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Colgó y habló a Cambrey.

– Ha habido un tiroteo en casa de Trenarrow.

Deborah sólo tuvo tiempo de experimentar un escalofrío, de decir «¿Trenarrow?», y ya Cambrey se había puesto en movimiento.

Se precipitó hacia la puerta, cogiendo de paso dos cámaras y un impermeable. Abrió la puerta y gritó a Julianna Vandale, sin volverse:

– ¡Quédate junto a los teléfonos!

Mientras bajaba de tres en tres los escalones y salía a la calle, otro coche de policía pasó a toda velocidad. Indiferentes a la lluvia, los clientes de El Ancla y la Rosa, así como algunos habitantes de Paul Lane, salieron como una exhalación de las casas y siguieron sus pasos. Harry Cambrey se encontró atrapado entre la muchedumbre, con las cámaras rebotando sobre sus muslos, y luchó por abrirse paso. Deborah contemplaba la escena desde la ventana. Buscó en vano una cabeza rubia y otra morena. Tenían que estar entre la multitud, tenían que haber oído el nombre de Trenarrow, tenían que ir camino del pabellón.

– No lo sé. Muerto, me parece -ladró una voz procedente de la calle.

Las palabras fueron electrizantes. Al oírlas, Deborah vio la cara de Simon. Vio la expresión con que había mirado a Tommy, sombría y decidida a la vez, cuando se lo llevó de la oficina. Pensó, estremecida de horror: fueron a ver a Trenarrow.

Lanzó un grito, se apartó de la ventana y bajó corriendo la escalera. Se abrió paso a empujones entre el gentío congregado todavía en la puerta de la taberna y salió dando tumbos. La lluvia la dejó calada. Un coche que pasaba emitió un bocinazo. Los neumáticos atravesaron un charco y lanzaron al aire un chorro de agua. Pero nada de esto existía. Tan sólo la urgencia de llegar a casa de Trenarrow. Sólo existía el terror de un tiroteo. Durante los últimos tres años, Lynley sólo había aludido de pasada a los conflictos de su vida. Las alusiones se expresaban mediante actos, no palabras. Una preferencia por pasar la Navidad con ella, más que con su familia; una carta de su madre abandonada sin abrir durante semanas sobre el escritorio; un recado telefónico nunca contestado. Sin embargo, mientras caminaban juntos aquella tarde hacia la ensenada, le dijo que había superado todo aquello: la enemistad, los conflictos, la amargura, la ira. Que algo sucediera ahora era obsceno, impensable. Muerto, no. No.

Las palabras la transportaron en volandas hasta la ladera de la colina. El agua que caía de un tejado carente de canal golpeó sus mejillas y la cegó unos momentos, cuando se dirigía hacia la pendiente. Se detuvo para recobrar la vista, rodeada de gente que corría hacia las luces azules que destellaban en la distancia. Presagios de muerte flotaban en el aire. Si había un cadáver que ver, si había sangre que oler, aquí estaba el populacho que les haría los honores.

En el primer cruce, una encolerizada matrona que arrastraba a un niño lloriqueante por el brazo la empujó contra las ventanas del Talismán Cafe.

– ¡Chafardera! -escupió la mujer, con furia, a De-borah. Calzaba una especie de sandalias romanas atadas hasta las rodillas. Apretó el niño contra su costado-. Morbosos de mierda. Se creen que el pueblo es suyo.

Deborah no se molestó en contestar. Continuó adelante.

Más tarde, recordaría su carrera a través del pueblo y colina arriba como un collage cambiante: en la puerta de una tienda, un letrero borroneado por la lluvia, en el que las palabras «nata montada» y «pastel de chocolate» se confundían; un enorme girasol, con la flor inclinada; hojas de palmera caídas en un charco de agua; bocas abiertas al estilo de Munch, chillando palabras que no oía; la rueda de una bicicleta girando sin cesar, mientras el aturdido ciclista yacía en la calle. En aquel momento, sólo veía a Tommy, reproducido en incontables imágenes, cada una más vivida que la anterior, cada una acusándola de deslealtad, de traición. Éste era su castigo por aquel momento de flaqueza con Simon.

Por favor, pensó. Regatearía, prometería. Sin pensarlo dos veces. Sin el menor remordimiento.

Cuando llegó a la pendiente que se alzaba sobre el; pueblo, otro coche de la policía pasó a su lado, lanzando guijarros y agua desde la calzada. No necesitó pulsar el claxon para despejar la calle. Los buscadores de emociones menos intrépidos, empapados de pies a cabeza, ya habían abandonado la ascensión y empezado a buscar refugio, algunos en tiendas, otros en umbrales, y los demás invadiendo la iglesia metodista. Ni siquiera la perspectiva de la sangre y un cadáver recompensaba el deterioro de sus bonitas prendas veraniegas.

Sólo los curiosos más empecinados habían completado la ascensión. Deborah se apartó el cabello húmedo de la cara y los vio congregados frente a un camino particular, donde un cordón policial los mantenía alejados. El grupo se había sumido en un silencio contemplativo, sólo roto por la voz furiosa de Harry Cambrey, que discutía con un agente impávido e insistía en pasar. Más allá, la lluvia asolaba la villa de Trenarrow. Todas las ventanas estaban iluminadas. Hombres uniformados hormigueaban a su alrededor.

– Un disparo, según he oído -murmuró alguien.

– ¿No han sacado a nadie aún?

– No.

Deborah examinó la fachada de la villa, buscando alguna señal. Él estaba bien, estaba incólume, tenía que estar entre los policías. No le vio. Se abrió camino hasta el cordón policial. Oraciones infantiles acudieron a sus labios y murieron antes de pronunciarlas. Regateó con Dios. Le suplicó otra clase de castigo. Suplicó comprensión. Admitió sus culpas.

Se coló por debajo de la barrera.

– ¡Atrás, señorita!

El agente que había discutido con Cambrey gritó desde una distancia de diez metros.

– Pero es que…

– ¡Retroceda! -aulló-. ¡Esto no es un espectáculo!

Deborah, indiferente, continuó adelante. La urgencia de saber anulaba todo lo demás.

– ¡Oiga, usted!

El agente se lanzó en su persecución, preparándose para rechazarla hacia la multitud. En ese momento, Harry Cambrey pasó como una flecha a su lado, en dirección al camino.

– ¡Maldición! -gritó el agente-. ¡Cambrey!

Después de haber perdido a uno, no estaba dispuesto a perder al otro y cogió a Deborah por el brazo, haciendo señales a un coche camuflado que se había detenido muy cerca.

– Llévense a ésta -gritó a los oficiales-. El otro se me ha escapado.

– ¡No!

Deborah luchó por liberarse, sintiéndose mortificada por su absoluta impotencia. Ni siquiera pudo soltarse de la presa del agente. Cuanto más se debatía, más fuerte parecía él.

– ¿Señorita Cotter? Se giró en redondo. Ningún ángel habría sido mejor recibido que el reverendo Sweeney. Se erguía bajo un enorme paraguas, iba ataviado de negro y la miraba con solemnidad.

– Tommy está en la villa -dijo Deborah-. Señor Sweeney, por favor.

El sacerdote frunció el ceño. Entornó los ojos y escudriñó la casa.

– Oh, querida.

Su mano derecha se abrió y cerró sobre el mango del paraguas, como si sopesara sus opciones.

– Oh, querida. Sí, entiendo.

Con estas palabras pareció confirmar que había decidido actuar. El señor Sweeney se irguió en toda su estatura, que apenas alcanzaba el metro cincuenta y cinco, y se dirigió con decisión al agente que aún sujetaba a Deborah.

– Usted conocerá a lord Asherton, supongo -dijo con tono autoritario, un tono que habría sorprendido a cualquiera de sus feligreses que no le hubieran visto maquillado entre los actores de Nanrunnel, ordenando a Casio y Montano que depusieran sus espadas-. La señorita es su prometida. Suéltela.

El agente examinó la desastrosa apariencia de Deborah. Su expresión dejó bien claro que apenas daba crédito a que existiera una relación entre la joven y uno de los Lynley.

– Suéltela -repitió el señor Sweeney-. Yo mismo la acompañaré. Creo que debería preocuparle más el periodista que esta dama.