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– ¿Incluso si eso significa ocultar parte de la verdad y dejar a Roderick al margen?

– No perderé el tiempo en juicios. Al fin y al cabo, Trenarrow intentaba ayudar a la gente. El que le pagaran por esa ayuda estropea el conjunto, pero al menos intentaba hacer el bien.

Recorrieron el resto del trayecto en silencio. Cuando se internaron por el camino de la villa, se encendieron las luces de la planta baja, como si se esperase alguna visita. Más abajo, las luces del pueblo empezaron a brillar en la penumbra; alguna ocasional aureola resplandeció detrás de los cristales.

Dora abrió la puerta. Iba vestida para cocinar, envuelta varias veces en un enorme delantal rojo manchado de harina sobre ambos pechos y a lo largo de los muslos. Más harina blanqueaba los pliegues de su turbante azul, así como una ceja.

– El doctor está en su estudio -dijo la mujer cuando preguntaron por él-. Entren. La lluvia no sienta bien al cuerpo. -Los condujo al estudio, llamó a la puerta y la abrió cuando Trenarrow contestó-. Traeré té para estos buenos hombres -añadió, cabeceó enérgicamente y se marchó.

El doctor Trenarrow se levantó. Había estado sentado tras su escritorio, limpiándose las gafas. Se las puso de nuevo.

– ¿Va todo bien? -preguntó a Lynley.

– Peter está en mi casa de Londres.

– Gracias a Dios. ¿Tu madre…?

– Creo que le gustará verte esta noche.

Trenarrow parpadeó, sin saber cómo tomarse la respuesta de Lynley.

– Estáis empapados -dijo. Se encaminó a la chimenea y encendió el fuego a la manera antigua, colocando una gruesa vela entre los carbones.

St. James esperó a que Lynley hablara. Se preguntó si sería mejor que mantuvieran esta entrevista final sin su presencia. Aunque había concedido a Lynley la oportunidad de tomar una decisión, estaba seguro de cuál sería. Aun así, sabía que no sería sencillo para su amigo hacer la vista gorda en lo tocante a la responsabilidad de Trenarrow en la venta ilegal del oncomet, por más nobles que hubieran sido los motivos del médico. Sería más fácil para Lynley estando a solas, pero la necesidad de St. James de conocer todos los detalles le clavó en su sitio, escuchando, tomando nota mental y decidido a permanecer callado.

Los carbones crepitaron. El doctor Trenarrow volvió a su escritorio. St. James y Lynley ocuparon los sillones de orejas, frente a él. La lluvia sonaba como delicadas olas contra las ventanas.

Dora volvió con el té y lo sirvió, marchándose con la suave advertencia de «Acuérdese de tomar la medicina cuando le toque» que Trenarrow aceptó con un cabeceo. Cuando estuvieron solos con el fuego, el té y la lluvia, Lynley dijo:

– Sabemos lo del oncomet, Roderick, y lo de la clínica de St. Just. Lo del anuncio en el periódico que te proporcionaba los pacientes. Lo de Mick y Justin y el papel que jugaron: Mick seleccionaba a los pacientes que podían costearse el tratamiento, y Justin suministraba la droga desde Londres.

Trenarrow se apartó unos milímetros del escritorio.

– ¿Se trata de una visita oficial, Tommy?

– No.

– Entonces, ¿qué…?

– ¿Conociste a Brooke antes del sábado por la noche?

– Sólo había hablado con él por teléfono, pero vino aquí el viernes por la noche.

– ¿Cuándo?

– Estaba aquí cuando volví de Gull Cottage.

– ¿Porqué?

– Por motivos obvios. Quería hablar de Mick.

– Pero no le denunciaste a la policía.

Trenarrow frunció el ceño y se removió en su silla.

– No -fue su sencilla respuesta.

– Pero sabías que le había matado. ¿Te explicó por qué?

Los ojos de Trenarrow examinaron a sus visitantes. Se humedeció los labios, cogió el asa de la taza y estudió su contenido.

– Mick quería aumentar el precio del tratamiento. Yo ya me había negado. Es evidente que aquella noche Justin también lo hizo. Discutieron. Justin perdió los estribos.

– Cuando te reuniste con nosotros en la casa, ¿ya sabías que Justin Brooke había matado a Mick?

– Aún no había visto a Brooke. Sabía tanto como tú.

– ¿Qué me dices del estado de la sala y la desaparición del dinero.

– No lo relacioné hasta que vi a Brooke. Buscaba algo que pudiera relacionarle con Cambrey.

– ¿Y el dinero?

– Lo ignoro. Puede que lo cogiera, pero no lo admitió.

– ¿El asesinato sí?

– Sí, eso sí.

– ¿ Y la mutilación?

– Para despistar a la policía.

– ¿Sabías que tomaba cocaína?

– No.

– ¿Y que Mick, además, vendía droga?

– Santo Dios, no.

St. James escuchaba y experimentaba la vaga inquietud de la incertidumbre. Un dato exasperante bailaba en el límite de su conciencia, algo que exigía su atención, algo que no terminaba de encajar.

Los otros dos hombres continuaron hablando, en voz baja, un murmullo que apenas constituía un intercambio de información, una clarificación de detalles, la planificación del futuro inmediato. Un súbito ruido interrumpió la conversación, un pitido procedente de la muñeca de Trenarrow. Éste apretó un diminuto botón situado en un lado de su reloj.

– Mi medicina -dijo-. La presión.

Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta, extrajo una caja de plata y la abrió. Contenía una capa de píldoras blancas.

– Dora nunca me perdonaría si entrara una mañana y me encontrara muerto de un ataque.

Se metió una píldora en la boca y la tragó con té.

St. James contempló sus movimientos, con la sensación de estar pegado a la butaca. De repente, todas las piezas del rompecabezas ocuparon su lugar. Cómo, quién y por qué. Algunos en estado de remisión, había dicho lady Helen, pero el resto muertos.

El doctor Trenarrow bajó la taza y la depositó sobre el platillo. Mientras lo hacía, St. James se maldijo interiormente. Maldijo todas las pistas que había pasado por alto, todos los detalles que había soslayado, todas las informaciones que había desechado porque no encajaban en el rompecabezas del crimen. Una vez más, maldijo el hecho de que su campo era la ciencia, pero no el interrogatorio y la investigación. Maldijo el hecho de que su interés se dirigía a los objetos y a lo que revelaban sobre la naturaleza de un crimen. Si hubiera dirigido su interés a las personas, ya habría comprendido la verdad.

27

Por el rabillo del ojo, Lynley vio que St. James se inclinaba hacia adelante y apoyaba la mano sobre el escritorio. Con ese movimiento interrumpió su conversación.

– El dinero -dijo.

– ¿Perdón?

– Tommy, ¿a quién le contaste lo del dinero?

Lynley no comprendió la referencia.

– ¿Qué dinero?

– Nancy dijo que Mick estaba preparando los sobres de la paga. Dijo que aquella noche había dinero en la sala de estar. Tú y yo comentamos el detalle aquella misma noche, pero más tarde, en el pabellón, cuando ella nos lo contó. ¿A quién más se lo dijiste? ¿Quién más conocía la existencia del dinero?

– Deborah y Helen. Estaban presentes cuando Nancy nos lo dijo. También John Penellin.

– ¿Se lo contaste a tu madre?

– Claro que no. ¿Por qué demonios iba a hacerlo?

– Entonces, ¿cómo lo supo el doctor Trenarrow?

Lynley comprendió al instante el significado de la pregunta. Vio la respuesta en la cara de Trenarrow. Se esforzó por mantener la indiferencia profesional, fracasó y pronunció únicamente dos palabras:

– Santo Dios.

Trenarrow no dijo nada. Lynley comprendió que iba a suceder lo que su amigo había anunciado antes: su insano deseo de los últimos quince años iba a cumplirse.