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Echó un vistazo alrededor, pero la cocina, que era muy grande y estaba completamente rematada en blanco, parecía vacía. En el centro había una isla con una bandeja encima en la que había una taza vacía y una cafetera y un plato de fruta fresca cubierto con un plástico. A través de la puerta que tenía a la izquierda escuchó el murmullo de un monólogo mascullado entre dientes.

Guiándose por la voz femenina atravesó el umbral. Había una mujer de puntillas intentando alcanzar las estanterías. Le pareció que estaba tratando de agarrar algo del estante superior, pero no llegaba.

Nash dio un paso adelante para ofrecerle su ayuda, pero en aquel instante la mujer se estiró un poco más. El jersey se le subió por encima de la cinturilla de los pantalones, dejando al descubierto un fragmento de piel desnuda.

Nash sintió como si le hubieran golpeado la cabeza con un martillo. Se le nubló la visión, se quedó sin respiración y, para su asombro, experimentó por primera vez desde hacía dos malditos años que seguía teniendo vida debajo de la cintura.

¿Con sólo ver un poco de vientre? Estaba peor de lo que pensaba. Al parecer su jefe tenía razón al haberlo obligado a tomarse unas vacaciones.

Un grito agudo lo hizo volver al presente. Nash desvió la vista del vientre de la mujer a su rostro y vio a la dueña de la posada mirándolo con los ojos abiertos de par en par. Ella se llevó la mano al pecho y soltó el aire.

– Casi me mata del susto, señor Harmon. No sabía que se hubiera levantado ya.

– Llámame Nash -dijo dando un paso adelante y alzando la mano hasta la altura del estante superior-. ¿Qué necesitas?

– Esa bolsa azul. Dentro hay una cesta del pan plateada. Estoy haciendo bollos. Normalmente los pongo en la cesta más grande, pero como eres el único huésped que tengo en este momento pensé que bastaría con algo más pequeño.

Nash agarró la bolsa y sacó la cesta de su interior.

– Gracias por la ayuda -le dijo Stephanie sonriéndole-. ¿Quieres un café?

– Claro.

Regresaron a la cocina. Nash se apoyó en la encimera mientras ella le servía café en la taza.

– Los bollos estarán dentro de cinco minutos. Tenía pensado hacerte una tortilla esta mañana. ¿De jamón? ¿De queso? ¿De champiñones?

La noche anterior apenas había reparado en ella. Recordaba vagamente a una mujer de aspecto cansado y vestida de forma extraña. Le sonaba que tuviera el pelo rubio y corto. Ahora veía que Stephanie Wynne era una rubia menuda de ojos azules y una boca jugosa siempre dispuesta a sonreír. Llevaba el cabello peinado a lo pincho de manera que le dejaba al descubierto las orejas y el cuello. Los pantalones negros y el jersey levemente ceñido demostraban que a pesar de que el frasco fuera pequeño Stephanie tenía todo lo que tenía que tener donde lo tenía que tener. Era muy bonita.

Y él se había dado cuenta.

Nash trató de recordar cuándo fue la última vez que una mujer, cualquier mujer, le hubiera llamado la atención lo suficiente como para clasificarla como guapa, fea o ni una cosa ni la otra. Hacía dos años que no le pasaba, decidió sabiendo que no le resultaba difícil calcular la fecha.

– No hace falta que hagas la tortilla -dijo-. Es suficiente con el café y los bollos. Y con la fruta -añadió echándole un vistazo a la bandeja.

– El desayuno completo va incluido en el precio -respondió Stephanie frunciendo el ceño-. ¿No tienes hambre?

Más de la que había tenido desde hacía tiempo, pero menos de la que debería tener.

– Tal vez mañana -contestó.

Sonó entonces la alarma del horno. Stephanie agarró dos guantes de amianto y abrió la puerta. El aroma a pan cocinado se hizo más intenso. Nash aspiró la fragancia a cítricos.

– Esta mañana tenemos bollos de naranja, de limón y de chocolate -explicó ella sacando la fuente y colocándola sobre la encimera-. Están todos deliciosos, lo que no es muy modesto por mi parte ya que soy yo la que los he hecho, pero es la verdad.

Stephanie le dedicó una sonrisa de oreja a oreja y luego le hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta que tenía al lado.

– El comedor está por allí.

Nash hizo lo que le pedía y pasó a la siguiente habitación. Encontró una mesa grande preparada para una sola persona. Encima del USA TODAY había un ejemplar del periódico local.

Stephanie lo siguió hasta el comedor pero esperó a que él se sentara antes de servirle el desayuno. Luego le deseó bon appétit antes de desaparecer de nuevo en la cocina.

Tras comerse un par de aquellos bollos deliciosos que le supieron a gloria Nash agarró el periódico y se dispuso a echarle un vistazo. El sonido de unos pasos corriendo por el pasillo le interrumpió la lectura de la sección de economía. Levantó la vista justo a tiempo para encontrarse con tres niños que se precipitaban a la puerta de entrada.

– ¡Id despacio! ¡Tenemos un huésped!

La orden salió de la cocina. Al instante tres pares de pie disminuyeron la marcha y tres cabezas giraron en su dirección. Nash tuvo la impresión de que se trataba de niños de entre ocho y doce años. Los dos pequeños eran gemelos.

Stephanie apareció ante su vista y le dedicó una sonrisa de disculpa.

– Lo siento. Es la última semana de colegio y están un poco revolucionados.

– No pasa nada.

Los niños siguieron estudiándolo con curiosidad hasta que su madre los echó por la puerta. A través de la ventana del comedor Nash los vio subir en el autobús escolar. Cuando arrancó Stephanie cerró la puerta y entró de nuevo en el comedor.

– ¿Has comido suficiente? -le preguntó mientras empezaba a recoger los platos-. Quedan más bollos.

– No, estoy bien -aseguró él-. Estaba todo delicioso.

– Gracias. La receta origina de los bollos es de hace varias generaciones. Mi marido y yo le alquilamos la posada a una pareja inglesa hace muchos años. La señora era una cocinera excelente y me enseñó a hacer bollos y galletas.

Ella terminó de recoger los platos y salió del comedor.

Nash le echó un vistazo a la sección de deportes y luego cerró el periódico. Ya no le interesaban las noticias. Tal vez podría ir a dar una vuelta y explorar la zona.

Se puso de pie y vaciló un instante. No estaba muy seguro de si debía decirle a la dueña de la posada que se iba. Cuando viajaba solía hacerlo por negocios y siempre se quedaba en hoteles anónimos y sin personalidad. Nunca antes había estado en una posada. Aquel lugar era un negocio, pero al mismo tiempo parecía ser también el hogar de Stephanie.

Nash miró en la cocina y luego en el recibidor y decidió que a ella no tenía por qué importarle cómo organizar su día. Sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón y caminó por el suelo de madera pulida en dirección al vehículo de alquiler.

Dos minutos más tarde estaba de regreso en la mansión victoriana. Miró de nuevo en la cocina pero estaba vacía. Un sonido sordo lo guió hacia la parte de atrás de la casa hasta llegar a un amplio lavadero. Stephanie estaba sentada en el suelo delante de la lavadora. Tenía el manual de instrucciones colocado en el regazo y a su alrededor había innumerables herramientas y piezas pequeñas.

– Maldito trozo de metal barato -murmuró ella-. Te odio. Siempre te odiaré, será así durante el resto de tu vida, así que tendrás que aprender a vivir con ello.

Nash carraspeó.

Ella se giró sobresaltada. Al verlo abrió los ojos y sonrió de medio lado en un gesto mitad angelical mitad divertido.

– Si sigues apareciendo de improviso tendré que ponerte un cencerro atado al cuello.

Nash se apoyó contra el quicio de la puerta y señaló con la cabeza en dirección a la lavadora.

– ¿Cuál es el problema?

– No funciona. Estoy intentando que se sienta culpable pero no parece servir de mucho. Creía que ibas a salir -comentó mirándole la ropa.