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– ¿A tiempo para qué? -preguntó ella entornando los ojos.

– Ahora lo verás -aseguró Nash dirigiéndose a la puerta.

Stephanie dudó un instante antes de decidirse a seguirla. Lo que vio la dejó casi tan impresionada como ver a Nash cocinando. Allí estaban la mayoría de los miembros del clan Haynes. Todos los hermanos estaban allí, y también algunas de las mujeres. Esta vez, en lugar de comida y bebida, llevaban botes de pintura, cajas de herramientas, escaleras y otros enseres de trabajo. Se reunieron en la casa del guarda, como si esperaran instrucciones.

– ¿Qué están haciendo aquí? -preguntó Stephanie con los ojos abiertos como platos.

– Han venido a ayudarte porque yo se lo he pedido. Sé que llevas mucho tiempo trabajando en la casa del guarda para trasladarte a vivir allí. Me voy dentro de unos días y quiero dejarla lista antes de marcharme. ¿Te parece mal que haya hecho esto?

– No -consiguió decir ella en un hilo de voz.

A media tarde la casa estaba casi terminada. Cuando el clan Haynes se marchó después de recibir el entusiasta agradecimiento de Stephanie, Nash fue de habitación en habitación, encantado con el resultado. Lo único que faltaba era la carpintería nueva. En cuando Stephanie se hubiera instalado podría trasladarse allí con los chicos. Tendrían su propio espacio independiente de los huéspedes. Estarían a salvo.

Se la imaginaba allí, con sus muebles, sus libros, los juguetes de los niños… Convertirían aquella casita en un hogar.

¿Se veía a sí mismo también allí?

Aquella pregunta lo pilló por sorpresa. ¿Quería estar allí? ¿Quería quedarse con Stephanie y con sus hijos? Eso significaría implicarse emocionalmente. Las emociones no eran seguras, se recordó. Las emociones eran confusas y difíciles de controlar. Y si perdía el control de su vida…

Sonó entonces su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo de su chaqueta y apretó el botón para hablar.

– Harmon.

– Soy Jack -le dijo su jefe-. Tenemos un problema.

Cinco minutos más tarde Nash apagó el teléfono y se dirigió a la casa principal. Encontró a Stephanie en la cocina con Brett. Ella lo miró y palideció al instante.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó.

– Me ha llamado mi jefe. Ha tenido lugar un atraco en un banco de San Francisco y las cosas han salido bien. Se han escuchado tiros y hay rehenes. Viene de camino un helicóptero del ejército para recogerme -aseguró consultando el reloj-. Estará aquí dentro de unos seis minutos.

– ¿Quieres que haga algo? -preguntó Stephanie tratando de controlar sus emociones-. Tus padres se han ido al parque con los gemelos. Les contaré lo que pasa cuando regresen.

– Te lo agradezco. No sé cuánto tiempo estaré fuera. Estas cosas llevan su tiempo. Después tendré que hacer todo el papeleo.

– No te preocupes por nada -aseguró ella haciendo un gesto con la mano-. Yo te haré la maleta y luego puedes llamarme para decirme dónde enviártela.

Nash se quedó sorprendido. Stephanie estaba dando por hecho que no iba a regresar. Cierto que sólo le quedaban un par de días de vacaciones, pero aun así…

– Me alegro de que te vayas -dijo Brett con rabia.

Nash giró la vista hacia el niño y lo vio limpiarse los ojos con el dorso de la mano.

– Lamento tener que irme -le dijo poniéndose de rodillas delante de él-. Pero esto es importante.

– No me importa.

– Pero a mí si. Me importa mi trabajo y me importáis tu madre, tus hermanos y tú. Pero tengo que irme porque hay unos hombres malos reteniendo a unos rehenes. Si no voy alguien podría morir.

– Entonces promete que regresarás.

Stephanie colocó las manos sobre los hombros de su hijo.

– Cariño, ¿recuerdas lo que hablamos? Nash tiene su propia vida -aseguró alzando la vista para mirar a Nash-. Sabíamos que esto era algo temporal, ¿recuerdas? Lo único que ocurre es que ha terminado un poco antes de lo que pensábamos. Al menos nos ahorraremos una despedida larga y dolorosa.

Nash quiso decirle que regresaría. Quiso decirle que no deseaba marcharse. Pero antes de que pudiera encontrar las palabras adecuadas escuchó un sonido familiar.

– El helicóptero está aquí.

Se inclinó para abrazar a Brett. Luego se puso de pie y estrechó a Stephanie entre sus brazos.

– Cuídate -le dijo ella dando un paso atrás.

Tenía los ojos llenos de lágrimas.

Nash se sentía como si lo hubiera golpeado con un mazo. Tenía cientos de cosas que decir y no había tiempo. Se dirigió al helicóptero sintiendo el corazón pesado y el pecho tirante. Una vez dentro miró por la ventana hasta que Stephanie y Brett no fueron más que un par de puntos. Cuando ya no pudo verlos más siguió mirando de todas formas, sabiendo que seguían allí.

Los gemelos estaban sentados en la cama y miraban a su madre mientras ella hacía la maleta de Nash. Según habían dicho las noticias, los rehenes habían sido liberados por la mañana. Stephanie había estado esperando una llamada telefónica pero al mediodía, al ver que nada sucedía, aceptó el hecho de que Nash se había ido para siempre.

Saber que ella había sido la que le dijo que no hacía falta que regresara no la hacía sentirse mejor. Ni tampoco ayudaban las caras de los niños.

«No más relaciones», se prometió en silencio. Ni los niños ni ella podrían soportarlo. Se había enamorado del primer tipo con el que se acostaba desde la muerte de Marty. Y sus hijos también echaban de menos a Nash. Si un hombre podía poner su vida patas abajo en un par de semanas, ¿qué ocurriría si empezara a tener citas?

Pero Stephanie sabía que no sería lo mismo. Se había enamorado de Nash, y daba igual con quién saliera. Le había entregado a él su corazón y pasaría mucho tiempo antes de que pudiera ofrecérselo a otra persona.

Dobló las camisas antes de meterlas en la maleta y luego se giró hacia los gemelos.

– No puedo creer que tengáis unas caras tan largas la primera semana de vacaciones -les dijo.

– Brett dice que no quiere salir de su habitación -la informó Jason.

– Lo sé. Pero tengo una idea estupenda que nos hará a todos sentimos mucho mejor. ¿Por qué no vamos a la piscina? -exclamó esperando oír gritos de júbilo.

– Vale -se limitó a responder Adam mientras Jason salía en silencio de la habitación.

Stephanie avanzó hasta el pasillo y se acercó hasta las escaleras.

– Brett, ponte el bañador -gritó-. Vamos a la piscina. Y es obligatorio ir.

– ¿Va todo bien? -preguntó Vivian con amabilidad abriendo la puerta de su cuarto-. Los chicos están hoy demasiado tranquilos…

– Echan de menos a Nash -admitió Stephanie-. Creo que les vendrá bien ir a la piscina con sus amigos.

Esperó a que Vivian le hiciera alguna pregunta, pero la madre de Nash se limitó a sonreír.

– ¿Te importa si Howard y yo vamos con vosotros? Nos gusta estar con los niños.

Stephanie vaciló un instante. Lo único que le faltaba era que sus hijos se encariñaran con más gente que acabaría marchándose. Pero sería de mala educación decirle a Vivian que no. Además, desde un punto de vista egoísta, le gustaba estar con los padres de Nash. No sólo le recordaban a él, sino que además eran buenas personas.

– Nos encantará disfrutar de vuestra compañía -aseguró Stephanie-. Pero os advierto que es un sitio muy ruidoso.

– No hay problema. Danos cinco minutos y estaremos listos.

La piscina municipal de Glenwood estaba tan llena de gente y de ruido como ella había imaginado. Stephanie guió el grupo hasta una esquina con sombra y los dejó allí situados. Luego se dirigió al socorrista para darle los nombres de sus hijos e informarlo de que los tres eran buenos nadadores. Cuando estaba a punto de regresar al lado de los padres de Nash alguien le dio un golpecito en el hombro. Se dio la vuelta y vio a Rebecca Haynes.

– No sabía que ibas a venir hoy a la piscina -le dijo con una sonrisa-. Nosotros hemos venido en grupo, como casi siempre. ¿Has sabido algo de Nash?