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– Adquiriste muchas responsabilidades siendo muy pequeña. Yo creo que los niños que tienen que crecer deprisa nunca se olvidan de lo que supone ser pequeño y estar a cargo de todo. A mí me pasó lo mismo en mi casa. Mi madre trabajaba muchas horas y mi hermano era un rebelde completo. Nació para romper las reglas. Aunque fuéramos gemelos, yo me sentí siempre el mayor.

Nash se giró entonces y la miró.

– ¿En qué momento nos hemos puesto así de serios? Se supone que la gente que tiene una aventura no habla de cosas tan profundas.

– No lo sabía -respondió ella con una sonrisa-. Ésta es mi primera aventura, así que tendrás que ponerme al día con las normas.

Nash dejó la brocha en el bote de pintura y avanzó en su dirección.

– Las reglas las ponemos nosotros.

– ¿De veras?

Los ojos de Nash desprendían un brillo que le provocó escalofríos. Al verlo aproximarse Stephanie dejó el rodillo en la bandeja y se inclinó hacia delante. Fue un beso duro y apasionado que la dejó sin respiración. Sintió la llama del deseo haciendo explosión en su interior. Le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí.

– Han pasado menos de tres horas y ya te deseo de nuevo -murmuró Nash contra sus labios-. A este paso no vamos a avanzar mucho en el trabajo.

– No me importa.

– Me alegro, porque yo…

Un ruido captó su atención. Ambos se giraron. Stephanie dio un respingo cuando vio a Brett en la puerta de la casa del guarda. Por la expresión de su rostro supo que la había visto en brazos de Nash y que se sentía traicionado. Antes de que ella pudiera decir nada, Brett salió corriendo.

El deseo se esfumó completamente dando lugar a la culpa y la confusión. Por una parte se alegraba de que Brett recordara a su padre y siguiera pensando en él. Pero por otra sabía que no tenía por qué cerrarse a esa parte de la vida sólo porque su hijo de doce años no lo aprobara. Brett tenía que aprender que no pasaba nada por avanzar con la vida. Pero ¿sería aquél el mejor momento para mantener aquella conversación? Y de ser así, ¿qué le diría? Para complicar aún más la situación, Nash y ella no tenían una relación que pudiera explicarles a sus hijos.

No tenía a nadie a quien preguntarle, pensó con tristeza. Nadie con quien compartir sus preocupaciones. Como la mayoría de las veces tendría que enfrentarse sola a ello.

Dio un paso en dirección a la casa principal, pero se detuvo cuando Nash le tocó el brazo.

– Brett está enfadado -dijo él.

– Lo sé.

– Tal vez sea mejor que lo discuta con otro hombre.

– ¿Quieres hablar con Brett de lo que ha visto? -preguntó Stephanie mirándolo con los ojos muy abiertos.

– No es que quiera, pero puedo imaginarme lo que está sintiendo. No voy a contarle lo que pasa entre nosotros pero podría tranquilizarlo.

Stephanie consideró la oferta. Su parte madura le dijo que Brett era su hijo y su responsabilidad. Nash era un buen tipo y un amante estupendo, pero no tenía hijos y conocía a los suyos desde hacía muy pocos días. Por lo tanto debería ser ella la que aclarara las cosas con Brett. Pero el resto de ella estaba deseando colocar el problema sobre el regazo de Nash y dejar que lo resolviera él.

– Debería ir yo a hablar con él -dijo.

– Sigue pintado -contestó Nash besándola fugazmente-. Dame diez minutos. Si para entonces no he regresado ven a buscarnos.

A Stephanie le resultaba extraño delegar. No estaba acostumbrada a evitar responsabilidades. Se debatía entre lo que debía hacer y lo que le resultaba más fácil. Pero antes de que hubiera tomado una decisión, Nash salió de la casa del guarda.

«Diez minutos», se dijo mirando el reloj. No podría meter demasiado la pata en tan poco espacio de tiempo.

Nash entró en la mansión y se detuvo un instante para escuchar. Entonces escuchó un ruido brusco y se dirigió a la cocina en lugar de subir las escaleras.

Cuando abrió la puerta se encontró con Brett vaciando el lavaplatos. Tenía los hombros caídos y una chispa de dolor en sus ojos azules.

– Hola -dijo Nash-. ¿Qué tal?

El chico se giró a toda prisa y lo miró con expresión furiosa.

– No puedes estar aquí -le gritó-. Eres un huésped. Los huéspedes tienen que quedarse en las zonas comunes, no en la cocina. La cocina es para la familia. Vete.

Nash cerró la puerta tras de sí y se acercó al chico. Brett apretó un plato entre las manos como si estuviera dispuesto a utilizarlo como arma en caso necesario.

– ¿No me has oído? -le preguntó.

– Lo he oído todo. Incluso lo que no has dicho.

Nash reconocía la impotencia del muchacho, la frustración que alimentaba su rabia. Sabía que Brett deseaba ser lo suficientemente fuerte como para obligar a Nash a salir de la cocina, de la casa y de la vida de su madre.

Aquellos antiguos sentimientos seguían allí, pensó Nash algo sorprendido mientras tomaba asiento al lado de la mesa. Estaban enterrados y casi olvidados, pero todavía eran reales. ¿Cuántas veces había deseado golpear a Howard? Ya había sido horrible que Howard y su madre estuvieran saliendo, pero fue peor cuando anunciaron que iban a casarse y que Howard adoptaría a los niños. Como si fueran bebés. Como si lo necesitaran.

– Tu madre es una dama encantadora -dijo Nash muy despacio, buscando las palabras adecuadas, tratando de recordar qué lo habría hecho sentirse a él mejor-. Es guapa y muy divertida.

Miró de reojo a Brett y le dedicó una media sonrisa.

– Seguramente a ti te parece mayor, pero a mí no. Me gusta mucho.

Un destello de miedo cruzó por los ojos de Brett. Nash se inclinó hacia delante y clavó los codos en las rodillas.

– Lo cierto es que estoy de paso -dijo-. No voy a quedarme. Dentro de un par de semanas regresaré a Chicago. Allí es donde vivo y donde tengo mi trabajo. Allí está mi vida.

¿Su vida? Por primera vez desde la muerte de Tina Nash se dio cuenta de que estaba mintiendo. Lo que tenía no se parecía ni remotamente a una vida. Tenía un trabajo y punto. Y algunos amigos a los que apenas veía. Vivía solo y estaba más que harto de ello. Sacudió la cabeza para desprenderse de aquellos pensamientos. Ya les dedicaría tiempo más tarde. En aquel momento lo importante era Brett.

– Comprendo muy bien por lo que estás pasando -dijo Nash.

– Sí, claro -respondió el chico dándose la vuelta.

– De acuerdo. Los mayores siempre dicen lo mismo. Es un aburrimiento, ¿verdad? Pero en este caso es verdad. Tu padre murió. El mío ni se dignó a aparecer por allí después de dejar a mi madre embarazada. Sólo estábamos ella, Kevin y yo. Mi madre era muy joven y no tenía dinero, así que fue muy duro. Trabajaba mucho. Se preocupaba mucho. Yo odiaba verla así, así que ayudaba todo lo que podía. Algo parecido a lo tuyo con los gemelos.

Brett trazó una línea imaginaria en la encimera. Nash no podía asegurarlo pero tenía la impresión de que estaba escuchando.

– Ellos son todavía muy pequeños -continuó diciendo-, pero tú comprendes que para ella es muy duro. Te preocupas. Y lo último que necesitas es que venga un tipo a poner tu familia patas arriba.

Brett levantó la vista y lo miró sorprendido.

– A nosotros nos pasó -aseguró Nash asintiendo con la cabeza-. Mi madre empezó a salir con un tipo llamado Howard. Supongo que no era mala persona. Pero yo nunca confié en él. ¿Por qué había aparecido? Aquél no era su sitio.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó Brett.