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Capítulo 6

Nash perdió la cuenta del número de pizzas que consumió la familia Haynes. No paraban de traer más y más. Los camareros estaban constantemente rellenando los vasos con bebida. Cuando los niños pidieron por fin permiso para ir a la sala de juegos y los adultos empezaron a mover las sillas para hacer grupos pequeños, incluso los camareros parecían agotados.

Nash se había pasado la mayor parte de la velada hablando con Stephanie y con Jill, la esposa de Craig, el mayor de todos. Pero después de cenar se encontró sin darse cuenta en compañía de sus hermanos.

Hermanos. La palabra todavía lo sorprendía. ¿Cómo era posible que Kevin y él fueran parte de aquella familia y hubieran estado tantos años sin saberlo? ¿Por qué un hombre como Earl Haynes dejaba embarazada a una joven inocente de diecisiete años, la abandonaba para regresar con su familia y tuviera después unos descendientes tan sinceros, honrados y cariñosos?

Nash se acercó a la mesa de las bebidas y se sirvió otro vaso de té helado. Tras tomarse dos cervezas había decidido pasarse a la bebida sin alcohol. No lo preocupaba la conducción. Habían venido en el monovolumen de Stephanie con ella al volante. Pero tenía la impresión de que demasiada cerveza convertiría a la dueña de la posada en una tentación mayor de la que ya de por sí era. Estando sobrio la encontraba deliciosamente intrigante. Bebido tal vez la considerara irresistible. Y aquello no sería bueno para ninguno de los dos.

Le dio un sorbo a su té y miró alrededor. Sabía casi con seguridad cómo se llamaban todos los hombres pero le seguía resultando complicado emparejarlos con sus esposas y ponerles nombre a éstas. Lo de Hannah era más fácil. Era la única chica del clan Haynes y se parecía mucho físicamente a sus hermanos. Era alta, de cabello oscuro y muy atractiva. Su marido era el único hombre rubio que había en la sala. Pero a partir de ahí todo lo demás era muy complicado. ¿La esposa de Kyle era la morena gordita con los ojos marrones o la gordita de cabello castaño y ojos verdes?

– ¿Te importa si recojo a los niños y nos vamos? -preguntó Stephanie apareciendo a su lado como por arte de magia-. Mañana tienen colegio y si quiero que se acuesten a una hora decente necesito marcharme ya.

– Muy bien. ¿Te ayudo?

– Sí, por favor. ¿Por qué no vas a buscar a los gemelos? Estarán juntos y obedecerán mejor. Yo iré a buscar a Brett y traeré el coche a la puerta.

Se despidieron de la familia Haynes y atravesaron el restaurante. La sala de juegos estaba al lado de la puerta. Nash vio a Jason y a Adam sentados en un banco. Adam se puso de pie al verlo pero Jason se limitó a parpadear con gesto cansado.

– Es hora de volver a casa -dijo Nash.

– Muy bien -contestó Adam.

– Estoy cansado -aseguró Jason poniéndose en pie y tendiéndole los brazos.

Nash se lo quedó mirando fijamente. Un niño pequeño alzando los brazos era un signo universal. Aunque Nash vivía en un mundo sin niños lo entendió al instante. Jason quería que lo llevara en brazos.

Nash vaciló un instante. No porque pensara que Jason pesaría mucho ni porque temiera que a Stephanie le importara. Se detuvo porque algo en su interior le advirtió que aquello podía ser un problema. No quería tener relaciones con nadie: ni con amigos, ni con las mujeres ni con niños. Las relaciones implicaban un grado de relajación que no estaba dispuesto a permitirse. El control era lo único que se interponía entre el caos él.

La confianza implícita en el gesto de Jason lo hizo sentirse incómodo. Sólo conocía a los niños desde hacía dos días. Entonces, ¿por qué Jason estaba tan cómodo a su lado?

– Quiere que lo lleves -señaló Adam por si Nash no lo había entendido.

– Lo sé.

No parecía haber ninguna salida digna a la situación y Nash no quería montar una escena por nada. Así que se inclinó hacia delante y estrechó al niño contra su pecho. Jason le echó los brazos alrededor del cuello al instante y apoyó la cabeza en su hombro. Luego le enredó las piernecitas alrededor de la cintura.

Nash rodeó al niño con una mano para mantenerlo firme y le hizo un gesto a Adam para que echara a andar. Pero en lugar de hacerlo el pequeño de ocho años lo agarró de la mano y se apoyó contra él.

– ¿Va a traer mamá el coche? -preguntó con voz somnolienta.

– Sí. Vamos.

Nash abrió camino para salir del restaurante. Brett ya los estaba esperando en la acera. Miró detenidamente a los tres y luego apartó la vista. Pero no antes de que Nash viera la hostilidad dibujada en sus ojos.

Aquel chispazo de rabia y dolor que atisbó a distinguir en el chico despertó en Nash un sentimiento conocido.

Stephanie apareció en aquel momento y lo arrancó de sus pensamientos. Luego se entretuvo acomodando a los gemelos. Cuando estaba a punto de subirse al asiento del copiloto su hermano Kevin salió del restaurante.

– ¿Qué te han parecido? -le preguntó.

– Buena gente -respondió Nash mirando en dirección a la pizzería.

– Estoy de acuerdo -dijo su hermano golpeándolo cariñosamente en la espalda-. Ya nos veremos. Encantado de conocerte, Stephanie -dijo asomando la cabeza al interior del coche-. Si este tipo te da algún problema házmelo saber.

– Hasta ahora ha sido estupendo, pero si cambia de actitud te llamaré -respondió ella con una sonrisa.

– Hecho. Buenas noches.

Kevin volvió a entrar en el restaurante. Stephanie lo vio marcharse.

– Tienes una familia maravillosa -dijo-. Eres afortunado.

Nash nunca se había visto a sí mismo como un hombre de suerte, pero tal vez en aquel aspecto lo fuera.

Stephanie suspiró e hizo todo lo posible por mantener la calma.

– Brett, es muy tarde. Mañana hay colegio y te estás portando fatal. Si lo que quieres es convencerme de que no eres lo suficientemente maduro como para salir una noche entre semana, estás haciendo un trabajo excelente.

Su hijo mayor se dejó caer en la cama y se quedó mirando al techo. Desde que llegaron a casa tras cenar con Nash y su familia había permanecido callado y con gesto malhumorado. Stephanie no comprendía cuál era el problema. Por mucho que se estuviera acercando a la adolescencia, las hormonas no se alteraban en cuestión de dos horas.

– Sé que te lo has pasado bien -aseguró sentándose a su lado y colocándole una mano sobre el vientre-. He visto cómo te reías.

– No ha estado mal.

– ¿Sólo eso? Pensé que había sido muy divertido.

Brett se encogió de hombros.

Stephanie empezó a masajearle la tripa, como solía hacerle cuando era pequeño y no se encontraba bien.

– No pienso marcharme hasta que me digas qué te pasa. Me quedaré aquí sentada, y puede que dentro de un rato empiece a cantar.

Brett siguió mirando al techo pero ella observó cómo sonreía ligeramente. Sus hijos pensaban que tenía una voz horrible y siempre le suplicaban que no cantara.

– ¿Y si me quedo mirándote fijamente? -insistió abriendo mucho los ojos.

Brett apretó los labios pero era demasiado tarde. Primero sonrió, luego hizo una mueca y después soltó una pequeña carcajada.

– ¡Deja de mirarla! -exclamó dándosela vuelta.

– Lo haré si hablas -respondió Stephanie relajándose.

El chico se giró hacia ella pero en lugar de mirarla clavó los ojos en las sábanas.

– ¿Sigues queriendo a papá?

No estaba preparada para aquella pregunta. Brett no solía sacar aquel asunto con frecuencia, pero cuando lo hacía ella se sentía incómoda. Siempre optaba por una respuesta rápida en lugar de decirle la verdad, porque eso era lo que su hijo quería oír. Porque quería que su hijo recordara a sus padres como una pareja feliz.

– Por supuesto que lo sigo queriendo -respondió con dulzura-. ¿Por qué lo preguntas?

Brett se encogió de hombros.