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– ¿Querías tener familia numerosa?

– Claro. Cuando era pequeña pensaba que eso sería fantástico. Lo tenía todo planeado: mi marido, cinco hijos y un buen surtido de perros, gatos y roedores.

Había seguido pensando lo mismo cuando se casó con Marty. Pero cuando se dio cuenta de que había cometido un terrible error y descubrió casi al mismo tiempo que estaba embarazada, cambió de planes. Se resignó a tener sólo un hijo. Los gemelos habían sido un accidente. Una bendición, pero no planeada.

Si al menos Marty hubiera estado dispuesto a ser un adulto en lugar de un niño grande… Si al menos ella hubiera descubierto antes la verdad… Pero entonces no tendría a sus hijos, y los quería más que a nada en el mundo.

– ¿Stephanie?

– ¿Sí? -preguntó ella alzando la vista y cruzándose con sus ojos.

– ¿Estás bien? Te has quedado muy callada.

– Lo siento. Estaba pensando.

– ¿En tu marido? -preguntó Nash poniéndose de pie.

– Sí, pero no en el modo en que tú crees.

– ¿Es por haber ido conmigo a ese circo familiar?

– No. Eso ha estado muy bien. Esta noche me he divertido mucho.

Stephanie trató de sonreír, pero Nash estaba a escasos centímetros de ella, y su mirada oscura y brillante clavada en sus ojos le impedía respirar con normalidad.

– Es que no salgo mucho -matizó aclarándose la garganta.

– Con tres hijos y tu propio negocio seguramente no tendrás demasiado tiempo para citas.

– ¿Citas? -preguntó ella riéndose-. No, nunca.

– ¿Por qué no?

– Buena pregunta.

Stephanie mezcló los ingredientes secos con la mantequilla y comenzó a batir. Cuando la mezcla se hizo más espesa comenzó a costarle trabajo mover la cuchara.

– Yo lo haré -se ofreció Nash rodeando la isla central de la cocina y acercándose a ella.

Antes de que Stephanie se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, él ya le había quitado la cuchara y removía la masa con rapidez. Ella parpadeó sorprendida.

– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó-. ¿Por qué estás siempre dispuesto a ayudar?

– ¿Y por qué no?

No quería compartir con él la respuesta que tenía en mente. No quería decirle que había aprendido hacía tiempo a no depender de nadie.

– ¿Ahora va esto? -preguntó Nash señalando con la cabeza la bolsa abierta que contenía los trocitos de chocolate.

– Sí -respondió ella vertiendo el contenido en la masa.

– ¿Y por qué no sales con nadie?

Stephanie clavó la vista en la mezcla que tenía entre manos en lugar de arriesgarse a mirarlo. Aquélla era una pregunta muy, muy peligrosa.

– Es que… no hay muchos hombres interesados y yo no conozco a muchos.

– ¿No conoces a muchos hombres interesados?

– No conozco a muchos hombres.

– Así que no es que tú no estés interesada…

– Yo…

Las preguntas estaban yendo de mal en peor. ¿Interesada? ¿Lo estaba? No en el amor, desde luego. Había aprendido la lección. Pero en un hombre bueno… Alguien que fuera divertido y cariñoso… Alguien que pudiera abrazarla y satisfacerla…

– Podría estar interesada -reconoció con suavidad.

– Bien.

Nash dejó la cuchara de madera en el recipiente y se giró hacia ella. Antes de que Stephanie se diera cuenta de lo que estaba pasando, antes de que pudiera respirar o pararse siquiera a considerar si aquello era tan absurdo como parecía, él la estrechó entre sus brazos. Tal cual. Ella notó al instante el contacto de su cuerpo duro y viril. Luego vio cómo su rostro se acercaba cada vez más y supo que iba a besarla.

El último pensamiento racional de Stephanie fue que habían pasado doce años desde que otro hombre que no fuera Marty la besara y que había muchas posibilidades de que hubiera olvidado lo que había que hacer.

Entonces Nash reclamó su boca con un beso cálido, tierno y erótico que le paralizó el corazón y le dejó el cerebro totalmente seco. No podía pensar en nada, sólo sentir. Sentir y actuar.

Él apretó los labios contra los suyos con la presión justa para hacerle desear más a Stephanie.

Sintió unas manos grandes sobre la espalda. Sintió sus dedos, el calor de sus palmas, el roce de sus muslos sobre los suyos. El aroma de Nash la envolvió, la hechizó, provocó que las piernas le flaquearan y se le derritieran los músculos. Tuvo que rodearle el cuello con los brazos para mantenerse en pie.

Entonces Nash le recorrió los labios con la boca. Lentamente, descubriendo, explorando. Le lamió el labio inferior con la lengua. Ella no tenía ya voluntad y abrió los labios. Sintió una oleada de deseo. El sonido de su propia respiración le latía en la cabeza. Lo deseaba con una desesperación tal que tendría que haberla asustado pero que sólo conseguía crear en ella más ansia. Quería abandonarse salvajemente y hundirse en sus tórridos besos. Quería sentir sus manos por todas partes. Quería tocar y ser tocada, sentirse húmeda, sentirse llena. Quería perderse en un orgasmo que sacudiera los cimientos de la galaxia entera.

Por eso, cuando Nash volvió a deslizar la lengua por su labio inferior ella gimió desde la garganta. Y cuando entró en su boca sin vacilar, permitiéndole que lo saboreara, que lo sintiera, que bailara a su mismo son, Stephanie respondió con una intensidad que resultó tan desconocida para ella misma como el furioso deseo que sentía en su interior.

Lo besó apasionadamente, acompasando cada embiste de su lengua con la suya propia. Cuando Nash deslizó las manos desde su espalda hasta el trasero ella se arqueó, acercando el vientre a su impresionante erección.

Ambos parecían luchar desesperadamente por acercarse todavía más. Ladeando las cabezas, uniendo las lenguas, deslizando las manos… Se besaron, gimieron y se acariciaron.

Stephanie le recorrió la espina dorsal y luego sintió la dureza de su trasero. Mientras sus dedos se hundían en su carne, la erección de Nash se estrechó contra su estómago. Él le deslizó las manos por las caderas y subió después hasta la cintura. Al mismo tiempo apartó la boca de la suya y comenzó a besarla en el cuello y después subió a la oreja. Saboreó aquella piel tan sensible y mientras se perdía en el placer de aquellas sensaciones le mordisqueó el lóbulo. Al mismo tiempo le cerró las manos sobre los senos.

Stephanie tuvo que morderse el labio para contener un grito. Los largos dedos de Nash se ajustaban a sus curvas mientras le acariciaba con las yemas de los pulgares los pezones, completamente sensibilizados. Se sintió atravesada por una nueva ola de placer. Necesitaba más. Quería quitarse la ropa y quitarle a él la suya. Quería que la hiciera suya allí mismo, en la encimera. Quería que la tomara rápido y con fuerza, que le abriera las piernas, se hundiera entre ellas y la embistiera una y otra vez hasta que ambos perdieran completamente el control en un escalofrío de placer.

– Nash… -susurró al tiempo que empezaba a desabrocharle los botones.

Él le estaba subiendo el jersey cuando escucharon un crujido en el piso de arriba.

Stephanie sabía que eran los ajustes de la casa, que gemía cuando la temperatura caía en el exterior. Pero aquello fue suficiente para recordarle que estaban en la cocina y que en el piso de arriba dormían sus tres hijos. Se puso tensa casi imperceptiblemente. Nash captó de inmediato la señal y dio un paso atrás al instante.

Tenía el rostro enrojecido, los ojos dilatados y la boca húmeda de sus besos. Tenía el aspecto de un hombre más que preparado para dar una vuelta por el lado salvaje. Stephanie tenía la impresión de que ella parecería igual de excitada.

Pero se dijo a sí misma que mejor sería no pensar en cuánto tiempo llevaba sin hacer el amor. La realidad sería demasiado deprimente.

En medio del silencio de la cocina sólo se escuchaba el sonido de sus respiraciones agitadas. Nash fue el primero en recobrarse lo suficiente como para poder hablar. O tal vez no estuviera tan nervioso como ella.