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Lo sabía porque ella se aseguraría de que así fuera. Fuera lo fuera lo que Nash iba a decirle no era algo que Stephanie quisiera oír.

– Yo nunca podría hacer lo que tú haces -le dijo Howard a la mañana siguiente.

– La mayor parte de mi trabajo consiste en hacer papeleo -le recordó Nash mientras ambos trotaban por el tranquilo vecindario.

– Pero cuando no es así, hay vidas en juego. Admiro tu capacidad para manejar esas situaciones.

Había algo de orgullo en el tono de voz de Howard. Un orgullo de padre. Nash se dio cuenta de que lo había escuchado docenas de veces antes. Tal vez desde la primera vez que conoció a Howard. Se sintió como un imbécil. Había estado tan ocupado alimentando su resentimiento hacia su padrastro que no se había dado cuenta de que aquel hombre se preocupaba por él. Que lo quería.

– Pasaste muy malos momentos cuando empezaste a salir con mamá -dijo Nash-. Recuerdo que Kevin y yo no te pusimos las cosas fáciles.

– Me hicisteis luchar por conseguir la plaza -contestó Howard sonriendo mientras respiraba con cierta dificultad-. Pero valió la pena. Además, yo estaba loco por tu madre. Algunos amigos míos temían que sólo estuviera interesada en encontrar un padre para vosotros, pero yo la quería demasiado como para que eso me importara. Y por supuesto, estaban equivocados. Supongo que veinte años de matrimonio son una buena prueba de ello.

Cuando llegaron a la esquina se detuvieron un instante en el semáforo antes de seguir corriendo por la calle. La mañana estaba clara y todavía algo fresca, aunque más tarde se calentaría.

– Teníamos doce años cuando empezasteis a salir juntos -dijo Nash-. Si mamá hubiera querido buscar un padre para nosotros habría empezado a buscar antes.

Howard lo miró de reojo y luego se secó el sudor de la frente.

– Estabais a punto de entrar en la adolescencia. Ése es el momento en que los chicos necesitan que haya un hombre cerca. Tu madre estaba preocupada por ti.

– ¿Por qué por mí? Yo era el bueno.

– Es cierto. Como Kevin era el malo, él recibía toda la atención. Vivian tenía miedo de que tú te sintieras olvidado. Hablamos mucho de ello antes de casarnos.

Howard se calló durante un instante y le palmeó la espalda.

– Para mí los dos sois como mis hijos. Habría querido a Vivian exactamente igual aunque vosotros no vinierais en el mismo saco, pero aquí entre nosotros, saber que formabais parte del trato lo hacía irresistible.

Nash no supo qué decir. Se sentía extraño y estúpido. Como si todos aquellos años hubiera estado actuando bajo unas reglas que no tenían nada que ver con el partido que se estaba jugando.

– Howard -comenzó a decir muy despacio-, yo…

Su padrastro sonrió.

– Ya lo sé, ya lo sé, Nash. Lo he sabido siempre. Yo también te quiero.

Para celebrar que los chicos no tenían colegio, la familia Haynes, acompañada de los Harmon y los Reynolds, ocupó la gran mesa en forma de «u» situada al fondo del restaurante.

Nash ocupó su asiento y escuchó las conversaciones que flotaban a su alrededor. En medio de semejante multitud su primer instinto era retirarse, observar mejor que participar. Pero tras haber salido a correr aquella mañana con su padrastro, pensó que lo mejor sería dejar de dar por hecho las cosas que lo incumbían. Al parecer, nada era como él pensaba que había sido.

«Tantos años perdidos», pensó con tristeza. Howard había estado allí para él y no se había dado cuenta. ¿Cuántas cosas más de la vida se había perdido?

El sonido de una risa interrumpió sus pensamientos. Miró al otro lado de la mesa y vio a Stephanie y a Rebecca riéndose juntas. Menuda, rubia, con el pelo corto y una boca diseñada especialmente para volverlo loco, Stephanie era una fantasía hecha realidad. Le gustaba el modo en que había encajado con su familia. En menos de veinticuatro horas su madre y ella se habían hecho amigas.

La deseaba. Eso no era ninguna novedad. Pero aquella mañana se trataba de un sentimiento diferente. Quería algo más que sexo. Quería…

Nada que pudiera conseguir, se recordó desviando la mirada. Miró en otra dirección y descubrió a Brett observándolo. Sonrió al chico, que comenzó a devolverle la sonrisa, pero enseguida giró la cabeza. Era una ironía, pero Nash sabía exactamente lo que pensaba el chico. Seguía viéndolo como una amenaza.

Pensó en la posibilidad de volver a tranquilizar a Brett, pero se dio cuenta de que no tenía sentido. Qué demonios, él no había escuchado a Howard años atrás. ¿Por qué habría de escucharlo Brett a él? Y sin embargo le gustaría encontrar las palabras adecuadas. La vida sería mucho más fácil para el chico si lo entendiera, del mismo modo que para Nash también lo hubiera sido de haber comprendido que Howard no era un problema. Todos aquellos años perdidos cuando podrían haber estado muy unidos.

Nash odiaba los arrepentimientos, los «podría haber sido». Y no quería tenerlos con Howard. ¿Y con Tina? Su matrimonio nunca había sido perfecto. Tal vez si él se hubiera esforzado más por mejorarlo, entonces tal vez no se sentiría tan culpable todo el tiempo, tal vez…

Se encendió una luz en su cerebro. Parecía como si hubiera estado caminando entre nieblas durante los últimos dos años, desde el día en que su mujer murió.

Impresionado, casi asustado de lo que pudiera ver, Nash miró a sus hermanos con sus esposas y sus prometidas. Los miró a la cara, a los ojos, y observó el modo en que constantemente se tocaban. Hombres y mujeres enamorados.

El amor. Eso era lo que había fallado en su matrimonio. Había vivido por inercia, pero nada más. Nunca debió haberse casado con Tina porque no la amaba. Y había tardado dos años en descubrirlo.

Capítulo 13

Stephanie se despertó con una sensación de contento. Se puso boca arriba y sonrió. Cuando todos dormían se había deslizado a la habitación de Nash y había disfrutado de una noche increíble. Se estiró sin dejar de sonreír y puso un pie en el suelo. Al hacerlo miró el reloj. Y pegó un grito.

Eran las ocho y media de la mañana. Había puesto el despertador a las seis y media. ¿Qué había ocurrido? No tardó mucho en averiguarlo: al agarrar el reloj se dio cuenta de que se le había olvidado encender la alarma. Corrió como una exhalación al cuarto de baño y se lavó a toda prisa la cara y los dientes. La ducha tendría que esperar. Los huéspedes esperaban su desayuno.

En menos de seis minutos estaba relativamente arreglada y bajando por las escaleras. Los chicos ya se habían levantado. Lo supo porque las puertas de sus dormitorios estaban abiertas y podía escuchar sus voces.

Stephanie parpadeó varias veces al imaginarse qué pensarían de ella los padres de Nash. Se armó de valor y entró en la cocina.

– Hola, mamá -la saludó Brett desde la mesa.

– ¡Mami! -gritaron los gemelos al unísono.

Todos estaban desayunando. Al parecer se trataba de bollos y beicon. Stephanie miró a su alrededor y descubrió a Nash delante del horno. ¡El hombre estaba cocinando! No salía de su asombro.

– Buenos días -la saludó él con una sonrisa-. Mis padres están en el comedor. Les he servido el café y el periódico. Howard quería una tortilla y se la he hecho. Mi madre sigue quejándose de lo gorda que se va a poner por culpa de tus deliciosos bollos. He metido otra bandeja en el horno. Brett me indicó la temperatura que tenía que poner.

– Nash nos dijo que estabas cansada y que te dejáramos dormir -respondió el chico encogiéndose de hombros.

Stephanie tenía un nudo en la garganta y sentía deseos de llorar. Lo que había hecho Nash la conmovía como hacía años que nada la conmovía. Había cuidado de ella. Tal cual, sin esperar nada a cambio. Stephanie no sabía que existieran hombres así.

En aquel momento sonó el timbre de la puerta.

– Ya están aquí -murmuró Nash consultando su reloj-. Justo a tiempo.