Выбрать главу

El agente dirigió a Deborah otra mirada escéptica. Ella esperó, angustiada, mientras el hombre tomaba su decisión.

– Muy bien. Adelante. Quítense de enmedio. Los labios de Deborah formaron la palabra «gracias», pero no emitió el menor sonido. Avanzó unos pasos, vacilante.

– Todo está arreglado, querida -dijo el señor Sweeney-. Sigamos. Cójase de mi brazo. El camino está un poco resbaladizo, ¿sabe?

Ella obedeció, aunque sólo una parte de su cerebro registró aquellas palabras. El resto se debatía entre la duda y el miedo.

– Tommy no, por favor -susurró, como una plegaria-. Él no, por favor. Soportaré cualquier otra cosa, pero Tommy no.

– Todo saldrá bien -murmuró el reverendo Sweeney, como distraído-. Se lo aseguro. Ya lo verá.

Caminaron con precaución sobre las aplastadas corolas de fucsias que cubrían el camino. La lluvia empezaba a amainar, pero Deborah estaba empapada de pies a cabeza, y la protección del paraguas ya no servía de nada. Se estremeció cuando se colgó del brazo del reverendo.

– Es horroroso -dijo el señor Sweeney, como en respuesta a su estremecimiento-, pero todo saldrá bien. Dentro de un momento lo comprobará.

Deborah oyó las palabras, pero sabía que la esperanza era inútil. No existía la menor posibilidad de que todo saliera bien. Una irónica forma de justicia irrumpía en la vida cuando se estaba menos preparado para su cumplimiento. Su hora había llegado, y lo sabía.

A pesar del número de hombres que invadían el terreno, un silencio sobrenatural descendió sobre ellos cuando se acercaron a la villa. Sólo se oía una radio de la policía, una voz femenina que daba instrucciones a la policía no lejos del lugar de los hechos. En el camino circular, tres coches de la policía estaban aparcados al azar bajo un espino, como si sus ocupantes hubieran salido sin molestarse en averiguar cómo o dónde habían aparcado. En el asiento posterior de uno, Harry Cambrey sostenía una airada discusión con un irritado agente, que le había esposado al interior del coche. Cuando vio a Deborah, Cambrey acercó el rostro a la ventanilla.

– ¡Muerto! -chilló, antes de que el agente le apartara por la fuerza.

Lo peor se había confirmado. Deborah vio que la ambulancia frenaba ante la puerta principal, no tan cerca como los coches de la policía, pues no era necesario. Sin decir palabra, aferró el brazo del señor Sweeney, pero el hombre indicó el pórtico, como si leyera sus temores.

– Mire -la apremió.

Deborah se obligó a mirar hacia la puerta principal. Le vio. Sus ojos examinaron febrilmente todo su cuerpo, buscando alguna señal, heridas, pero, aparte de la chaqueta mojada, estaba incólume, aunque terriblemente pálido, y hablaba con el inspector Boscowan.

– Gracias a Dios -susurró la joven.

La puerta principal se abrió. Lynley y Boscowan se apartaron para dejar paso a dos hombres que sacaban una camilla sobre la que yacía un cuerpo. Una sábana lo cubría de pies a cabeza, como para protegerlo de la lluvia y las miradas de los curiosos. Sólo cuando lo vio, cuando oyó que la puerta se cerraba con hueca rotundidad, Deborah comprendió. Aun así, escrutó frenéticamente el jardín de la villa, las ventanas iluminadas, los coches, la puerta. Le buscó, una y otra vez, como si pudiera cambiar una realidad inmutable.

El señor Sweeney dijo algo, pero no le oyó. Sólo escuchó su regateo: «Soportaré cualquier otra cosa.»

Su infancia, su vida, pasaron ante ella en un instante, dejando atrás por primera vez no la rabia y el dolor, sino una comprensión total que llegaba con mucho retraso. Se mordió el labio con tal fuerza, que notó el sabor de la sangre, pero no bastó para ahogar su grito de angustia.

– ¡Simon! -gritó, y se precipitó hacia la ambulancia, cuando ya habían introducido el cadáver.

Lynley se giró en redondo. Vio que Deborah corría entre los coches. Resbaló una vez en el pavimento, pero volvió a ponerse en pie, gritando su nombre.

Se abalanzó sobre la ambulancia y aferró la manija que abría la puerta posterior. Un policía intentó sujetarla, un segundo le ayudó, pero ella los rechazó. Pateó y arañó. Uno le cogió el brazo. Ella mordió. En todo momento siguió gritando su nombre, un monótono cántico de dos sílabas, agudo y estridente, que Lynley oiría, cuando menos quisiera oírlo, durante el resto de su vida. Un tercer policía acudió a reducirla, pero ella se soltó. Golpeó la puerta de la ambulancia.

Lynley apartó la vista, destrozado. Se encaminó hacia la puerta de la villa.

– St. James -dijo.

Su amigo estaba en el vestíbulo con el ama de llaves de Trenarrow, que ahogaba sus sollozos en el turbante que se había quitado de la cabeza. St. James miró a Lynley, abrió la boca para hablar, pero vaciló, el rostro nublado, cuando los gritos de Deborah aumentaron de intensidad. Acarició el brazo de Dora y se acercó a la puerta. Se paró en seco cuando vio que arrastraban a Deborah lejos de la ambulancia, a pesar de su desesperada resistencia. Miró a Lynley.

Éste apartó la vista.

– Ve con ella, por el amor de Dios. Cree que eres tú.

No podía mirar a su amigo. No quería verle. Sólo esperaba que St. James se ocupara de todo sin necesidad de que intercambiaran ninguna palabra. Su anhelo no se cumplió.

– No, lo que pasa es que…

– Ve, maldita sea. ¡Ve!

Pasaron varios segundos antes de que St. James se moviera, pero cuando por fin empezó a andar, Lynley encontró la expiación que buscaba desde hacía tanto tiempo. Se obligó a mirar.

St. James rodeó los coches de la policía y se acercó al grupo. Caminaba muy despacio. No podía avanzar con rapidez. Su cojera se lo impedía. La cojera que Lynley le había dado, un obsequio en honor de su amistad, que siempre le recordaría su crimen.

St. James llegó a la ambulancia. Gritó el nombre de Deborah. La agarró, la atrajo hacia sí. Ella se debatió con violencia, lloró y chilló, pero sólo hasta ver quién era. Después, se refugió en sus brazos, el cuerpo estremecido por terribles sollozos, la cabeza de St. James inclinada sobre la suya, las manos del hombre acariciando su cabello.

– No pasa nada, Deborah -oyó Lynley que decía St. James-. Lamento que te asustaras. Estoy bien, mi amor. -Después, murmuró sin necesidad-: Mi amor, mi amor.

La lluvia caía sobre ellos, los policías empezaron a dispersarse, pero sólo parecía importarles su mutuo abrazo.

Lynley se volvió y entró en la casa.

Un movimiento la despertó. Abrió los ojos. Enfocaron el lejano techo abombado. Lo miró, confusa. Volvió la cabeza y vio el tocador, cubierto de encaje, los cepillos de plata para el pelo, el antiguo espejo.

El dormitorio de la bisabuela Asherton, pensó. Reconocer la habitación le devolvió casi toda la memoria. Imágenes de la ensenada, la oficina del periódico, la ascensión a la colina, la visión del cuerpo amortajado, todo volvió a su mente. En el centro estaba Tommy.

Percibió otro movimiento al otro lado de la habitación. Las cortinas estaban corridas, pero un rayo de luz acariciaba una silla situada junto a la chimenea. En ella se sentaba Lynley, las piernas estiradas frente a él. Sobre la mesa contigua había una bandeja con comida. El desayuno, a juzgar por su aspecto. Distinguió la forma de una hilera de tostadas.

Al principio no habló, intentando recordar los acontecimientos posteriores a aquellos horripilantes momentos en la villa de Trenarrow. Recordó la copa de coñac que le habían puesto en la mano, el murmullo de voces, el timbre de un teléfono, el motor de un coche. De alguna manera, había vuelto a Howenstow desde Nanrunnel. De alguna manera, se había acostado.

Llevaba un camisón de raso azul que no reconoció. Una bata a juego yacía al pie de la cama. Se incorporó.

– ¿Tommy?

– ¿Estás despierta?

Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas para que entrara un poco más de luz en la habitación. Las ventanas ya estaban abiertas unos centímetros, pero las abrió más. Los gritos de las gaviotas y cormoranes sirvieron de telón de fondo sonoro.