– Pero, si dejé a Grady en el jardín, y cerré la puerta…
– Te prometo que yo no lo dejé entrar.
Patrick la creía.
– A lo mejor no la cerré bien.
– A lo mejor Grady es más listo de lo que tú te crees.
– Es un perro obediente que haría cualquier cosa por mí, pero de ahí a abrir puertas… -tendió la mano-. Será mejor que me des la lista.
– ¿La lista?
– Sí, la lista de la compra. Ese era el plan. Tú cocinabas, y yo hacía la compra.
– ¿No te apetece la chuleta de ternera, entonces? -le preguntó, sin esperar respuesta, porque arrancó la lista de su cuaderno, y se la dio.
A Patrick le bastó echar un vistazo a la lista para darse cuenta de que contenía el tipo de comida que daba mala fama a la dieta vegetariana.
– ¿Esto es lo único que quieres? -la miró inquisidor-. ¿Nada de chuletas de ternera?
– ¡Ah, sí! Gracias por recordármelo -le dijo, sin hacer caso de su sarcasmo-. Y ya que vas -tomó la lista y añadió una docena de cosas-. Será mejor que te dé dinero -le dijo, buscando el bolso con la mirada.
– No te preocupes -a Patrick le extrañó que, aun habiéndose salido con la suya, no pareciera muy feliz. Quizás pensara que no era capaz de empujar un carro de supermercado, o tal vez estuviera preocupada por algo. Por su poco fiable contrato de arrendamiento, por ejemplo. Tomó en la mano un tarrito de comida para bebé vacío y listo para el reciclado, y encontró en la etiqueta una información muy útil-. Después haremos cuentas.
– Muy bien. Gracias.
– Anímate. Por lo menos no tendrás que compartir la chuleta de ternera.
Jessie sonrió.
– No me hubiera importado.
– Eres una santa -le dijo con sarcasmo-. ¿Hace mucho que eres vegetariana?
– ¿Cómo? -Jessie enrojeció, sin saber qué decir-. Bueno… empecé cuando tenía… quince años.
– ¿Ah, sí? Al haberle dado a Bertie un tarro de cordero con zanahorias para comer, pensaba que lo habías dicho por decir -le comentó, al tiempo que le enseñaba el tarro vacío, de modo que pudiera ver la etiqueta.
Sin darle oportunidad de réplica, Patrick se marchó de la cocina, dejando a Jessie con la boca abierta,
Jessie se preguntó por qué se estaba comportando de una manera tan estúpida, diciendo lo primero que se le pasaba por la cabeza, y jugando como una niña. Tenía sus derechos. Había firmado un contrato con la sobrina de Patrick, así que era a ella a quién él tenía que dirigir sus quejas. Cuando regresara se lo diría, con tranquilidad y firmeza a la vez. Así cómo que debería buscarse otro alojamiento para los próximos tres meses. Patrick era un hombre inteligente y, aunque no le gustara, admitiría que ella tenía razón.
Jessie suspiró. Se daba cuenta de que en teoría las cosas eran así, pero que en la práctica aquel hombre estaba en su casa, y pretendería seguir en ella, a pesar de lo que su sobrina hubiera hecho en su nombre.
Gimió, se sentó, y apoyó la cabeza en la mesa de la cocina. Trabajaba muy duro, pagaba sus impuestos, y lo único que pedía a cambio era un poco de tranquilidad. ¿Qué había hecho ella para merecer lo que le estaba ocurriendo?
Patrick se paró delante de la sección de carnes, y escogió un buen chuletón de buey. Lo prepararía a la parrilla, y lo serviría poco hecho. Si de verdad era vegetariana, cosa que dudaba, sentiría náuseas al verlo, y si no lo era, se moriría de envidia viéndosela comer, mientras ella se tenía que conformar con su chuletita de ternera.
Cualquiera de las dos posibilidades le parecían igual de gratificantes. Se daba cuenta de que no estaba siendo una buena persona, pero tampoco lo había sido ella al pretender someterlo a base de cereales y judías enlatadas.
Echó la carne en el carro, y por si acaso no bastaba con ella, metió también salchichas y beicon para el desayuno, aunque solo pensar en comerse aquello, le hiciera sentir una ligera náusea.
En el hospital no le habían dicho que se acostara al llegar a casa, pero sí había pensado pasarse un día entero en la cama, solo, descansando. Sin duda, estaba teniendo un día demasiado intenso para alguien que había sufrido un fuerte golpe en la cabeza.
Respiró profundamente un par de veces, y después buscó los huevos, las cebollas y las zanahorias en la sección de productos ecológicos, tal y como le había pedido Jessie, y por último el arroz y las judías. Lo que había apuntado en el último momento, habían sido cosas para Bertie, como polvos de talco y pañales.
De repente, se dio cuenta de que el malestar se intensificaba.
Se quedó frente a la estantería, con la mirada perdida, sumergido en sus recuerdos, hasta que una señora que pasó a su lado, con un niño dentro del carro de la compra, se paró a su lado, y le preguntó si le podía bajar un paquete de pañales de la estantería superior. Patrick regresó a la realidad, y se lo dio.
– ¿Necesita ayuda? -le preguntó, mientras dejaba los pañales el carro.
– ¿Ayuda?
– Sí, parece un poco perdido. Acaba de ser padre, ¿verdad? -afirmó, sin dar tiempo a Patrick de decir nada. Me parece precioso ver a un hombre comprometido de verdad con su paternidad -le quitó la lista de las manos-. Vamos a ver -dijo, mientras tomaba de las estanterías las cosas que Jessie había apuntado en la lista.
Nada más nacer, había puesto a su hija Mary Louise en los brazos de Bella…
– Es para Bertie -se apresuró a decir.
– ¿Bertie? ¡Qué monada de nombre! ¿De qué es diminutivo? ¿De Albert? ¿de Robert?
– Simplemente se llama Bertie -respondió Patrick para salir del paso, cuando se dio cuenta de que la señora se había quedado callada, esperando su respuesta.
– Bien, me alegro de que usted colabore en la crianza de su hijo. Es muy duro cuando lo tiene que hacer uno solo. Lo sé por experiencia.
– Supongo que sí. Gracias por su ayuda.
Siguió avanzando por el pasillo, y encontró la sección dedicada a los juguetes infantiles. No había cambiado nada. Seguían teniendo los mismos colores alegres de siempre. Tomó uno, y lo echó al carro.
En cuanto llegó a la caja, se dio cuenta de que había cometido un error.
Tomó el alegre juguete en la mano y se quedó mirándolo, mientras la cajera iba haciendo la cuenta del resto de su compra. Siempre se había caracterizado por ser defensor de causas perdidas, y si Jessica Hayes hubiera sido cliente suya, no habría permitido que nadie la echara de una casa que había alquilado con un contrato que había creído totalmente legal. Quién sabía por lo que habría pasado, y él estaba haciendo todo lo posible por hacerle la vida más difícil, para evitarse sufrir por los recuerdos que ella y su bebé le traían a la cabeza.
Tal vez podrían volver a empezar. No creía que les resultara tan difícil a dos adultos civilizados compartir una casa durante unos días, hasta que ella encontrara otro sitio. Sería solo cuestión de poner cada uno un poco de su parte. Y si él ponía más de lo que ella sabía… Bueno pues era solo asunto suyo.
– ¿Quiere eso también? -le preguntó la cajera.
– ¿Qué? Ah, sí, perdone -pagó todo, y llevó la compra hasta el coche.
No se fue a casa de inmediato. Si Jessica se iba a quedar, pondría él las condiciones. No ella.
En la agencia inmobiliaria, una mujer de mediana edad le pidió que se sentara con una sonrisa.
– Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?
– Necesito hablar con la persona que hizo el contrato de arrendamiento de la casa de la calle Cotsworld número veintisiete -la mujer frunció el ceño-. Se la alquilaron a la señorita Jessica Hayes a principios de semana.
– Recuerdo a la señorita Hayes. Cuando nos llamó estaba muy nerviosa. Sarah trató de ayudarla, pero quería algo de inmediato, y no tenemos costumbre de alquilar nada sin comprobar antes las referencias que nos dan.