Cuando entró la conversación se detuvo en seco. Notó cómo lo miraban los chicos pero él estaba completamente concentrado en Stephanie. Acababa de colocar una caja de huevos en la isla central. Ladeó ligeramente la cabeza y sus labios se entreabrieron. Las mejillas se le tiñeron de color.
– El comedor estaba un poco solitario esta mañana -dijo Nash a modo de explicación-. ¿Os importa si me quedo aquí con vosotros?
Un abanico de emociones cruzó el rostro de Stephanie, pero todo sucedió demasiado rápido y él no tuvo tiempo de descifrarlas. Si ella dudaba demasiado o parecía excesivamente incómoda, regresaría al comedor y se mantendría alejado el resto de su estancia en la posada.
Stephanie curvó ligeramente los labios hacia arriba y se intensificó su rubor. Cuando por fin lo miró a los ojos él distinguió en su mirada un fuego que casaba con el que Nash sentía en su interior.
– Claro que no. Adelante.
Los gemelos torcieron las sillas para dejarle espacio entre ellos. Nash dejó la taza y los bollos sobre la mesa y agarró la silla vacía. Al sentarse se dio cuenta de que Brett no parecía tan contento de verlo como los demás.
– Hoy hay una exhibición de talentos en el colegio -anunció Jason-. Un niña de mi clase va a bailar ballet -aseguró arrugando la nariz-. Se va a poner una cosa de esas tan raras. Un tutú.
– Un niño de mi clase toca los tambores -intervino Adam-. Y tres niñas van a cantar una canción de la radio.
– Parece divertido -dijo Nash.
Los gemelos no pararon de hablar durante todo el desayuno. Brett no dijo gran cosa, pero mantuvo los ojos fijos en Nash. Stephanie sirvió los huevos revueltos en los platos de sus hijos y luego hizo la tortilla de Nash. Mientras él terminaba de desayunar los chicos se pusieron de pie y se colocaron las mochilas en la espalda. Su madre se despidió de cada uno de ellos con un beso y un abrazo. Aunque Brett se apartó algo avergonzado. Luego los tres salieron a toda prisa por la puerta.
Nash terminó el desayuno y se sirvió otra taza de café. Stephanie abrió la puerta del comedor y miró por la ventana hasta que vio a los tres subidos en el autobús.
Mientras la observaba, Nash recordó las mañanas de su propia infancia. Su madre siempre se las había arreglado para hacerles el desayuno y prepararles el almuerzo. Luego los acompañaba fuera. Lo último que les decía todos los días de colegio hasta que se graduaron era que los quería con toda su alma y que eran lo mejor del mundo.
Stephanie regresó a la cocina y se entretuvo vaciando los platos, guardando las cosas en la nevera y revoloteando nerviosa hasta que Nash movió con el pie la silla que tenía al lado.
– Siéntate -le dijo.
– De acuerdo -respondió ella mirándolo de reojo antes de exhalar un suspiro-. Supongo que tenemos que hablar.
Se sirvió una taza de café y se sentó a su lado.
Luego alzó la vista para mirarlo pero la apartó al instante. Las mejillas se le tiñeron de rojo, luego recuperaron su color habitual y de nuevo volvieron a sonrojarse. Nash se imaginó que se debía sin duda a él.
Decidió empezar con algo fácil.
– ¿Ha habido algún problema en que me uniera a vosotros para desayunar?
– ¿Cómo? -preguntó Stephanie alzando la vista y mirándolo-. No, por supuesto que no -aseguró con una sonrisa-. Ha sido agradable. Si quieres desayunar con nosotros el tiempo que te quedes te pondré un servicio aquí en lugar de en el comedor. No hay ningún problema.
En el fondo Nash esperaba que le hubiera preguntado el porqué. Por qué quería desayunar con ellos. Aunque lo cierto era que no tenía una respuesta. En cierta medida sabía que estar con ella y con los chicos lo ayudaba a olvidar. No tenía el trabajo para distraerse y eso le dejaba mucho tiempo para pensar. Pero aquélla era sólo una de las razones. Las otras estaban relacionadas con que le gustaba la compañía de Stephanie y los niños.
– Eso me gustaría -dijo Nash-. Pero si la cuestión no es ésa, ¿de qué se trata entonces? ¿De la noche anterior?
Ella tragó saliva y asintió con la cabeza.
– «Cuestión» no es la palabra que yo utilizaría. Pensé que… Qué tranquilo estás -murmuró apartando la vista.
– ¿Y tú no?
– Está claro que no, ¿es que no se nota? -preguntó Stephanie sujetando la taza con las dos manos-. Es sólo que… supongo que lo que de verdad me gustaría saber es por qué ocurrió.
Era curioso, pero aquélla no era para Nash la pregunta prioritaria.
Sabía que Stephanie rondaría los treinta años, tal vez los treinta y dos. Era una mujer inteligente, de éxito, guapa y absolutamente arrebatadora. Pero en aquellos momentos parecía que iba a salirse de su propia piel por culpa de los nervios y la vergüenza. ¿Por causa de él? Le gustaría pensar que sí, pero tenía la impresión de que eso sería un poco vanidoso por su parte.
– Eres muy atractiva -le dijo preguntándose si ella desconocería de verdad la razón por la que la había besado-. Muy atractiva. Y me gusta tu compañía. Tuve una reacción masculina completamente natural ante ambos estímulos.
Stephanie apretó ligeramente los labios y asintió con la cabeza.
– De acuerdo -dijo con voz entrecortada tras aclararse dos veces la garganta-. Así que estás hablando de… de interés.
De sexo. Estaba hablando de sexo.
– El interés funciona, pero sólo si es recíproco.
Aquella vez no tuvo ninguna duda de que ella se había sonrojado. Sus mejillas adquirieron un tono rojo brillante y estuvo a punto de dejar caer la taza.
– No estoy acostumbrada a hablar con adultos -confesó Stephanie en voz baja-. Qué demonios, no creo que se me diera muy bien antes y la falta de práctica sólo ha servido para empeorar las cosas.
– Entonces nos lo tomaremos con calma. Me refiero a la conversación.
– De acuerdo -asintió ella abriendo más los ojos-. Bien. Supongo que entonces debería empezar por el principio.
– ¿El principio? -preguntó Nash sin tener la menor idea de a qué se refería.
– Sí. Conocí a Marty en el último curso de universidad. Había salido con algunos chicos antes, pero no me enamoré de ninguno como de él. Era todo tan divertido… -comentó suspirando-. Marty era unos años mayor que yo. Era encantador, simpatiquísimo, estaba lleno de vida y parecía muy interesado en mí.
Stephanie alzó los ojos para mirarlo.
– Te dije que mis padres eran artistas, pero lo que no te conté fue que su arte era lo más importante de su vida. Recuerdo que crecí pensando que una rodilla desollada o un problema con una amiga no podían competir con la luz perfecta o la perspectiva adecuada. Cuando pintaban yo no existía.
– ¿Marty era distinto?
– Eso pensé. Se concentró en mí con tanta intensidad que no me di cuenta de que yo no era más que la última de una larga lista de pasiones. Estaba tan encandilada que me casé con él menos de dos meses después. En menos de seis semanas me di cuenta de que me había casado con alguien que era igual que mis padres.
– ¿En qué sentido? -preguntó Nash inclinándose hacia delante.
– Era un irresponsable. No estaba dispuesto a pensar en nadie que no fuera él mismo. No le importaba que las facturas no se pagaran a tiempo ni que nos cortaran la luz. Le daba lo mismo llegar tarde al trabajo. Había cosas mucho más divertidas que hacer. Seguro que a un psiquiatra no lo sorprendería que hubiera sustituido a mis padres por alguien exactamente igual que ellos, pero para mí fue un shock absoluto. Estaba destrozada.
Nash sintió deseos de estirar el brazo por encima de la mesa y tomarla de la mano, pero no lo hizo. En lugar de eso le dio otro sorbo a su taza de café.
– ¿Por qué no te marchaste? -le preguntó.