Durante diez años había sido un muerto viviente y, de repente, aquella mujer que se había apoderado de su casa, se estaba apoderando de su corazón, y lo estaba devolviendo a la vida, haciéndole sentir, pero también sufrir. No era eso lo que quería. Deseaba que lo dejaran a solas con sus recuerdos, que era lo único que le quedaba. Temía que si no se concentraba en ellos, se le escaparían. Sin embargo, necesitaba imperiosamente sentir la piel de Jessie bajo sus manos, saborear la esencia de su boca sensual. Su beso lo estaba devolviendo a la vida.
– Jessie… no, por favor… -se separó de ella, y se puso en pie, antes de que ella se lo pudiera impedir-. Por cierto, ¿qué hacías en el cuarto de las escobas? -le dijo, bruscamente, distanciándose de ella y de lo que sentía.
– ¿Qué demonios crees que estaba haciendo? -mientras trataba de ponerse de pie, con Bertie en los brazos, porque él no se atrevía a tocarla, herida por su súbito cambio de actitud-. Estaba huyendo del perro de los Baskerville…
– Grady no es… -se detuvo. Ponerse a discutir sobre el carácter del perro no les llevaría a ninguna parte. Se pasó los dedos por el pelo-. ¿No se te ocurrió salir al vestíbulo, y cerrar la puerta tras de ti?
– La verdad es que no me dio tiempo a pararme a pensar, y decidir qué era lo mejor que podía hacer -le respondió altiva, comportándose como si no hubiera sucedido nada-. Te aseguro que el cuarto de las escobas no habría sido mi elección favorita. Abrí la primera puerta que tenía a mano, y me oculté -estornudó, y Patrick le tendió un pañuelo. Jessie lo aceptó y volvió a estornudar-. Además -le dijo con los ojos llorosos-, tu perro sabe abrir puertas.
– ¡No digas tonterías!
– Así que tonterías. ¿Cómo te crees entonces que entró?
– El pestillo debe de estar suelto… -se fue a comprobarlo, contento de poner así distancia entre ellos, aunque deseando de inmediato volver a estar de nuevo con ella. Movió el picaporte, y comprobó que iba bien-. A lo mejor no estaba bien cerrada. De todos modos, nada de esto habría pasado, si tu gato no hubiera estado aquí.
– Mao no es mío.
– ¡Pues si tú no hubieras estado aquí, entonces!
– Te equivocas. ¡Nada de esto habría pasado si tú hubieras respetado el contrato, y no estuvieras aquí!
– En cuanto a ese contrato… -empezó a decir, pero ella no lo escuchaba.
– Acababa de hacer una llamada, y me disponía a salir a dar un paseo con Bertie, cuando oí que se abría la… la puerta -estaba temblando de nuevo, pero no solo por el recuerdo de Grady, sino también porque Patrick la había besado, y no había sido un beso cualquiera, sino el mejor que le habían dado. Uno de esos besos que te pueden cambiar la vida. Y había sido él quién había dejado de besarla. Se había levantado, y apartado de su lado-. Pensé que eras tú, me volví, y…
– Cuidado -Patrick la sujetó al ver cómo le temblaban las piernas, y la llevó hasta el salón. Una vez que la hubo sentado en una silla, dejó a Bertie en el suelo, y sirvió a Jessie una copa de brandy-. Toma -le dijo, tendiéndole la copa. Jessie hizo un gesto de desagrado al olerlo, pero Patrick no estaba dispuesto a admitir una negativa, y le acercó la copa a los labios-. Es buena medicina-le dijo-. Bébetelo -Jessie bebió un poco y tosió, pero el calor del brandy pareció reanimarla.
– Dios mío, esto sabe fatal.
– Cuanto peor sabe, más efecto hace el medicamento -volvió a repetir la dosis, causando el mismo efecto en ella-. Yo no te oí llamarme, pero tú si has debido oírme a mí. ¿Por qué no saliste al darte cuenta de que había llegado a casa?
– No pude. No había picaporte dentro. Grité y golpeé con todas mis fuerzas… -se encogió de hombros.
– ¿No había picaporte? -Patrick se imaginó su desesperación, y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír.
– Te busqué por toda la casa… Tenía tanto miedo de que pudieras estar herida.
– ¿Ah, sí? Pues yo pensaba que el récord de miedo lo había conseguido yo.
– De eso nada. Jessie, de verdad -puso una mano sobre la suya-, lo siento. De verdad siento que hayas pasado tanto miedo.
Jessie se preguntó, de repente, si también lamentaría el beso que le había dado.
– Yo también lo siento -le dijo, sin estar segura de cuál de las dos cosas exactamente.
– No te preocupes. Todo tiene solución -le dijo Patrick, pensando que se refería al estropicio causado por los animales-. Bueno, tal vez excepto lo de la vajilla. Iré a recoger los restos.
– Debería ir yo. Al fin y al cabo ha sido culpa mía…
– ¡No! Nada de esto ha sido culpa tuya. Déjame hacerlo a mí.
En la cocina, Patrick levantó la silla alta del bebé, y Jessie, que había desobedecido sus instrucciones de quedarse en el salón y lo había seguido, sentó allí a Bertie.
– Tardaremos menos entre los dos. ¿Era muy valiosa la vajilla? -le preguntó con un trozo de loza en la mano.
– ¿Valiosa? -en la mano sostenía un plato que había sobrevivido al estropicio, y lo daba vueltas, como tratando de encontrar en él una respuesta-. Depende de lo que entiendas por valioso. Esta vajilla la compré para Bella en una tienda de antigüedades, poco después de casarnos.
– ¿Tu esposa?
– Sí. Cumplía veintiséis años. La vimos en una tienda, cuando íbamos camino de un restaurante. Ya no recuerdo cuál. Uno piensa que nunca va a olvidar ese tipo de cosas, pero el tiempo todo lo borra.
– ¿Estáis divorciados? -le preguntó para hacerle regresar de ese viaje al pasado que parecía hacerle tan infeliz. Además, ya que había sido él quien la había besado primero, tenía derecho a saberlo.
– ¿Divorciados? -preguntó distraído-. Oh, no.
– Mira -se apresuró a decir Jessie con uno de los platos deteriorados en la mano, para ocultar su consternación-, si lo colocas así no se nota que está roto -le aseguró, colocando el plato en el expositor, con la parte estropeada para abajo, oculta tras la barra.
– No, los platos dentados solo sirven para acumular microbios. Bella solo coleccionaba piezas perfectas -le dijo, y dejó caer el plato en la caja.
Jessie parpadeó asustada, ante la furia con que lo había hecho.
De repente, se dio cuenta de que no lo había abandonado. Podía haberle dejado a su perro, pero no su colección de platos. No estaban divorciados. Su mujer había fallecido.
– Bueno -dijo, insegura-. Si estaban asegurados…
– ¿Asegurados? -Patrick se quedó mirando el interior de la caja donde había tirado la cerámica rota-. ¿Qué valor le puedes dar al recuerdo de un día pasado junto a la persona que has amado, Jessie? Un momento que nunca se podrá repetir. Dime dónde puedes asegurar los recuerdos para que no se pierdan nunca, o amarilleen como una vieja fotografía.
Jessie tragó saliva, y pensó que debía haberse quedado donde le habían dicho. Pero ahora estaba metida en aquello hasta el fondo. Había sacado a la luz recuerdos muy dolorosos para Patrick, y no podía huir.
– ¿Qué le sucedió?
Patrick se volvió hacia ella, y la miró como si fuera la primera vez que alguien se hubiera atrevido a preguntárselo.
– Un conductor ebrio la atropello. Iba a tanta velocidad, que incluso si hubiera visto el semáforo en rojo, no le habría dado tiempo a parar.
– ¿Hace diez años? -Patrick asintió-. Lo siento mucho -le hubiera gustado acercarse a él, abrazarlo, reconfortarlo, igual que había hecho él con ella poco antes, pero había una cierta rigidez en Patrick que marcaba las distancias, y se lo impedía-. Lo siento de verdad.
– En la escala de los desastres de la vida, supongo que unos pocos platos rotos no tienen demasiada importancia -afirmó-. Unos cuantos recuerdos rotos…
– Los recuerdos no se rompen, Patrick -él la miró, y frunció el ceño-. No, si quieres conservarlos -recogió del suelo un trozo de plato que él no había visto-. Estos son simples accesorios, como las fotografías. Te ayudan a recordar, pero si se te pierden unas cuantas fotos, lo único que pierdes son trozos de papel, porque los recuerdos están en tu cabeza, en tu corazón. Solo el dolor se va mitigando, si tú se lo permites, si no te regodeas en él, si empiezas a acumular recuerdos nuevos -le dio el trozo de cerámica-. Por eso el sol siempre brillaba en los veranos de nuestra infancia, y los helados nos sabían mejor.