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– ¿Qué estás diciendo, St. James? -consiguió articular, aunque sabía la respuesta sin necesidad de oírla.

– Que el doctor Trenarrow mató a Mick Cambrey. No fue intencionado. Discutieron. Le golpeó. Mick cayó. Empezó a desangrarse. Murió al cabo de pocos minutos.

– Roderick.

Lynley deseaba que el hombre demostrara su inocencia de alguna manera, sabiendo que esa inocencia estaba íntimamente vinculada a la vida futura que le aguardaba, pero St. James prosiguió, con una calma total. Sólo importaban los hechos, y los fue desgranando de uno en uno.

– Cuando vio que Cambrey estaba muerto, procedió con rapidez. No fue un registro. Aunque Mick hubiera sido tan estúpido de guardar en su casa documentación referente a las transacciones del oncomet, no había tiempo para buscarlas. Sólo había tiempo de simular un registro, un posible robo o un crimen sexual. Sin embargo, no fue nada de esto. Fue una pelea por causa del oncomet.

La expresión del doctor Trenarrow era imperturbable. Movió los labios cuando habló, pero el resto de su cara permaneció inmóvil. Sus palabras apenas constituyeron algo más que un esfuerzo inútil, aunque lógico por negar las acusaciones. Carecían de convicción.

– El viernes por la noche estuve en la representación. Usted lo sabe muy bien.

– Una representación al aire libre en el patio de una escuela -dijo St. James-. No debió resultar difícil desaparecer un rato, sobre todo considerando que estaba en la última fila. Supongo que fue a su casa después del descanso, durante el segundo acto. El trayecto es corto, unos tres minutos a pie. Fue a verle. Sólo quería hablar con él del oncomet, pero en cambio le mató y volvió a la representación.

– ¿Y el arma? -preguntó Trenarrow. Su arrogancia era ficticia-. ¿Se supone que la paseé por todo Nanrunnel debajo de la chaqueta?

– No fue necesaria ningún arma para la fractura de cráneo. La castración fue otro asunto. Cogió el cuchillo de la casa.

– ¿Me lo llevé a la representación?

Ironía en esta ocasión, tan eficaz como la arrogancia anterior.

– Yo diría que la debió esconder de camino. En la plaza Virgin, o quizá en la calle Ivy. En un jardín, o en un cubo de basura. Volvió a buscarla más tarde y se desembarazó de ella en Howenstow el sábado. Donde también, imagino, se desembarazó de Brooke. Porque, cuando Brooke supo que Cambrey había sido asesinado, debió adivinar quién era el culpable. Sin embargo, no podía denunciarle a la policía sin ponerse en entredicho. El oncomet los relacionaba a los dos.

– Todo esto son simples conjeturas -dijo Trenarrow-. Considerando lo que ha dicho hasta ahora, me interesaba más conservar vivo a Mick que matarle. Si me proporcionaba pacientes, ¿ de qué me servía muerto?

– No tenía intención de matarle. Le golpeó en un arrebato de ira. A usted le interesaba salvar vidas humanas, pero a Mick sólo ganar dinero. Esa actitud provocó que usted perdiera los estribos.

– No hay pruebas. Usted lo sabe. No existen pruebas de que yo cometiera ese crimen.

– Ha olvidado las cámaras -replicó St. James.

Trenarrow le miró fijamente, sin alterar la expresión.

– Usted vio las cámaras en la casa. Dio por sentado que yo había tomado fotografías del cadáver. Durante-la confusión que siguió a la detención de John Penellin, usted tiró las cámaras desde la habitación de Deborah.

– Si eso es cierto -intervino Lynley, adoptando por un momento el papel de abogado de Trenarrow-, ¿por qué no llevó las cámaras a la ensenada? Si se libró del cuchillo allí, ¿por qué no hizo lo propio con las cámaras?

– ¿Y arriesgarse a que le vieran atravesando la finca con el estuche? No entiendo cómo no me di cuenta antes de la estupidez de esta idea. Podía ocultar el cuchillo en su persona, Tommy. Si alguien le veía por la finca, podía decir que había ido a dar un paseo para disipar los efectos del alcohol. Una historia muy creíble. La gente estaba acostumbrada a verle en Howenstow. Pero las cámaras, no. Imagino que las escondió en otro sitio, en su coche, por ejemplo, más avanzada la noche. Las llevó a algún lugar donde pudiera estar relativamente seguro de que nunca las encontrarían.

Lynley escuchaba, aceptando poco a poco la verdad. Todos habían estado en la cena. Todos habían escuchado la conversación. Todos se habían reído de la absurda idea de organizar excursiones turísticas a las minas. Dijo el nombre, dos palabras que significaban la aceptación definitiva del hecho incontrovertible que su corazón sabía.

– Wheal Maen. -St. James le miró, perplejo-. El sábado por la noche, durante la cena, tía Augusta se puso como una fiera cuando hablamos de sellar Wheal Maen.

– Simples suposiciones -le interrumpió Trenarrow-. Suposiciones y estupideces. Aparte del onco-met, no tiene nada en qué basarse, excepto lo que está inventando en esta habitación. Cuando nuestra mutua historia se haga pública, Tommy, ¿quién va a tragarse ésta? Si es que de veras quieres que nuestra mutua historia se haga pública.

– Al final, siempre volvemos a lo mismo, ¿eh? -dijo Lynley-. Todo empieza y termina con mi madre.

Por un instante, imaginó el escándalo que seguiría a su exigencia de justicia. Habría podido pasar por alto la utilización del oncomet por parte de Trenarrow, su clínica ilegal, los honorarios exorbitantes que sin duda pagaban los pacientes. Habría podido pasar por alto esto y permitido que su madre viviera en la ignorancia durante el resto de su vida. Pero el asesinato era diferente. Exigía un justo castigo. No podía pasarlo por alto.

Lynley entrevió lo que ocurriría durante los siguientes meses. Un juicio, sus acusaciones, los desmentidos de Trenarrow, la teoría que construiría la defensa, con su madre cogida en medio y aireada como el motivo oculto tras la denuncia pública llevada a cabo por Lynley contra su amante.

– Tiene razón, St. James -dijo con voz hueca-. Son conjeturas. Aunque saquemos las cámaras de la mina, el pozo principal está inundado desde hace años. La película estará estropeada.

St. James sacudió la cabeza.

– Hay una sola cosa que el doctor Trenarrow ignoraba. La película no está en la cámara. Deborah me la dio.

Lynley captó el siseo que escapaba de la boca de Trenarrow. St. James continuó.

– En la película está la prueba, ¿verdad? La caja de plata donde guarda las pildoras bajo el muslo de Mick Cambrey. Quizá pueda explicar todo lo demás, quizá pueda acusar a Tommy de manipular pruebas para separarle de su madre, pero jamás logrará borrar el hecho de que, en la fotografía del cadáver, aparece la caja. La misma que ha sacado del bolsillo hace unos minutos.

Trenarrow contempló la vista del puerto desdibujado por la bruma.

– No demuestra nada.

– ¿ Cuando aparece en nuestras fotos, pero no en las de la policía? Ése no es el caso, y usted lo sabe.

La lluvia repiqueteaba sobre las ventanas. El viento ululaba en la chimenea. Una sirena gimió a lo lejos. Trenarrow se removió en la butaca, mirando hacia la habitación. Aferró los brazos de la butaca sin decir nada.

– ¿Qué pasó? -preguntó Lynley-. Roderick, por el amor de Dios, ¿qué pasó?

Trenarrow tardó mucho rato en contestar. Sus ojos apagados estaban clavados en el espacio que separaba a Lynley de St. James. Jugueteó con el tirador del cajón superior de su escritorio.

– Oncomet -murmuró-. Brooke no podía sacar suficiente. Estaba falsificando las cifras de los libros de inventario. Pero necesitábamos más. Si supieras cuánta gente telefoneaba, y aún sigue telefoneando, con qué desesperación pedían ayuda. No teníamos bastante, pero Mick continuaba enviándome pacientes.

– En un momento dado, Brooke sustituyó el oncomet por otra cosa, ¿verdad? -dijo St. James-. Sus primeros pacientes entraron en fase de remisión, tal como habían indicado los investigadores de Islington, pero, después de un tiempo, la situación se degradó.