvo un motivo -dijo St. James. Tendió el juego de llaves de Mick Cambrey a su padre-. El travestismo de Mick. ¿Mataría un hombre a otro por esa causa?
El puño de Cambrey se cerró sobre las llaves. Dio la espalda a sus empleados y bajó la voz.
– ¿Quién lo sabe?
– Usted lo encubrió muy bien. Casi todo el mundo cree que Mick era tal como usted lo pintaba: un hombre de pies a cabeza., un mujeriego insaciable.
– ¿Qué coño iba a hacer? -preguntó Cambrey-. Era mi hijo, maldita sea. Era un hombre.
– Que sólo se excitaba vistiéndose de mujer.
– Nunca pude quitarle ese vicio. Lo intenté.
– ¿ No era algo reciente, pues?
Cambrey se guardó las llaves en el bolsillo y meneó la cabeza.
– Lo hizo durante toda su vida, a temporadas. Yo le vigilaba. Le zurraba de lo lindo. Le saqué a la calle desnudo. Le até a una silla, le pinté la cara y fingí que iba a cortarle la polla. Nada resultó.
– Excepto matarle -dijo Lynley.
Cambrey era lo bastante inteligente para comprender que sus últimas palabras eran suficientes para neutralizar todas las protestas de inocencia que pudiera proclamar, pero no pareció importarle.
– Protegí al chico lo mejor que pude -se limitó a decir-. Yo no le maté.
– La protección funcionó -apuntó St. James-. La gente le veía como usted deseaba, pero al final no necesitó su protección contra el travestismo, sino contra un artículo, tal como usted sospechaba.