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– Qué gusto -dijo-. Y qué grande. ¿Es todo para mí? -preguntó ronroneando.

– ¿Crees que podrás manejarlo?

– Nada desearía más que manejarte todo entero. Entremos y desnudémonos.

Las palabras de Stephanie lo encendieron por completo. Quería tomarle la palabra al pie de la letra, pero no pudo esperar a besarla. Ella abrió la boca al instante y Nash entró, acariciándola con la boca hasta que tuvo la sensación de llegar allí mismo hasta el final.

Nash la apartó suavemente de encima de su regazo y se puso de pie. La ayudó a ponerse en pie y la levantó del suelo con los brazos. Ella le echó las piernas alrededor de la cintura y se quedó allí colgada. Nash avanzó hacia la puerta de entrada.

– Tengo que decirte que podría andar -murmuró Stephanie entre besos-. Pero así es mucho más excitante.

– Para mí también -aseguró él agarrándola firmemente del trasero-. Además, ¿no es el sueño de toda mujer dejarse llevar?

– Cariño, tú lo estás cumpliendo a rajatabla.

En otras circunstancias, Stephanie habría dado por hecho que ponerse a cantar mientras limpiaba el polvo del salón era motivo suficiente para acudir al psiquiatra. Era por la tarde y ni siquiera estaba oyendo ninguna canción en la radio.

No había dormido la noche anterior. En lugar de pasarse siete u ocho horas con los ojos cerrados las había pasado entre los brazos de Nash, descubriendo que las mujeres alcanzaban la cima sexual en la treintena. Estaba bastante cansada pero ya recuperaría fuerzas cuando Nash se marchara. Era mucho mejor aprovecharse de su proximidad y de sus habilidades mientras estuviera en la ciudad.

Stephanie se estiró para limpiar la parte de arriba de la lámpara del salón y le tiraron un poco los músculos de la espalda. Sonrió al recordar la ducha que se habían dado aquella mañana. Cómo se había agarrado ella a la puerta de la mampara para evitar caerse mientras Nash se arrodillaba entre sus piernas… El agua caliente caía sobre ambos mientras él utilizaba la lengua para hacerla gritar y estremecerse.

Sin dejar de tararear la melodía de una serie de dibujos animados, Stephanie terminó de pasar el salón y se dirigió a la cocina. Tuvo que pensar qué prepararía de cena. Luego tal vez podrían ir todos al videoclub y alquilar un par de películas. El colegio terminaba al día siguiente y los chicos no tenían deberes. Podrían…

El sonido de unas voces interrumpió sus pensamientos. Stephanie se detuvo un instante para averiguar su procedencia. Reconoció la voz grave de Nash y la de los gemelos. ¿Dónde demonios estaban? Inclinó la cabeza ligeramente. ¿En el cuarto de las herramientas?

Stephanie siguió el sonido y llegó hasta la parte de atrás de la casa. Efectivamente. Nash y los gemelos estaban en el lavadero. Y delante de ellos había una cesta rebosante de ropa.

Stephanie supo inmediatamente lo que estaba pasando. Le había pedido a los gemelos que subieran la ropa y la doblaran. La mayoría de las veces se mostraban dispuestos a cumplir con sus tareas, pero la colada era algo que los tres chicos odiaban más que cualquier otra cosa.

Nadie se dio cuenta de que ella estaba en el umbral. Observó cómo Nash tocaba a los chicos en el hombro.

– Tenéis una responsabilidad familiar -les dijo-. Vuestra madre trabaja mucho para que no os falte de nada. Y a cambio vosotros tenéis que ir al colegio y ayudar cuando os lo pidan.

Los dos niños asintieron con la cabeza.

– Bien -dijo Nash sonriendo-. Si trabajáis juntos como un equipo el trabajo irá mucho más deprisa. ¿Estáis de acuerdo?

– Pero Adam tiene que doblar la ropa -se apresuró a aclarar Jason-. La última vez me tocó a mí.

– No es verdad -respondió el aludido girándose hacia su hermano-. Lo hice yo. Te toca a ti. Siempre intentas que yo haga tus tareas, pero esta vez no lo vas a conseguir.

– Ya veo que esto es motivo de pelea -intervino Nash tratando de conservar la calma-. ¿Cómo sabéis de quién es el turno?

– Le toca a él -aseguró Jason frunciendo el ceño.

– No.

– Así que no hay nada escrito -dijo Nash.

Los dos niños negaron con la cabeza. Tenían la boca apretada, el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho.

– ¿Por qué no establecemos un sistema que resulte justo para los dos? -preguntó Nash tratando de ser razonable.

Stephanie reprimió una carcajada. Todo aquello sonaba muy bien, pero eran niños de ocho años. Si Nash no recuperaba el sentido seguramente se tiraría tres días hablando y al final terminaría doblando él mismo la ropa para terminar con aquello.

Entró en la habitación y señaló la cesta de la ropa.

– Llevadla arriba -dijo con firmeza-. Ahora. Cada uno doblará la mitad. Si el número de prendas es impar, dejad la última sobre la cama. Si no subís en este preciso instante ninguno de los dos tomará postre.

Jason abrió la boca para protestar. Pero su madre lo detuvo con un movimiento de cabeza.

– Ni una palabra -dijo-. Si dices algo te irás a la cama veinte minutos antes. Si entendéis lo que he dicho y estáis de acuerdo asentid lentamente con la cabeza.

Los dos niños miraron a su madre y luego se miraron el uno al otro. Suspiraron hondamente y asintieron.

– Bien -dijo Stephanie dando un paso atrás para dejarles sitio para llevar la cesta-. Avisadme cuando hayáis terminado.

Agarraron cada uno la cesta de un asa y salieron del lavadero. Nash los vio marcharse.

– Soy un profesional -dijo él.

– Tú trabajas con criminales. Éstos son niños pequeños. Creo que los criminales son bastante más racionales.

– ¿Eso crees?

– Pondría la mano en el fuego -respondió ella con una sonrisa-. Pero gracias por tu ayuda. Me ha gustado mucho que les dijeras que tienen responsabilidades. Tal vez la próxima vez funcione.

– ¿Estás insinuando que he suspendido como educador?

– Estoy diciendo que has sido muy amable al intentarlo.

Nash le apartó de la cara un mechón de pelo y luego se hizo a un lado.

– Dame las llaves de tu coche.

– Están arriba, en la mesilla que hay al lado de mi habitación. ¿Para qué las quieres? ¿Se ha estropeado el coche de alquiler?

– No. Quiero echarle gasolina a tu coche. ¿Te importa si subo a por las llaves?

Stephanie asintió con la cabeza porque de pronto le costaba mucho trabajo hablar. De acuerdo, no tenía nada de particular que Nash quisiera echarle gasolina a su coche. Pero aquel detalle inesperado le provocó un nudo en la garganta y le llenó los ojos de lágrimas. Mientras él subía las escaleras, Stephanie se descubrió a sí misma deseando, aunque sólo durara un segundo, que Nash no se marchara dentro de una semana. Que se quedara algo más de tiempo en Glenwood.

– Una locura -susurró-. Eso no puede ser.

El teléfono sonó en aquel momento. Fue una interrupción que ella agradeció. Fue a la cocina y descolgó el auricular.

– Hogar de la Serenidad. Soy Stephanie.

– Hola, Stephanie. Soy Rebecca Lucas. Nos conocimos en la pizzería hace un par de noches. No sé si te acuerdas de mí. Había tanta gente…

Stephanie recordó a una mujer alta y delgada de melena oscura y rizada.

– Sí, por supuesto que me acuerdo de ti. ¿Cómo estás?

– Bien. Te llamo porque acaba de llamarme Jill. Craig, el mayor de los hermanos Haynes, libra hoy en el trabajo y sus hijos no tienen colegio. Para abreviar: hemos organizado una barbacoa improvisada aquí esta noche. Creo que van a venir todos los hermanos de Nash y quería invitarlo también a él.

Rebecca se rió.

– De hecho quería invitarte a ti y a los chicos también, si os viene bien.

Stephanie sabía que Nash no tenía ningún plan y que le apetecería ir. Dudó un instante antes de decir que sí en nombre de todos. ¿Sería aquello muy presuntuoso por su parte? Entonces recordó que Nash le había pedido que le echara una mano con su familia.