Nash abrió los ojos y consideró la cuestión. No había garantías. Lo había sabido siempre, pero la muerte de Tina se lo había recordado de la peor manera posible. Abrirse al mundo significaba arriesgarse. Y él no podía olvidar que necesitaba estar alerta. No podía perder el control ni durante un segundo.
Sonó entonces su teléfono móvil. Nash lo agarró de la mesilla de noche y miró la pantalla. Reconoció el número y apretó el botón para hablar.
– ¿Diga?
– Dime que estás en alguna playa disfrutando del sol.
– Jack, en la costa oeste son las cinco de la mañana -aseguró Nash con una mueca-. Todavía no hay sol.
– Lo siento -se disculpó su jefe maldiciendo entre dientes-. Siempre me olvido de la diferencia horaria. ¿Te he despertado?
– No. Estaba levantado.
– ¿Quieres contarme por qué?
Nash pensó en Stephanie y en lo que habían compartido la noche anterior.
– Ni lo sueñes.
– Vaya. No sabría decir si ese aire de misterio es bueno o malo.
– En eso no puedo ayudarte.
– Dirás que no quieres. No importa. No llamo para discutir contigo. Pensé que te gustaría que te pusiera al día de lo que está pasando en la oficina.
– Ya -contestó Nash con una mueca-. Me llamas para controlarme. ¿Por qué no quieres admitirlo?
– Porque no tengo por qué hacerlo. Marie está embarazada.
La mueca de Nash se hizo todavía más evidente.
– No pareces muy contento con la noticia -le comentó a su jefe.
– Ya tiene ocho o nueve hijos. ¿Para qué quiere otro? ¿Y si ya no vuelve? Me hace la vida fácil. No quiero tener que preparar a otra asistente.
– Espera. Voy a callarme un momento para sentir la compasión.
– Lo sé, lo sé -murmuró Jack maldiciendo otra vez entre dientes-. Debería alegrarme por ella.
– Para empezar, Marie sólo tiene dos hijos, ni ocho ni nueve. Y además le gusta su trabajo más que a cualquiera de nosotros. No va a dejarlo.
– Eso es lo que ella dice, pero yo no la creo.
– Eso es problema tuyo.
Jack lo insultó y luego lo puso al día respecto a varios proyectos.
– Bueno, ¿y tú como te sientes? -le preguntó cuando hubo terminado.
– Estaba perfectamente antes de marcharme y sigo igual de bien -aseguró Nash.
– Ya sabes a qué me refiero. Me preocupo por ti. Trabajas demasiadas horas y nunca descansas, ni siquiera te tomabas vacaciones. Es antinatural. No quiero que te quemes. Te necesito a tope.
– Así que tu preocupación es en realidad por ti.
– Exactamente -respondió Jack-. Necesitas… necesitas hablar con alguien -dijo tras vacilar un instante.
– Ya lo hice -dijo Nash sintiendo una tirantez en el pecho.
– Te sometiste a las sesiones obligatorias con un psicólogo de la casa porque te amenacé con despedirte si no lo hacías. Estoy hablando de un profesional privado. La muerte de Tina fue un shock para todos nosotros. La violencia deja cicatrices.
Aquella conversación era una variación de la misma charla que habían tenido docenas de veces.
– Me he enfrentado a ello a mi manera.
– Eso es lo que me asusta. ¿Sigues echándote la culpa?
Nash conocía la respuesta correcta. Se suponía que tenía que decir que no. Que eran cosas que pasaban. Pero en lugar de eso dijo la verdad.
– Tendría que haberlo sabido. Tendría que haber hecho algo.
– Eres bueno, pero no tanto. Nadie lo es.
Pero Nash sabía que él tenía que haberlo sido.
Se suponía que era uno de los mejores.
– Bueno, ¿lo estás pasando bien? -le preguntó Jack cambiando de tema.
Nash recordó lo que había hecho durante los últimos días.
– Sí. Lo estoy pasando bien.
– Me alegra escuchar eso. Tómatelo con calma. Relájate. Regresa al mundo de los vivos.
– Estoy en ello.
– Me gustaría creerte. Tienes que acostarte con alguien.
– Es gracioso que digas eso -aseguró Nash sonriendo-. Yo estaba pensando exactamente lo mismo.
– ¿De veras? Es la mejor noticia que he recibido hoy. Me alegro por ti.
– No te emociones tanto -dijo Nash-. Me estás empezando a preocupar.
Jack soltó una carcajada.
– Ahí me has dado. Muy bien: ve en busca de un buen trasero. Te veré dentro de un par de semanas.
– Claro. Adiós.
Nash pulsó la tecla de colgar de su teléfono y luego volvió a dejarlo en la mesilla. Jack era de la vieja escuela y el tipo menos políticamente correcto del mundo. Nash lo sabía. Pero era un hombre bueno que se preocupaba de verdad por él.
Nash no estaba preparado para superarlo todo, todavía no, pero estaba dispuesto a seguir el consejo de su amigo y encontrar un buen trasero. Ya tenía uno en mente.
Nash se duchó y se vistió pero esperó a que fueran las siete para bajar. Después de lo ocurrido la noche anterior no estaba muy seguro de con qué iba a encontrarse. Al llegar al final de las escaleras vio que la puerta de la cocina estaba cerrada y la del comedor abierta. Tomándoselo como un reto, cruzó el comedor y se encontró su sitio habitual ya preparado. Los periódicos descansaban a la izquierda de la servilleta. Había una cestita con bollos todavía calientes al lado de la taza vacía. Antes de que pudiera comprobar si estaba ya la cafetera, se abrió lentamente la puerta de la cocina y entró Stephanie.
Se había vestido de dueña de la posada, con pantalones sastre, zapatos de tacón bajo y un jersey que le marcaba la parte superior del cuerpo de un modo peligroso para el cerebro de Nash. Se había maquillado de un modo que resaltaba el azul de sus ojos… unos ojos que no lo miraban directamente.
– Buenos días -lo saludó con educación llevando en la mano una cafetera humeante-. ¿De qué quieres la tortilla? Tengo varios tipos de queso, verduras, jamón y salchichas. ¿O prefieres que te ponga algo de fiambre aparte?
Stephanie le sirvió el café en la taza y le dedicó una sonrisa amable que no consiguió apartar de ella su aire de nerviosismo.
Al parecer había optado por el camino profesional para enfrentarse a la mañana del «Día después». Nash hubiera preferido otra cosa, pero comprendía su decisión. Ella no lo conocía de nada. Era una mujer con responsabilidades entre las que no se incluían los jueguecitos eróticos con los huéspedes.
– Una tortilla de queso cheddar y algo de verdura sería estupendo -aseguró-. También me gustaría un trozo de beicon al lado, si puede ser.
– Sin problema. Estará dentro de unos quince minutos. Los niños bajarán en cualquier momento y quiero darles el desayuno. ¿Te parece bien?
– Por supuesto.
Ella asintió con la cabeza y se marchó sin haberlo mirado a la cara ni una sola vez. Nash tomó asiento y abrió el periódico, pero no pudo concentrarse en las letras.
¿Se arrepentiría Stephanie de lo que había ocurrido la noche anterior? ¿Lamentaría haberlo besado? Cuando se separaron Nash habría jurado que ella estaba tan gratamente sorprendida y tan excitada como él. Pero tras varias horas de reflexión, seguramente habría decidido que todo había sido un error.
Nash no quería que pensara aquello. Quería que lo deseara tanto como la deseaba él.
Sacudió la cabeza. Estaba peor de lo que pensaba. Le faltaba menos de un dedo para comportarse como un idiota por una mujer, y no recordaba cuándo fue la última vez que le había ocurrido algo así.
El sonido de unos pasos trotando sobre la escalera lo devolvió a la realidad. Los chicos estaban discutiendo sobre a quién le tocaba recoger la habitación. Al parecer trataban de entrar todos a la vez por la puerta de la cocina, porque gritaban cosas como «no me empujes» y «quítate de en medio».
Nash sonrió al imaginarse a los tres empujándose y riendo. Escuchó a Stephanie dándoles los buenos días y el ruido de las sillas moviéndose.
Por primera vez en muchos años deseó no ser él. Sentado en el comedor, escuchó el murmullo de las conversaciones y las carcajadas y sintió ganas de formar parte de aquello. Entonces, sin pararse a considerar las consecuencias de sus actos, agarró la taza de café y el cesto de bollos y caminó hacia la cocina.