Nash ordenó a toda prisa sus pensamientos, sabiendo que si se deleitaba en todo lo que habían hecho juntos en la cama acabaría en un estado de lo más comprometido. No importaba cuántas veces hicieran el amor, él siempre quería más. Y la noche anterior no había sido una excepción.
Escuchó el sonido de la puerta principal al abrirse y el ruido de unos pasos en el porche.
– Estarán aquí en cualquier momento -dijo Stephanie deteniéndose a su lado y apoyándose en la barandilla-. ¿Seguro que para ti no supone un problema que tu madre y tu padrastro se alojen aquí?
– Estoy perfectamente -la tranquilizó Nash sonriendo-. De hecho estoy deseando que lleguen.
– Me lo creería más fácilmente si no me hubieras dicho que no te llevabas bien con tu padrastro -aseguró ella con expresión de no estar del todo convencida.
– El problema lo tengo sólo yo -confesó Nash sintiéndose por primera vez a gusto con aquella verdad-. No te preocupes.
– Lo intentaré -dijo Stephanie girando la vista hacia la calle-. Si van a quedarse aquí tendremos que tener más cuidado con nuestras idas y venidas.
– Es verdad -reconoció él, que no se había parado a considerar esa posibilidad.
Stephanie se giró y lo miró sonriente.
– Eso hará las cosas más excitantes.
– No creo que eso sea posible. Y si lo es uno de los dos sufrirá un ataque al corazón por los nervios.
– ¿Me estás diciendo que lo nuestro te estresa? -preguntó Stephanie sonriéndole todavía más abiertamente.
– Estoy diciendo que ya es más excitante de lo que creí posible. Más excitación podría ser peligrosa.
– Pero tú eres un tipo duro. ¿No te gusta el peligro?
Las palabras de Stephanie provocaron en él la reacción predecible. Nash trató de no pensar en la sensación de calor y pesadez que notó en la parte inferior de su cuerpo. Por suerte, porque ocho segundos más tarde un sedán de cuatro puertas se detuvo detrás de su coche de alquiler.
– Ya están aquí -dijo.
Stephanie se puso rígida. El buen humor desapareció de la expresión de sus ojos y fue sustituido por la preocupación.
– ¿Qué tal estoy?
– Perfecta -aseguró Nash inclinándose para besarla en los labios.
– Ésa es una respuesta excelente -contestó ella alegrando la cara.
Ambos avanzaron por las escaleras del porche y luego llegaron al sendero de la entrada. Cuando se acercaron se abrieron las puertas del coche. La madre de Nash, Vivian, puso un pie en la acera y sonrió.
– Qué ciudad tan bonita. Es un sitio encantador. Nash podría jurar que sigues creciendo.
El hizo una mueca al escuchar aquella broma familiar y luego la abrazó.
– Hola, mamá. ¿Qué tal el viaje?
– Estupendo -respondió ella besándolo en la mejilla-. ¿Y tú cómo estás? -le preguntó mientras le acariciaba el cabello.
La pregunta no se refería únicamente a su estado de ánimo aquel día en concreto. Nash sabía que su madre quería que continuara con su vida, que dejara atrás el pasado. Que encontrara a alguien y se asentara.
– Estoy bien.
– ¿De verdad? -insistió su madre escudriñándole el rostro-. Eso espero.
La puerta del coche se cerró y Vivian se giró hacia su marido.
– ¿Verdad que Nash ha crecido, Howard?
– Vivian, lamento tener que decirte que nuestro chico dejó de crecer hace algunos años -dijo Howard afectuosamente dando la vuelta al coche para estrechar la mano de Nash-. Me alegro de verte. ¿Cómo te trata la vida?
– Estupendamente, como siempre.
Nash dio un paso atrás y les presentó a Stephanie.
– Es la dueña del Hogar de la Serenidad -dijo-. Ya veréis qué maravilla de desayunos.
– Encantado de conocerlos, señor y señora Harmon -dijo ella-. Espero que disfruten de su estancia.
– Por favor, llámanos Vivian y Howard -le pidió la madre de Nash.
– De acuerdo.
Se escucharon un par de gritos desde el otro lado de la casa. Stephanie miró hacia aquella dirección.
– Tengo tres hijos. Ya os los presentaré después. Vivimos en la planta de arriba de vuestra habitación pero no os preocupéis. No estamos justo encima.
– Lo vamos a pasar de maravilla -aseguró Vivian recogiéndose un mechón de cabello oscuro detrás de la oreja-. ¿Desde cuando tienes la posada?
– Va a hacer cuatro años. ¿Te gustaría ver tu habitación?
– Me encantaría. ¿Quieres que lleve algo? -preguntó Vivian girándose hacia su esposo-. No quiero que cargues tú con todo.
– Me gusta cuidar de ti -respondió Howard sonriéndole-. Entra y regístrate. Estoy seguro de que Nash insistirá en llevar la maleta más pesada. Nos arreglaremos bien.
Vivian asintió con la cabeza y apretó suavemente el brazo de su esposo. No fue una caricia especial, sólo un tenue roce, algo que Nash había visto hacer a su madre cientos de veces. Pero por primera vez se fijó en el afecto que transmitía la pareja, en la expresión de alegría y felicidad dibujada en el rostro de su madre. Ella amaba a aquel hombre. Lo había amado durante casi veinte años.
Las dos mujeres se encaminaron hacia la casa. Howard abrió el maletero y soltó una carcajada cuando vio el equipaje.
– Ahora comprenderás por qué tuve que alquilar un coche grande en el aeropuerto. Tu madre no es de las que viajan ligeras de equipaje. Siempre trae cosas de más por si acaso. En mi opinión ha traído ropa suficiente como para dar la vuelta al mundo, pero ella lo negará. Supongo que si algún día hacemos ese viaje se llevará la casa entera, sólo por si acaso.
Howard sacudió la cabeza y empezó a sacar maletas. Le empezó a hablar del vuelo y de quién se había quedado al cuidado de su casa mientras estaban fuera. Mientras lo escuchaba, Nash se dio cuenta de que no había ninguna tensión entre ellos, al menos por parte de su padrastro.
Metieron dentro el equipaje y se encontraron con Vivian y Stephanie en el mostrador de recepción.
– Le estaba diciendo a tu madre que los niños se portan bastante bien -dijo Stephanie-. No harán demasiado ruido.
– Y yo le estaba diciendo a Stephanie que echo de menos el ruido que hacían mis hijos cuando estaban en casa -reconoció Vivian sacudiendo la cabeza.
– Lo dudo -dijo Nash-. Siempre nos estabas gritando para que bajáramos la música o el volumen de la televisión.
– ¿En serio? -preguntó Vivian con extrañeza soltando una carcajada-. Yo no recuerdo nada de eso.
– ¿Os gustaría comer algo cuando hayáis deshecho el equipaje? -preguntó Stephanie-. No tenemos restaurante, pero estaré encantada de hacer unos bocadillos y hay varios tipos de ensalada.
– Suena maravillosamente, querida -aseguró Vivian agarrando las manos de Stephanie-. Dime dónde está la cocina y te echaré una mano mientras Howard y Nash suben las cosas.
Stephanie se quedó algo desconcertada con aquella sugerencia.
– Pero tú eres un huésped.
– Tonterías. Quiero ayudar. O por lo menos hacerte compañía. Podrías hablarme de tus hijos.
Stephanie miró de reojo a Nash, que estaba sonriendo.
– No pasará nada.
– Por supuesto que no pasará nada -intervino su madre-. Y ahora dime, ¿dónde está la cocina?
– Yo quiero extra de queso en mi bocadillo -exclamó Howard a sus espaldas.
Vivian movió los dedos en su dirección y se rió.
– Siempre me lo recuerda -dijo cuando las dos mujeres llegaron al pasillo-. Como si alguna vez se me hubiera olvidado.