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– Seguro que nos viene bien, pero voy preguntárselo a él. Espera un momento, por favor.

Stephanie dejó el teléfono sobre la encimera y se dirigió a las escaleras. Se encontró con Nash, que bajaba en aquel momento, y le contó los planes de Rebecca.

– ¿Tú quieres ir? -le preguntó él.

– Sí, pero es tu familia. ¿Quieres ir tú?

– Si tú vienes conmigo, sí.

– Bien. A los chicos les encantará la idea.

Stephanie dio un paso atrás pero no fue capaz de apartar la mirada de la de Nash. El mero hecho de estar cerca de él le provocaba una sensación extraña en el estómago, como si sintiera el aleteo de docenas de mariposas. La atracción entre ellos se hizo más poderosa y Stephanie suspiró sin disimulo.

– Sí -dijo Nash-. Yo también. Y ahora vuelve al teléfono. Si salimos la tarde pasará más deprisa. Cuando regresemos a casa será la hora de que los chicos se acuesten.

– Y nosotros también -susurró ella sintiendo un nudo en el estómago.

– Eso es exactamente lo que yo estaba pensando.

Stephanie cargó con la bolsa cargada de galletas de chocolate hasta la puerta trasera de aquella casa tan grande. Dudó un instante antes de entrar. Recordaba que le habían presentado a Rebecca Lucas en la pizzería, pero no era amiga suya. Entrar como si tal cosa le parecía de mala educación, pero también hubiera sido extraño llamar a la puerta con tal cantidad de niños entrando y saliendo.

Antes de que tomara una decisión, Rebecca abrió la puerta y le sonrió.

– Te he visto bajar del monovolumen -dijo con naturalidad-. Y también he visto cómo desaparecían tus hijos en cuando diste dos pasos y cómo Kyle ha salido al encuentro de Nash. Deja que te ayude -dijo agarrándole la bolsa.

– Dijiste que no trajera nada, pero no me parecía bien venir con las manos vacías. Todavía están congeladas. Lo digo porque si quieres meterla en la nevera te durarán al menos un par de semanas más.

– No caerá esa breva -aseguró Rebecca abriendo camino hacia la cocina-. Entre nuestros hijos, los de los Haynes y los de los vecinos, las galletas no durarán ni dos días.

La joven dejó la bolsa en la encimera y se giró para mirar a Stephanie.

– Los hombres están fuera preparando la barbacoa y las ensaladas están en la nevera. Así que no tenemos mucho que hacer, sino más bien relajarnos. ¿Quieres beber algo?

– Vale. Té helado, si tienes.

– Siéntate.

Rebecca le indicó con la mano los taburetes que había al final de la encimera. Stephanie se sentó mientras su anfitriona le servía un vaso de té helado.

– Todos sentimos mucha curiosidad por ti -admitió Rebecca sin preámbulos-. Kevin nos juró que su hermano no salía con nadie.

Stephanie no se esperaba un comentario de aquel tipo. Dio un sorbo a su vaso y volvió a dejarlo sobre la encimera antes de contestar.

– No estamos exactamente saliendo -aseguró cruzándose las manos sobre el regazo.

– No sé si creerte -respondió Rebecca-. Vi. el modo en que te miraba la otra noche. Pero no voy a decir nada más al respecto -afirmó alzando los brazos-. No tengo intención de torturarte. La primera vez que oí hablar de Nash pensé en presentárselo a una amiga mía que está soltera, pero ahora no creo que sea una buena idea.

Stephanie se sentía como un pececito atrapado en una pecera de cristal. ¿Qué se suponía que tenía que contestar al comentario de Rebecca? Desde luego que no quería que Nash saliera con nadie más. El hecho de pensar que pudiera estar con otra mujer le provocaba una cierta sensación de incomodidad. Pero no tenía intención de explorar aquel sentimiento en particular.

– Nash y yo somos amigos -dijo finalmente-. Sólo va a estar un par de semanas en la ciudad, así que tu amiga tendría que conformarse con una relación pasajera.

– ¿Cuánto tiempo tarda uno en enamorarse? -preguntó Rebecca-. Tal vez ahora seáis amigos, pero eso puede cambiar.

– Ni hablar -aseguró Stephanie agarrando de nuevo el vaso-. Soy más inteligente que todo eso.

– ¿No eres partidaria del matrimonio? -preguntó Rebecca alzando las cejas.

– Está muy bien para los demás.

– Pero no para ti…

– Más o menos.

En aquel momento un puñado de niños entraron en la cocina seguidos de una pelirroja bajita a la que Stephanie reconoció enseguida.

– Hola, Jill -saludó cuando la otra mujer se acercó.

– ¡Stephanie! Había oído que Nash y tú veníais. Qué bien.

Jill se agachó cuando una niña de unos tres años le tiró de los pantalones.

– Sarah, ya te he dicho que no vamos a picar nada. Comeremos dentro de media hora. Pero te puedo dar algo de beber.

Dos niños más de la misma edad aproximadamente reclamaron también sus bebidas. Rebecca accedió. Abrió un armarito, sacó una ristra de vasos de plástico y los colocó sobre la encimera.

– Tenemos zumo, leche y batidos -anunció.

Cada uno quería una cosa. Rebecca llenaba los vasos mientras Jill los iba pasando.

Stephanie se acercó al inmenso ventanal que daba al jardín. Allí había más niños jugando a la pelota. Pudo ver a todos los Haynes hablando juntos al lado de la barbacoa mientras que sus mujeres habían desplegado sillas de plástico debajo de un árbol. Todo el mundo parecía estar pasándoselo muy bien.

«Qué familia tan maravillosa», pensó Stephanie. Cuando era pequeña hubiera dado cualquier cosa por pertenecer a un grupo así. Siendo la única hija de unos padres más interesados en el arte que en la vida real había tenido tiempo de sobra para estar sola y suspirar por amigos, primos y familia.

Desvió su atención hacia el grupo de los hombres. Los estudió uno a uno antes de detenerse en Nash. Estaba un poco apartado del grupo. En aquellos momentos parecía tan solo que ella sintió una punzada en el corazón. Quería correr hacia él, abrazarlo fuerte y…

¿Y qué? No debía olvidarse de que se marcharía. Por primera vez, aquella información no la hizo feliz.

Se estaba retirando de la ventana cuando vio a Jason correr hacia Nash. Su hijo de ocho años abrió los brazos y se lanzó sobre él. Nash lo agarró con naturalidad. Hombre y niño soltaron una carcajada. La boca de Stephanie se curvó en una sonrisa.

Apretó los dedos contra el cristal, como si pudiera tocarlos a ambos. Una extraña melancolía se apoderó de ella. Una melancolía absurda y peligrosa. Nash y ella habían sentado unas bases muy claras y era demasiado tarde para pensar en romperlas. Y además sería inútil. Aunque ella estuviera lo suficientemente loca como para considerar la posibilidad de darle una oportunidad a su corazón, Nash no lo estaba. Y eso era algo que tenía que tener muy claro.

Capítulo 11

Después de cenar los hombres recogieron la basura y limpiaron la zona del picnic mientras las mujeres y los niños entraban en la casa para ocuparse del postre. Nash sacó una cerveza de la nevera y se la pasó a Craig, y luego se hizo con otra para él.

Todos los hermanos estaban sentados alrededor de la barbacoa apagada.

– Earl Haynes, nuestro padre, fue el único de sus hermanos que se casó -estaba contando Travis-. Yo dudo de que fuera fiel ni un solo día de su vida. Solía presumir de que era un buen padre y un buen marido porque regresaba cada noche a casa. Desde su punto de vista, dormir en su propia cama era suficiente. No importaba con quién hubiera estado minutos antes.

Los hermanos se intercambiaron miradas en silencio y luego Jordan volvió a tomar la palabra.

– ¿Qué será biológico y qué no? -se preguntó en voz alta-. Ninguno de nosotros parece haber heredado esa tendencia a la infidelidad.

– Es cierto -aseguró Austin tomando por primera vez la palabra-. ¿Cuánto tendremos de nuestro padre? ¿Por qué después de tres generaciones de mujeriegos hemos conseguido por fin relaciones estables?

– No ha sido fácil -reflexionó Craig-. Yo cometí un error la primera vez, y ahí está mi divorcio como prueba.